“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

lunes, 3 de diciembre de 2012

Un año para el centenario del Greco | 1614-2014



¿Qué podemos esperar de las muchas exposiciones que, consagradas al Greco en el cuarto centenario de su muerte, se organizarán en el cada vez más próximo año 2014?

lunes, 26 de noviembre de 2012

Sombra, y algo de lumbre



Durante los últimos treinta años los estudios sobre la literatura artística española del Siglo de Oro han demostrado la peculiaridad de los tratados españoles sobre la pintura y han conseguido desechar el prejuicio que hacía de ellos meras derivaciones de la teoría artística foránea, en particular la italiana. En este libro se recogen algunas de las ponencias que se presentaron en el Museo Nacional del Prado durante los días 14 y 15 de octubre de 2010, en las que se reflexiona sobre los alcances y las limitaciones de la teoría hispánica de la época y de la producción historiográfica que se ha publicado sobre la cuestión. Al tiempo que procura ampliar el canon de autores y tratados considerados hasta la fecha, este libro se propone también sumar otros discursos no puramente pictóricos al estudio de la teoría de la pintura del Siglo de Oro, ya que las reflexiones que se hicieron sobre ella entre 1560 y 1724 desarrollaron unas ramificaciones conceptuales que afectan a otros campos de investigación como el teológico, el jurídico o el sociológico y, en un sentido pleno, el antropológico. Por esa misma razón este volumen reclama la elaboración de una historia de la cultura visual del Siglo de Oro ampliada que reflexione sobre la “vida de la imagen” y los procesos de transformación a los que se vio sometida, sin olvidar en todo caso las cualidades estéticas y materiales de las obras de arte. Esos cambios desbordaron el propio estatuto de la imagen y por ello se advierte de la relevancia que podrían tener esas reflexiones para la consecución de una historia antropológica del arte hispánico.


Los objetivos últimos son reivindicar una vez más el alcance teórico y la riqueza de los tratados españoles del Siglo de Oro, demostrar de nuevo su intensa relación con el contexto específico en que fueron escritos, publicados, leídos y contestados y, con ello, ensanchar la investigación historiográfica sugiriendo nuevas vías de estudio que quedan ahora expeditas a futuros análisis.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Zozobras del Thyssen



Siempre se dijo que la del Museo Thyssen-Bornemisza fue durante un largo tiempo y hasta 1993 la mejor colección privada de arte del mundo, así que no pueden extrañar el revuelo y la alegría que causó entre las autoridades españolas la decisión que, hacia 1989, tomó el barón Hans Heinrich Thyssen (1921-2002) de trasladar a Madrid las obras que habían sido atesoradas por sus ascendientes y por él mismo a lo largo del siglo XX. Al fin y al cabo, la colección Thyssen vendría a colmar algunas de las carencias más notables de las colecciones españolas públicas o privadas y en particular aquellas relacionadas con los primitivos italianos y germanos, la pintura barroca holandesa, la pintura galante, el vedutismo italiano, la escuela inglesa, el impresionismo y el postimpresionismo, las vanguardias históricas, la abstracción americana y el Pop Art y, además, al ser ubicado en el antiguo palacio de Villahermosa, el nuevo Museo Thyssen-Bornemisza formaría junto con el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y el Museo del Prado un muy atractivo y tal vez muy rentable “triángulo del arte” en el Paseo del Prado o en sus inmediaciones. Pasadas ya dos décadas desde su inauguración el 10 de octubre de 1992 y más allá de las polémicas (también muy rentables) que durante los últimos años han caracterizado a las relaciones entre la institución y las potestades de turno, parece incuestionable que el Thyssen ha modificado por siempre el entourage artístico español.

