“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

lunes, 28 de marzo de 2011

Pintura como magia

A cualquiera podría parecerle que lo que Denis Diderot escribió sobre una de las naturalezas muertas que Jean Siméon Chardin (1699-1779) presentó al Salón de 1763 es bien poca cosa: “El artista ha colocado sobre una mesa un florero de vieja porcelana china, dos galletas, un tarro lleno de aceitunas, una cesta de frutas, dos vasos de vino hasta la mitad, una naranja y un paté”. Pero si uno mira con detenimiento (y de eso se trata en esta ocasión más que nunca) uno de los bodegones de Chardin, caerá en la cuenta de que justamente lo que hizo Diderot es casi lo máximo a lo que puede aspirar si pretende decir algo relevante sobre ellos puesto que, delante de una de sus pinturas, apenas atinará a enumerar los objetos o los personajes que en ellas aparecen y eventualmente a describir lo que los protagonistas hacen o dejan de hacer. Porque, dicho sea desde ahora, el problema de la pintura de Chardin es el problema de la pintura, sin más. No es ya solo que su habilidad técnica “casi desafía cualquier análisis”, como en algún lugar ha escrito Michael Fried, sino que ese reto que su pintura propone nos empuja al borde del abismo que supone la pregunta sobre la pintura en general y, más allá, sobre la disciplina de la Historia del Arte en tanto que tal: delante de un “modesto” cuadro de Chardin, ¿acaso podemos hacer algo más que describir, o lo que es casi lo mismo, acaso podemos hacer algo más que ver y callar? Y, en ese sentido, ¿acaso no es a eso a lo que deben plegarse los historiadores del arte y con ellos todos los demás: solo describir, cada uno según su talento, recuperando así lo mejor de la tradición de su disciplina, esto es la práctica descriptiva, y olvidando algunas engorrosas y pocas veces acertadas explicaciones?

Basta con pasear uno de estos próximos días por la exposición que, comisariada por Pierre Rosenberg (quien desde los años sesenta del pasado siglo estudia la pintura de Chardin), se ha inaugurado en el Museo del Prado el 1 de marzo después de pasar por el Palazzo dei Diamanti de Ferrara, para percatarnos de nuestra incapacidad para explicar, por medio de la palabra, los prodigios de la pintura de Chardin. En sus cuadros no hay historia, no hay enseñanza, apenas hay anécdotas, y por tanto las palabras no llegan más que a describir, en el mejor de los casos, lo que se ve en la superficie escueta de los lienzos. Los asuntos de sus pinturas son banales, que es tanto como decir que le interesan en tanto que motivos meramente pictóricos: un ramo de claveles en un jarrón de porcelana blanca, una dama (quizá su primera esposa, Marguerite Saintard) que remueve el té humeante que disfrutará en breve, una niña absorta en el momento previo a echar al aire un volante con su raqueta o un joven que, asomado a un pretil, hace una pompa de jabón ayudado de una caña.

Pues bien, esas pinturas suyas producen un efecto especular en un espectador que, por cierto, es continuamente obviado por los personajes representados por Chardin en ellas: nunca es interpelado por ellos, nunca una mirada lo hace partícipe de lo que ocurre en el cuadro pero, sin embargo, goza de una especie de empatía y es como absorbido al interior del cuadro por la fuerza de la pintura. Tal circunstancia fue advertida ya por el abate Garrigues de Froment en 1753 y a mí me parece una de las claves para intentar comprender la pintura de Chardin: “Todos prestamos atención con ellos”. Y me lo parece porque el papel que desempeña la atención en los cuadros de Chardin es esencial; esa atención que los personajes ponen para desarrollar sus acciones triviales es precisamente la causa de su ensimismamiento (una palabra a la que a menudo se acude para explicar la pintura de Chardin) y, por tanto, la raíz misma de nuestro propio ensimismamiento cuando miramos sus cuadros. En ese sentido, soy de los que piensan que esta atención consagrada a algunas benditas distracciones (los naipes, la lectura, las peonzas, las pompas de jabón) como medios que logran un cierto estado de recogimiento está más allá de cualquier sentido moralizante y, de hecho, creo que Chardin entendía tal ensimismamiento como un estado de plenitud: ese que produce hacer castillos de naipes, girar una perinola, afilar un lapicero, inflar pompas de jabón o mirar la danza acompasada de las volutas de humo que salen del extremo incandescente de un cigarrillo o una pipa a sabiendas de que, mientras tanto, a nuestro alrededor el mundo prosigue con su frenesí imparable. Al fin y al cabo y como cualquiera sabe, estas son las actividades en las que más merece la pena disipar el tiempo que nos ha sido otorgado.

