Son escasísimos los testimonios gráficos que muestran el interior de los talleres donde los artistas trabajaron durante el Renacimiento. Entre ellos quizá el más sugerente sea el grabado de Enea Vico que reproduce la academia del escultor, pintor y arquitecto Baccio Bandinelli (1480-1560) pues, a la luz de una vela y del fuego que arde en una chimenea, unos cuantos artistas departen, algún otro estudia y la mayoría se afana en dibujar ya que fue ese ejercicio, precisamente, el común denominador de la irreducible y prodigiosa variedad del arte florentino del siglo XVI. Ya desde tiempos de Cennino Cennini (h. 1370-h. 1440) el dibujo era “el fundamento del arte”, pero es que, además, en el transcurso de poco más de un siglo el concepto adquirió una relevancia que iba más allá de lo puramente técnico o formal. No era ya sólo que el dibujo fuera lo que distinguía a la arquitectura, la pintura y la escultura respecto a otras artes, sino que además se había colmado de una serie de connotaciones intelectuales con las que los propios artistas y sus colegas teóricos pretendían dar a sus disciplinas un carácter liberal para diferenciarlas de las artes meramente mecánicas, es decir aquéllas en que el ejercicio físico era más importante que el mental y, por tanto, eran peor consideradas que las que se basaban en el intelecto. Si bien Ghiberti ya había definido el dibujo como “una meditación que se realiza por materia y razonamientos”, uniendo así la práctica artística y el proceso mental del artista, la cuestión se complicó con el afianzamiento del neoplatonismo a lo largo del siglo XV y alcanzó su culminación a finales del XVI, cuando el disegno se convirtió en la génesis y el control de todo acto figurativo o, como escribió Lomazzo, en “il fundamento di tutto”. El ejercicio del dibujo podía incluso convertirse en una obsesión, de manera que, por ejemplo, el excéntrico Pontormo llegó a apuntar en su mal llamado Diario: “El domingo y el lunes yo mismo cociné un poco de ternera que me compró Bastiano y esos dos días me quedé en casa a dibujar y esas tres noches cené solo”. Dos días y tres noches sin salir de aquella extraña morada a la que subía, según cuenta Vasari, usando una escalera que luego recogía para que nadie lo importunara…
A caballo entre un siglo y otro e influyendo con su fuerza proteica por doquier, Miguel Ángel (1475-1564) fue seguramente el artista que más hizo por consolidar el papel desempeñado por el dibujo en el arte del Cinquecento y así parece constatarlo el hecho de que, cuando en 1563 se instituyó en Florencia la Accademia del Disegno sólo un año antes de que muriera, fueron el Gran Duque Cosme de Médicis y él mismo, a quien se otorgó así una dignidad insólita, los elegidos como patrones. No en vano, y según Francisco de Holanda, el florentino habría afirmado en algún momento que “el diseño, al que por otro nombre llaman dibujo, es base, fuente y cuerpo de la pintura, la escultura y la arquitectura, así como de toda otra forma de pintar siendo, pues, la raíz de todas estas ciencias”.
Por ello no es extraño que durante los últimos años hayan sido varias las exposiciones que se han celebrado sobre los dibujos de Miguel Ángel. Por ejemplo, en 2003 el Museo del Louvre aprovechó la publicación del catálogo razonado de los que conserva del artista, sus discípulos y algunos copistas, para mostrar los más destacados; entre 2005 y 2006 fueron el Teyler Museum y el British Museum los que aunaron esfuerzos para mostrar una exhaustiva selección; y a comienzos de 2010, en el Muscarelle Museum de Williamsburg (Virginia), otra exposición profundizó en la relación entre los estudios anatómicos del florentino y sus dibujos de arquitectura. Sin embargo, la que abrirá el próximo 8 de octubre en la Albertina de Viena, comisariada por Achim Gnann, se diferencia de sus predecesoras por su asombroso tamaño. Si bien la Albertina conserva únicamente ocho autógrafos, la colaboración de instituciones que cuentan con importantes colecciones de originales miguelangelescos como la Casa Buonarroti , el Louvre, el Metropolitan, el Teylers, la Royal Library y el British, permitirá que se expongan nada menos que ciento veinte dibujos. De esa manera será posible recorrer la obra de Miguel Ángel desde los tempranos dibujos de formación a los diseños preparatorios para el cartón de la Batalla de Cascina o los frescos de la bóveda y del Juicio Final de la Sixtina , y así hasta las últimas Crucifixiones.