No fue solo August Thyssen (1842-1926) quien cimentó la solvencia económica de su familia y sus descendientes con sus prósperos negocios en la industria del hierro y del acero, sino también quien comenzó la futura colección al encargar buenas copias de obras maestras auténticas y, tal vez sobre todo, al encomendar a su amigo Rodin la ejecución de seis esculturas que todavía forman parte de ella: La muerte de Atenas, La muchacha que confía su secreto a Isis, Cristo y la Magdalena, El Sueño, La muerte de Alceste y El nacimiento de Venus. Que él fuera el pionero es un dato que a veces se olvida sin duda porque fueron su hijo Heinrich Thyssen (1875-1947) y a su vez el hijo de este último, Hans Heinrich, quienes después enriquecieron y ampliaron la colección considerablemente. Hoy se estima que está formada por unas 1.600 piezas de grandes maestros y otros artistas menos conocidos que están repartidas entre los miembros de la familia y el Museo Nacional de Arte de Cataluña (que guarda una selección de obras del Gótico al Rococó), aunque el núcleo principal (unas 800 obras) se conserva en el museo madrileño y abarca el amplio arco cronológico que media entre el siglo XIII y los años finales del siglo XX.

Tal vez el mayor acierto de Heinrich Thyssen fue adquirir pinturas realizadas por algunos de los más destacados maestros antiguos durante la segunda y la tercera décadas del siglo XX mientras otros coleccionistas preferían comprar arte contemporáneo. En ocasiones se guiaba por su propia intuición, pero casi siempre recurrió al asesoramiento de especialistas de la talla de Rudolf Heinemann, Max Friedländer, August L. Mayer, Bernard Berenson o Friedrich Dörnhöffer, quienes, no por casualidad, eran destacados atribucionistas. La situación incluso mejoró para él con la crisis económica de los treinta que, además de socavar la economía europea, provocó la desaparición paulatina de importantes colecciones del viejo continente y, a su vez, el afianzamiento progresivo del coleccionismo americano. Mientras siguió obteniendo obras de arte en las subastas y en el mercado de arte, Heinrich apostó también por la difusión y celebró la primera exposición pública de su colección en la Neue Pinakothek de Múnich entre julio y noviembre de 1930. Las 428 piezas que se expusieron entonces manifestaron la riqueza del repertorio y la vocación universalista de su propietario, vocación que, de alguna manera, se ha mantenido como seña de identidad de una colección que no se fundamenta ni en capítulos concretos de la Historia del Arte ni en obras maestras de maestros determinados, por muy relevante que sea su presencia en ella. Posteriormente, la divulgación de la colección se consolidaría a partir de 1932 con la adquisición de Villa Favorita en Castagnola, a orillas del lago Lugano, cuyas galerías dedicadas a la exposición de las obras de arte de la familia fueron abiertas al público cinco años más tarde.

Tras su fallecimiento en 1947, la labor de Heinrich fue continuada por uno de sus hijos, Hans Heinrich, quien hasta 1954 hizo todo lo posible para comprar a sus hermanos las obras de la colección que les habían tocado en el reparto hereditario. Guiado, como él mismo afirmó en 1958, por su afán por “conservar la colección como la reunió mi padre y, en la medida de lo posible, completarla y ampliarla”, realizó nuevas adquisiciones de obras de maestros poco o mal representados en ella y fue responsable de su cambio de denominación: la que hasta entonces se había conocido como Sammlung Schloss Rohoncz pasaría a llamarse Colección Thyssen-Bornemisza. A Hans Heinrich se debió también la reapertura en 1948 al público de las salas expositivas de Villa Favorita, que habían sido cerradas en 1939 con motivo de la II Guerra Mundial, y un giro destacado en las compras, que siempre se guiaron por un gusto personal influido por la universalidad de su padre pero al que sumaba un interés inédito por el arte contemporáneo y alguna que otra inclinación personal como la que tenía hacia la pintura norteamericana del siglo XIX. En ese sentido, a comienzos de los años sesenta comenzó a comprar pintura contemporánea y la colección experimentó un aumento progresivo durante los años setenta y los ochenta que culminó con la ampliación de Villa Favorita y la definitiva instalación de la colección en Madrid, a partir de 1992, en el palacio Villahermosa.

