“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 28 de diciembre de 2010

Giro al infierno

Es evidente que los poetas, al menos tanto como los pintores, tratan casi siempre de asuntos o cosas que están a su alcance. Resulta que la laguna Estigia, que todos relacionamos inmediatamente con el último viaje que haremos tarde o temprano, estuvo, y no sólo en el mito, en el interior de una cueva que se abría en la ladera norte del monte Erimitis, que se levanta aún hoy al sur de la Tesprocia griega. En ella vertían algunos ríos que, según los antiguos griegos, regaban el reino subterráneo de Hades, y sobre todo el Cocito y el Aqueronte. Al parecer las almas de los difuntos aguardaban la llegada de Caronte, el mítico barquero de los muertos, en la bahía que el último formaba en un tramo esencial de su recorrido. Pero lo más asombroso, o quizá no tanto, es comprobar que esos lugares que por vez primera describe Homero en la Ilíada y la Odisea, y a los que aluden otros autores más tardíos pero con menor rigor geográfico, aún existen al noroeste de la Grecia continental.

Sorprendente o no, hay en la pintura de Joachim Patinir (h. 1480/85-1524) esa misma obsesión por el espacio en que debieron de ocurrir los acontecimientos fundamentales de la mitología, la religión o la historia, o cuando menos por la precisa representación de los sitios en que él ambientó esos mismos sucesos. Que se inspiró en territorios próximos a su lugar de trabajo es hoy una cuestión indudable: las formaciones rocosas que caracterizan sus pinturas parecen copias literales de los perfiles calizos próximos a las orillas de los ríos Lesse y Mosa. Así que no me extrañaría que el paisaje que protagoniza la tabla Caronte atravesando la laguna Estigia fuera realmente visto por Patinir. Al fin y al cabo, a los pintores lo que acaba interesándoles ante todo es el lugar donde ocurren las cosas, con todas sus irregularidades y todos sus imprevistos o, dicho de otro modo, en su más esplendoroso desbarajuste. Lo que ocurre es que otorgan luego un prodigioso orden al caos natural, y aquí Patinir ha dividido con claridad su pintura para que nadie se llame a engaños. El alma de un difunto ya ha sido recogida por el remero Caronte y ahora debe elegir entre el camino estrecho y tortuoso que lleva al Paraíso, a la izquierda, o la senda ancha y franca que conduce al Infierno, a la derecha.


Aunque empleado en el arte paleocristiano como representación del momento en que el hombre debe enfrentarse a su destino final, el asunto había sido poco representado hasta la segunda década del siglo XVI, cuando se supone que Patinir pintó su obra. La rareza del tema, la perfecta imbricación entre la mitología pagana y la escatología cristiana y la riqueza de los materiales ―el pintor empleó como pigmento el caro lapislázuli para conseguir sus intensísimos azules, y como soporte un par de tablas procedentes de un roble del Báltico― manifiestan que el cuadro fue pintado para un comitente exigente, hoy desconocido, que debía de contemplar la obra como un peculiar recordatorio o aviso de que la vida, entonces, era sobre todo una preparación para la muerte, y los sentidos, con las maravillosas sensaciones que brindan en todo momento, constituían el principal peligro al que el hombre debía enfrentarse por doquier. No en vano la entrada árida que, sin embargo, guía a las delicias azules del Paraíso se contrapone, en la otra ribera, a la exuberancia falsa que antecede los castigos del Infierno. Y parece que el alma ya ha elegido, pues torna su cabeza hacia la derecha tanto como la proa de la barca, haciendo caso omiso de las advertencias del ángel de la guarda que, desde lo alto de un montículo, señala hacia el otro lado, que es, claro, el bueno. Es posible que Patinir compartiera con su época un particular pesimismo avivado por la escisión que en aquellos años comenzaba a abrirse en el seno del mundo cristiano, o porque a la sazón proliferaron los tratados que advertían de que sólo dos de cada treinta mil almas encontraban el camino correcto. Por cierto, ¿habéis preparado ya el óbolo para pagar a Caronte, o acaso preferís seguir inmersos en el azul?