Y hablando de cigarrillos, ahora que están en boca de todos… Cualquier fumador o ex fumador sabe que fumar ha sido siempre un acicate para el ensimismamiento y, además, una placentera actividad que parece destinada a, fundamentalmente, controlar el espacio y el tiempo. Las caladas se suceden según el ritmo que marca el fumador y el tiempo queda suspendido entre aspiración y exhalación, pues el humo sale por la boca para expandirse y disolverse ante la escasa distancia que media entre los ojos y la fumarada que, de esta manera y según un infinito juego de espirales efímeras, incentiva el ensimismamiento del consumidor, lo entretiene y a la par fija su concentración. Uno de los mejores cuadros de Chardin reproduce una tabaquera que sabemos que tenía ya en 1737, cuando se redactó el inventario de los bienes que poseía a la muerte de su primera esposa; era una caja de palisandro con cierres de acero, forrada con raso azul, y en ella Chardin guardaba sus utensilios de fumador. En el pequeño cuadro del Louvre, la pipa de larguísima cánula conserva en la cazoleta un ascua encendida que aún produce unos cuantos caracoles de humo; lo sorprendente no son solo el equilibrio compositivo y el acorde cromático, sino tal vez sobre todo que tanto el ascua como el humo introducen una dimensión temporal en el bodegón: el tiempo está sucediendo y ha tomado forma de ascua ardiente y humo blanquecino. El espacio, en la pintura, va de suyo (de hecho es lo que de verdad interesa a los pintores), pero no el tiempo, que ha de ser introducido en las obras mediante algún subterfugio como este; como en el lienzo de la tabaquera, Chardin consiguió suspender el tiempo en buena parte de sus pinturas, esas que representan acciones o gestos detenidos en un momento culminante que cambiará enseguida y que es, por ello, la materialización de un tiempo pleno.


Durante los sesenta años que duró su carrera, Chardin pintó unas trescientas obras y hoy se considera que un tercio de ellas son réplicas autógrafas de sus propios originales: aproximadamente cinco cuadros por año y menos invenciones aún, sobre todo porque la invención era para él menos importante que la pura observación, por decirlo así. Por ello se dedicó a la naturaleza muerta, la pintura de género y los retratos (y estos al final de su vida sobre todo), es decir a los géneros menos apreciados en una época, la suya, entregada por entero a las elevadas doctrinas de la pintura de historia y que a él muy poco le interesaban, tan poco que cuando en 1745 la princesa Luisa Ulrica de Suecia le encargó dos obras sobre asuntos relacionados respectivamente con “una educación estricta” y “una educación indulgente y persuasiva”, Chardin entregó dos cuadros que nada tenían que ver con la comisión: Las diversiones de la vida privada y La mujer ahorradora (ambos en el Nationalmuseum de Estocolmo). Y es que, en el fondo, la pintura de Chardin es pintura de nada, que es lo que en realidad pintan los mejores pintores; no en vano, como ha escrito el propio Fried, “fue el pintor francés más grande de su época”, que es como decir el mejor pintor francés... Chardin no pintó nunca nada, o al menos nada relevante en el sentido tradicional del término. Solo pintó para sí, por el placer de pintar o, dicho de otro modo, por el goce de reproducir lo que tenía ante sus ojos en su más maravilloso y efímero esplendor. Realmente, lo más probable es que Chardin pintara por el mero hecho de hacernos conscientes de nuestro propio mirar, para despertarnos de nuestro letargo cotidiano y revelarnos las sorpresas estupendas que aguardan en nuestra relación con las cosas porque es en ese trato cotidiano en el que se revela nuestro verdadero y más íntimo carácter.