Construido entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el palacio ha sido renovado y modificado en varias ocasiones y varias han sido las funciones que ha cumplido a lo largo de su historia hasta que, cuando se decidió ubicar en él la colección Thyssen-Bornemisza en 1989, fue readaptado por el arquitecto Rafael Moneo, quien en la medida de lo posible mantuvo la estructura originaria del palacio en torno a un patio rectangular y cubierto. Alrededor se disponen las salas de exposición, con las mayores dispuestas perpendicularmente respecto a la fachada que da al Paseo del Prado. En la planta superior, la luz natural cenital se combina con la luz artificial, que sin embargo predomina necesariamente en la primera y en la planta baja. A su vez, el tono sepia de las paredes define las salas dedicadas a los maestros antiguos, por así decir, mientras predomina el blanco propio del white cube en las de arte contemporáneo según una tendencia museográfica que comienza a ser, más que nada, un cómodo recurso.
De hecho, el recorrido comienza en la segunda planta y concluye en la planta baja probablemente por razones expositivas: la combinación de luz natural y artificial y la menor altura de las salas de las plantas segunda y primera se acomodan mejor a la pintura antigua (del siglo XIII a finales del los siglos XIII). A partir de la primera sala, el recorrido sigue un orden cronológico casi estricto, si bien se otorga mayor y mejor visibilidad, como es de esperar, a las obras maestras de la colección: el Díptico de la Anunciación de Jan van Eyck, el Caballero en un paisaje de Vittore Carpaccio, Jesús entre los doctores de Alberto Durero, el Retrato de una dama de Hans Baldung Grien, Giovanna Tornabuoni de Domenico Ghirlandaio, el Retrato de un hombre de Antonello da Messina, el Autorretrato de Rembrandt, La plaza de San Marcos de Canaletto, Habitación de hotel de Edward Hopper, Metrópolis de Georg Grosz y Arlequín con un espejo de Picasso, entre otras. Por otro lado, la propia disposición de las salas y su intercomunicación originan una cierta continuidad en el discurso expositivo, que apenas sufre rupturas o sorpresas violentas. Acaso lo más destacado de esa secuencia narrativa es la naturalidad con que ocurre entre los denominados maestros antiguos y los maestros modernos, revelando así una concepción que Hans Heinrich debía de tener de la Historia del Arte a tenor de las diversas entrevistas que concedió a lo largo de su vida a propósito de la formación de su colección. La ruptura ilusoria, la interrupción falsa que se da entre unos y otros sí se mantienen, en cambio y por razones obvias, en los catálogos razonados de la colección, que en su última edición de 2009 aún siguen distinguiendo entre la pintura antigua (hasta el siglo XIX) y la pintura moderna (desde la pintura norteamericana del siglo XIX hasta Lucien Freud, más o menos). 

Aún así, el desarrollo de la Historia del Arte que puede contemplarse en el Thyssen todavía hoy es la historia de siempre, la historia canónica promovida tal vez por las propias características de la colección que redunda, a su vez, en su exposición en las salas y galerías del Museo. Esa historia se divide a su vez en los capítulos más destacados del que aún podríamos seguir llamando, aun con problemas, arte occidental, de modo que a través de ellos se trenza la tupida, muy perfecta y heroica (aunque ilusoria) narración que comienza con la conquista progresiva de la representación mimética de la naturaleza por parte de los primitivos italianos que pudo ocurrir gracias al descubrimiento de esos poderosos instrumentos para ordenar el mundo que son la perspectiva y el dibujo, a los que se sumaron después la minuciosidad de los primitivos flamencos y su reinvención de la pintura al óleo. Estos hallazgos portentosos eclosionarían después definitivamente durante el Quattrocento italiano, que da paso a la pintura italiana, flamenca y germana del siglo XVI antes de rematar en una sala consagrada a los grandes venecianos: Tiziano, Tintoretto, Bassano y, congruentemente, el Greco, quien anduvo por Venecia y Roma entre, aproximadamente, 1567 y 1577 antes de emprender viaje a España, donde moriría en 1614. A su vez, una pequeña pero muy intensa sala da paso al también ilusorio Barroco con la Santa Cecilia de Caravaggio, el San Sebastián de Bernini y la Piedad y el San Jerónimo de Ribera, obras en las que se explicita el triunfo de un supuesto naturalismo fundamentado en el poder del claroscuro, para continuar en la pintura italiana del siglo XVIII en la que destacan con particular intensidad los vedutistas venecianos, y la pintura flamenca y holandesa del siglo XVII, que, sin duda, componen uno de los aspectos más notables de la colección.