lunes, 27 de diciembre de 2010

Una tarde en San Isidro

En algún momento debería estudiarse, si no se ha hecho aún, la prolífica relación que siempre ha existido entre el milagro del agua y algunas de las más sugerentes leyendas de la hagiografía cristiana. En una de ellas se narra que Isidro, un humilde labrador que había nacido en torno al año 1080, hizo brotar para su señor Juan de Vargas y con un golpe de su azada un manantial de agua que le calmó la mucha sed que tenía. Con el tiempo, los que acudían asiduamente a beber de aquella fuente milagrosa descubrieron sus cualidades salutíferas, y por ello la zona se convirtió en un lugar de peregrinaje de tanta aceptación entre la feligresía madrileña que Isabel de Portugal, esposa del emperador Carlos V, ordenó construir algunos siglos después una ermita en aquel paraje, muy cercano a ese conato de río que es el Manzanares. El modesto edificio acabó convirtiéndose en iglesia neoclásica y la romería, a su vez, casi se transformó en una fiesta pagana que se celebraba todos los años el día 15 de mayo, festividad consagrada a aquel Isidro que finalmente fue canonizado en 1622 e instituido como santo patrono de Madrid. Después de oír misa en la ermita, en el mejor de los casos, los romeros aprovechaban el día para comer o merendar en la ribera del río, y la algarabía de la que disfrutaban, en tanto que se celebraba en un ambiente suburbano y componía un argumento alegre, era un asunto idóneo para ser representado en los tapices que a finales del siglo XVIII se preveía que decorarían el dormitorio que las infantas tenían en el palacio de El Pardo, un sitio real construido dos centurias antes al cobijo del generoso encinar que desde la sierra del Guadarrama se extendía hasta Madrid y que los monarcas habían utilizado desde entonces, o quizá antes, como cazadero.

Francisco de Goya, que desde 1775 trabajaba en la capital al servicio de la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, debía pintar unos bocetos para presentar el proyecto al rey Carlos III y, una vez recibido su visto bueno, los cartones sobre los que los operarios de la fábrica se inspirarían para tejer los tapices. Entre otros asuntos, el aragonés tenía que pintar “la pradera de San Isidro en el mismo día del santo con todo el bullicio que en esta Corte acostumbra a haber”, como le contaba en una carta a su amigo Martín Zapater fechada el 31 de mayo de 1788, y afrontó el trabajo “con mucho empeño y desazón”. Al fin y al cabo, pesaba sobre él la responsabilidad de tener que someter el boceto al juicio severo del monarca, pero además tenía poco tiempo para elaborar un cartón definitivo destinado al tapiz que, de haberse realizado, habría resultado el más grande de una serie de ocho, con más de siete metros de largo por tres de alto. La muerte de Carlos III en diciembre de 1788 y el cambio de planes en la decoración del dormitorio que aquélla acarreó, el propio ascenso de Goya en la Corte al ser nombrado pintor del rey dos años antes y la complejidad de llevar al tapiz el diseño del cartón, agostaron el proyecto, y de toda la serie sólo hizo el cartón para La gallina ciega, que con otras obras relacionadas con el grupo del Pardo se conserva en el Museo del Prado.


Aunque según confesó el encargo le quitó el sueño y el sosiego, Goya logró una composición que conjuga una poética vista de Madrid al atardecer con un gran número de figuras en muy distintas actitudes, y todo ello con una pincelada ligerísima y muy decidida. Fue ésta la última ocasión en que el pintor representó a la sociedad de la época sumida en un regocijo festivo. A la postre, como Watteau o Fragonard, Goya fue uno de los últimos artistas felices, al menos durante los años previos a la enfermedad que sufrió en 1792. Sólo basta recordar que los hijos o incluso los nietos de aquellos que disfrutaban del último sol de un día de mayo serían los que acuchillarían mamelucos o morirían fusilados por una batería de franceses veinte años después, o los mismos que deformarían sus rostros al cantar al son de una tenebrosa guitarra en esa otra romería, tan distinta, que Goya pintó en las paredes de la que en Madrid se conocía como la Quinta del Sordo y que, por cierto, también quedaba a orillas del Manzanares.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Café para todos

Siempre he disfrutado de unas vacaciones tardías y por eso a estas harturas todavía tengo enmohecidas las entendederas de tanto lorenzo y algún que otro chapuzón, así que en esta ocasión me voy a descolgar con una perogrullada aún más palmaria que las anteriores.

Tengo una tara: leo todos los suplementos culturales de la tierra patria, aunque no hay semana en que no me prometa no volver a hacerlo… Porque ya me diréis para qué. Salvo en algún caso raro, la crítica o el crítico de turno elogia a la amiga o al amigo no vaya a ser que no le llame para hacer bolos el año que viene, cuando no repite literalmente lo que le han pasado en una nota de prensa que, como cabe esperar, es siempre lisonjera. Cunde el proselitismo, que es la vanguardia de moda, así que uno no opina de lo que conoce, si es que lo conoce, sino de aquello de lo que pueda sacar más tajada. Esta inercia hace mucho rato que se ha impuesto en las hojas de los periódicos y nadie pide la voz y la palabra para impedir que acaben resultando tan sonrojantes como las tertulias bochornosas de la tele. A no ser que el enjuague o la metedura de pata sean mastodónticamente obscenos, balamos todos al unísono eso de “¡Café para todos!”. Pero a mí no me pidáis otro cortadito que se me soliviantan los nervios.