Como escribió Proust en un texto bellísimo, “si todo esto nos parece bello al contemplarlo es porque a Chardin le pareció bello pintarlo, y le pareció bello pintarlo porque le parecía bello verlo”, o lo que es lo mismo, que esas cosas han sido, son y serán bellas toda vez que reparemos en ellas y las veamos de nuevo después de haberlas visto en un cuadro de Chardin: un jarrón de porcelana, una cafetera, un escritorio con los cajones abiertos, unos albaricoques. Después podremos solazarnos en las relaciones que se establecen entre ellas, en esos “ecos continuos” de los que hablaron los hermanos Edmund y Jules de Goncourt, siempre tan sagaces, como por ejemplo esos indescriptibles reflejos rojos que una pirámide de fresas silvestres provoca en los flancos de un vaso medio lleno de agua cristalina. Para mí es Chardin quien torna bellas a las cosas cuando las saca de su dulce mediocridad y las ilumina con su mágico pincel, y no me extraña nada que algunos de sus contemporáneos, como su amigo Charles-Nicolas Cochin o incluso el propio Diderot, se refirieran a él como un “gran mago” y a su pintura como una suerte de magia; una magia que, para el segundo, estaba “más allá de toda comprensión”. A través de su pintura, Chardin consiguió transfigurar las cosas, esas modestas cosas que lo acompañaban en su vida diaria y le procuraban placeres menudos, como los llamaba el mismo Proust, y logró detener por un instante el imparable flujo del tiempo al que tanto él como sus cosas fueron arrojados en algún momento. “Y es que este florero de porcelana es la porcelana, es que esas aceitunas están realmente separadas de la vista por el agua en que nadan; es que basta con coger esas galletas y comerlas, abrir esa naranja y exprimirla, ese vaso de vino y beberlo, esas frutas y pelarlas, ese paté y hundir el cuchillo en él”. Así Diderot en su Salon de 1763. Chardin pintó la pintura. ¿Acaso se puede decir algo más? ¿Acaso cabe decir algo?

2 comentarios:

  1. Indudablemente, la novedad de la pintura de Chardin reside en la proposición de mirar lo cotidiano con nuevos ojos. El pintor nos permite entrar en su ámbito privado, nos invita a quedarnos un rato en su espacio por medio del cajón semiabierto de "La mujer tomando té" o "El niño de la peonza". Su pintura está inundada de una sensibilidad absolutamente maravillosa, que permite descansar el ojo del espectador en lienzos que no necesitan una interpretación ni una matización excesivamente complicada. Supongo que por ello Chardin no alcanzó la fama de muchos de sus contemporáneos, llegando incluso a ver su obra tildada de banal, de vacía y carente de sentido. Es curiso que sean precisamente las ausencias presentes en su pintura lo que más me gusta de ella; no hay objetos innecesarios y todos los elementos están dispuestos de forma calculada y aleatoria al tiempo; nada sobra ni falta en los cuadros de Chardin. El "Bodegón con ciruelas, vaso de agua y dos pepinos", y otro que hay al final de la exposición que muestra un frasco de albaricoques, son absolutamente geniales. Dan ganas de llevárselos a casa para rozar aunque sea la sensación de paz que transmiten.

    Por cierto, tengo la suerte de poder asistir al curso que Gabriele Finaldi imparte sobre el pintor: también es absolutamente genial.

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  2. Para mí, la pintura de Chardin muestra las dos caras de la misma moneda: por un lado, escenas ociosas que nos resultan hasta banales dado que no se trata ni de alegorías ni de exaltaciones políticas; por otro, una preocupación latente por la fugacidad de la vida y el consiguiente gusto por las pequeñas cosas. Y creo que nos ha venido muy bien a todos como hijos del "progreso" contemplar esa curiosidad,inmanente a cualquier niño, con la que observa el nacimiento de una bella pompa de jabón,tan etérea como caduca.
    Resulta curioso sentir que es Chardin quien nos avisa de que esto de la vida va en serio y, más aún, que lo consiga sufragando la enorme distancia temporal que de él nos separa. Ciertamente, una pintura que transciende lo inevitable - el paso del tiempo- tiene que ser, como poco, mágica.

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