Bien es verdad que esta disposición cronológica se matiza en algunas salas en que el criterio esencial es la exposición temática. Es lo que ocurre con una primera estancia dedicada al nacimiento del retrato como género autónomo durante la segunda mitad del siglo XV, en la que se unen las aportaciones de la pintura del norte de Europa con los aciertos de la pintura italiana y en la que comparten espacio nada menos que la Tornabuoni de Ghirlandaio con el retrato anónimo de Antonello, otro del supuesto Robert de Masmines por Robert Campin, el de Guidobaldo da Montefeltro por Piero della Francesca y el retrato de orante con un florero en el reverso de Hans Memling. La sala de retratos se prolonga después en una galería que se desarrolla en paralelo al Paseo del Prado y que se constituye como un remedo de las antiguas galerías con retratos de hombres y mujeres ilustres y donde pueden verse el supuesto Autorretrato de Lorenzo Lotto, el Retrato de un joven atribuido últimamente a Giulio Romano, el Retrato de un hombre de Correggio, el Retrato de una joven de Paris Bordone, Cosme I de Médicis por Bronzino o el Retrato de una mujer con un perro de Veronés, entre otros. Sin duda, así también se consigue aprovechar el espacio longitudinal de la galería, que a su vez se dilata temáticamente en las salas interiores adyacentes en las que se exponen otros retratos destacados.  Al fin y al cabo, la colección del Thyssen es extraordinariamente rica en lo que a retratos se refiere y eso se comprueba en todas y cada una de las salas de exposición y no solo en las consagradas a los maestros antiguos. Desde este punto de vista, es muy significativo que ese corredor alargado que hay en la planta segunda no se replique en la planta primera, en la que se ha preferido compartimentar el espacio en pequeñas estancias mucho más adecuadas a la exposición de paisajes, marinas, escenas de interior o bodegones.

El nexo de unión entre la parte final de la planta superior y el comienzo de la primera es el Grupo familiar de Frans Hals, que durante un tiempo se consideró un autorretrato del pintor con su familia. Es, sin duda, una estupenda continuación del tramo de la colección Thyssen formado por la pintura holandesa pues, a la postre, es uno de sus ejes más notables, probablemente el más importante junto con la pintura expresionista alemana. A las marinas de Jacob van Ruysdael y otros pintores contemporáneos y a algunos preciosos interiores de Pieter de Hooch, Gabriel Metsu o Nicolas Maes sigue una sala dedicada a la pintura de bodegones en que se exponen algunos prodigiosos de Willem Kalf; constituye un nuevo y radiante impasse en el recorrido cronológico, que continúa con obras fechadas entre los siglos XVIII y XIX para culminar con la pintura norteamericana decimonónica, a la que era aficionado Hans Heinrich y que forma una de las peculiaridades de la colección; y la pintura europea del siglo XIX. Los capítulos consagrados al impresionismo y al llamado postimpresionismo alcanzan unas altas cotas de calidad y dan paso, después, al fauvismo y al expresionismo alemán que, como decía, conforma otro de los fundamentos de la colección.