Dos de mis preferidos son Tres hombres vestidos con capas y girados hacia la izquierda y el increíble Desnudo sentado y dos estudios de brazos. El primero, fechado hacia 1492-96, es una de las más emocionantes evidencias de la franqueza con que el joven artista se enfrentó a sus mayores. Al parecer es copia de un fragmento del perdido fresco que Masaccio pintó en el claustro de Santa Maria del Carmine de Florencia para conmemorar la consagración de la iglesia, que fue una de las obras más determinantes para el desarrollo de la pintura en los años posteriores a su ejecución entre 1425 y 1427. El segundo es un estudio pormenorizado de uno de los ignudi de la Sixtina y está datado hacia 1511. Fue durante su trabajo para decorar al fresco la capilla cuando Miguel Ángel más recurrió a la sanguina, que prácticamente dejó de utilizar a favor del lápiz negro tras su establecimiento definitivo en Roma en 1534, pero la importancia del dibujo no sólo reside en este argumento, sino fundamentalmente en que es uno de los más hermosos ejemplos de cómo Miguel Ángel consideró que la belleza era el reflejo de la divinidad en el mundo y que el cuerpo masculino desnudo era justamente la manifestación más evidente y perfecta de la belleza divina. Esta concepción ya era palmaria en los dibujos preparatorios para esa “escuela del mundo” que fue el cartón para la Batalla de Cascina, como puede apreciarse en dos desnudos masculinos vistos de espaldas (hacia 1501-4), o incluso en alguno de sus estudios para la Sibila Libia de la Sixtina o en la Virgen con el Niño de la Casa Buonarroti. Con los años, y al tiempo que fue experimentado unas cada vez más agudas crisis religiosas agudizadas por las penurias de la vejez, Miguel Ángel fue matizando sus aspiraciones y renegó incluso de la belleza mortal, puesto que lo alejaba de las cosas del puro espíritu. La Piedad que pertenece a la colección de la Albertina , y que se expondrá en esta ocasión, anuncia en torno a 1530-36 el drama físico que se materializa en el cuerpo exánime de Cristo en las últimas Piedades: la Rondanini (comenzada en 1547), la Bandini (1550-55) y la de Palestrina (hacia 1555).
Según el catálogo publicado por Charles de Tolnay entre 1975 y 1980, se conservan en torno a seiscientos folios con dibujos de Miguel Ángel. Aunque a priori pudiera parecer una cantidad considerable, son muy pocos en comparación con los conservados de otros artistas coetáneos y, sobre todo, teniendo en cuenta que él trabajó durante más de setenta años. Las causas de esta escasez son numerosas y no falta entre ellas la propia furia destructiva de Miguel Ángel, que no se contuvo a la hora de quemar muchas de sus hojas. Pero, a la par, el trabajo casi exclusivo y en ocasiones descorazonador para los pontífices o los miembros de la familia Médicis y su propio perfeccionismo enfermizo pueden hacernos sospechar que para él nada era más cómodo que dar rienda suelta a su intelletto en una modesta hoja de papel lista para dibujar sobre ella.
De hecho, Miguel Ángel ejercitó su extraordinario talento a través del dibujo continuo y meticuloso quizá a la búsqueda de esa naturalidad o sprezzatura que escamotea el esfuerzo real y que él tanto apreciaba, y si bien apenas sabemos nada de su concepción teórica del disegno, sí está claro que fue un neoplatónico recalcitrante durante buena parte de su vida, si no toda. En alguna ocasión dijo, según Vasari, que “el juicio del artista no radica en la mano sino en el ojo”, aunque bien es cierto que era esa misma mano la que después debía obedecer al intelecto ya fuera para esculpir o para dibujar, liberando la idea circunscrita en el bloque marmóreo como escribiera en el acaso más célebre de sus sonetos o atrapándola en el papel con el lápiz negro, la pluma o la sanguina. El arte, pues, representaba para él la idea que el artista tiene en la mente y esa idea se transmite al papel a través de la mano, que dibuja. Para Miguel Ángel, el disegno fue tanto la idea mental como su formulación y el dibujo resultante del proceso de concreción de tal idea.
Sin embargo, y más allá de esta “intelectualización” del dibujo, sus papeles se caracterizan porque fueron casi siempre utilizados por ambas caras. En ocasiones, la diferencia de fechas entre el anverso y el reverso de los folios es significativa, y a veces los dibujos van acompañados por fragmentos de cartas, poemas, proyectos diversos o cuentas domésticas. Todos esos rasgos implican que Miguel Ángel otorgaba un valor instrumental a sus dibujos y no los consideraba obras acabadas tal y como los apreciamos ahora, y esa vocación funcional se explicita también en la costumbre que tenía de enviar diseños suyos a sus discípulos según un método de trabajo que quizá él mismo aprendió en el taller de Ghirlandaio, estableciendo en ocasiones una relación estrechísima entre las obras de sus acólitos y sus propias ideas que tiene su mejor ejemplo en algunas pinturas de Sebastiano del Piombo. De la importancia que el ejercicio cotidiano del dibujo tenía para él da fe uno fechado hacia 1525 y conservado en el British Museum, en el que junto a unos estudios para una Virgen con el Niño, Miguel Ángel exhorta a su joven discípulo Antonio Mini: “Disegnia Antonio, disegnia Antonio, disegnia e non perdere tempo”.
Qué buena gente Miguel Ángel!, sublime.
ResponderEliminarIsabel Navarro.