Finalmente, el recorrido culmina en la planta baja con las salas consagradas a las vanguardias, a lo que llaman en el propio Museo Thyssen “síntesis de la modernidad en Europa y en Estados Unidos”, el surrealismo tardío, la tradición figurativa posterior y, finalmente, el Pop Art. Así pues, según el discurso expositivo los hallazgos que se produjeron en el arte occidental desde esa época gloriosa que después dimos en llamar Renacimiento fundamentaron el desarrollo de las manifestaciones artísticas hasta el siglo XIX, cuando comenzó a abrirse una brecha en lo que podríamos llamar el gusto artístico que fue íntimamente unida a la suspensión de la jerarquía académica en lo referente a las instituciones artísticas, los géneros artísticos y el modo de ejecutarlos. De algún modo, y según se revela en la exposición de la colección permanente, algunos resabios de la tradición clásica (y, por ello, académica) sobrevivieron en la posterior tradición figurativa del impresionismo, el postimpresionismo, el fauvismo, el expresionismo, la nueva objetividad, el surrealismo y, en particular, del cubismo, que vendrían a amalgamarse a otras tendencias artísticas más experimentales de comienzos y, sobre todo, mediados del siglo XX para producir esa “síntesis de la modernidad en Europa y en Estados Unidos” a la que antes me refería. Lo cierto es que, su tras su apertura en 1992, fue la parte expositiva que más polémicas suscitó al otorgar al cubismo un papel de mediador entre las llamadas vanguardias históricas y las manifestaciones artísticas posteriores a la crisis de 1929, y lo que es un tanto sorprendente es que aún pueda sostenerse tal discurso con todo lo que ha ocurrido (tanto a nivel historiográfico como a nivel expositivo y museográfico) en los últimos veinte años. Quizá la mejor manera de celebrar el vigésimo aniversario del Museo y una trayectoria como la del Thyssen (por muy vapuleada que se haya visto en los últimos tiempos) sería modificar el recorrido expositivo que, como apuntaba antes, trasluce a la perfección lo que debió de ser la concepción del propio barón sobre su colección y, por tanto, sobre el modo en que sus obras se incardinaban en una muy particular trayectoria del arte occidental, pero que, por otra parte, manifiesta una visión de la Historia del Arte que se ha quedado añeja a estas alturas, por muy asentada y aceptada que esté.

A las obras que integraban la colección Thyssen, adquiridas por el Estado español en julio de 1993 por 350 millones de dólares, vinieron a sumarse después las pertenecientes a la colección privada de Carmen Thyssen-Bornemisza, obras que fue adquiriendo en connivencia con el barón desde mediados de los años ochenta. En ese sentido, la colección de Carmen Thyssen-Bornemisza prolonga las líneas generales de la colección de su marido, aunque también ha contribuido a afianzar algunos episodios particulares de la Historia del Arte como la pintura holandesa del siglo XVII, el vedutismo italiano del XVIII, el paisajismo del siglo siguiente, el impresionismo y las vanguardias históricas, ahondando a su vez en otros tramos de la colección primigenia como el del postimpresionismo que tanto gusta a la baronesa, y al que ha sumado una inclinación especial por la pintura española del siglo XIX y comienzos del siglo XX que ahora puede verse en el Museo Carmen Thyssen de Málaga. En 2002 la baronesa firmó un acuerdo de préstamo a largo plazo de parte de sus obras con el Estado español que fue muy beneficioso para ambas partes y que lógicamente ampliaba, aún más, la riqueza del núcleo originario del Museo Thyssen, cuyo edificio a su vez hubo de ser ampliado a partir de 1999 para poder albergar la nueva colección con un proyecto de los arquitectos Manuel Baquero y Robert Brufau y el estudio BOPBAA. Sin embargo, ese acuerdo ha sufrido algún zarandeo en los últimos años que a su vez ha ocasionado algún que otro episodio mediático bochornoso. A esto se han unido las disputas que han enfrentado a la baronesa con su hijo Borja Thyssen a propósito de Una mujer y dos niños junto a una fuente, de Goya, y El Bautismo de Cristo, de Corrado Giaquinto, dos obras que fueron reclamadas por el último; y, por si fuera poco, la sobresaltada apertura del museo malagueño, que también ocupó muchas páginas morbosas en los medios de comunicación. Dejando a un lado las polémicas más o menos justificadas, desde mi punto de vista lo más relevante es que ahora las paredes de las salas en las que se expone parte de la colección de la baronesa en el museo de Madrid presentan más huecos de los deseables y manifiestan a qué grado han llegado las conversaciones entre la baronesa y el Estado a propósito de la gestión, la cesión o la compra de su colección. Por lo demás, un último y lamentable episodio ha contribuido a ahondar la zozobra en que parece inmersa la institución a pesar del éxito que han cosechado o están cosechando exposiciones temporales como la dedicada a Antonio López o la que últimamente se ha organizado en torno a Edward Hopper; me refiero a la recentísima venta en Londres de La esclusa de John Constable, que no solo era una de las obras maestras de la colección de la baronesa sino probablemente una de las obras maestras del pintor. Junto a esta crisis que nos golpea un día para rematarnos (aunque nunca definitivamente, por ahora) al siguiente, estas noticias luctuosas parecen anunciar un panorama más negro que la hendidura premonitoria de una de las mejores obras de Lucio Fontana, Venecia era toda de oro, que también puede verse en el Thyssen. ¿Qué habrá más allá, en aquel espacio posterior que se atisba dentro del corte abierto en el centro del lienzo?

martes, 21 de agosto de 2012

Como un juego de niños

“… acabad lo comenzado en las nubes”.
Johann W. Goethe, Sobre la arquitectura alemana, 1772

No sé por qué en los últimos años les ha dado a los pintores y a los escultores, y no digo ya a los arquitectos y a los diseñadores, por llamar estudios a los lugares en que trabajan para ir dando forma a esa “cierta idea que me viene a la mente” a la que se refería Rafael con una modestia que a aquellos les falta, como si esos estudios en que pretenden atrapar y materializar tal idea otorgaran a su trabajo una dignidad que deben de pensar que no tiene probablemente porque se hace con las manos. Algunos hay que llaman templo a su estudio como si fuera el lugar —sagrado, claro— en que se manifiesta la idea y a veces incluso se encarna; supongo yo que ellos se considerarán, por lógica, los sacerdotes de su arte, que crean y a su vez administran porque a la humanidad se lo deben. También sé de algunos de esos que consideran estudios a los lugares en que trabajan que oficialmente los llaman talleres, pero eso debe de ser fruto de su mala conciencia… De modo que me malicio que detrás de tanta pomposidad no puede haber más que un deseo, inconfesado por inconfesable pero también un tanto banal, por alejar su trabajo de lo que siempre fue: un intento por ir dando forma lentamente a la materia, sea esta cual sea, y, lo mejor de todo y a pesar de lo que ellos piensen, con sus propias manos.

Así que prefiero a los pintores, los escultores, los arquitectos y los diseñadores que trabajan en un taller donde, a diferencia de los impecablemente pulcros estudios en que todo parece estar colocado según un mortífero orden geométrico, las pinturas, las esculturas o los dibujos se mezclan en alegre montón con las herramientas de trabajo y con un modesto menaje que hace más llevadera la labor cotidiana: una cafetera, unos platos y unos vasos, unos cuantos cubiertos y un hornillo de gas. Y es que lo que parece claro, o así se le presenta a cualquiera que haya visitado un taller de pintor, de escultor, de arquitecto o de diseñador —dicho esto en el más pleno sentido de sus oficios—, es que en los talleres se manifiesta una prodigiosa discontinuidad que no existe, que no puede existir en los estudios, en los que todo queda ordenado y por tanto jerarquizado según una continuidad letal que permitirá, eso sí, que la idea se manifieste en todo su esplendor abstracto.

En realidad, es la discontinuidad lo que determina el carácter peculiar de los dos talleres de escultor que más me gustan, el de Brancusi y el de Giacometti y que tanto se diferencian, por cierto, de ese estudio que tanto predicamento tuvo y tiene y que perteneció al pintor Francis Bacon: basta con echar un vistazo somero a las fotografías que se conservan o a la reconstrucción que se ha propuesto en la Hugh Lane Gallery de Dublín para darse cuenta de que en medio del caos fingido afloran, acá y allá, las referencias para entender su pintura atormentada como, por ejemplo, la monografía que Jonathan Brown publicó sobre Velázquez o las botellas de whisky, así que me parece que su estudio es tan impostado como sus declaraciones a David Sylvester. En la visita que puede hacerse aún al taller de Brancusi muy cerca del Pompidou de París o en las fotos que Brassaï, Elie Lotar o sobre todo Ernst Scheidegger hicieron del taller de Giacometti, se manifiesta de forma palmaria que es justamente de aquella prodigiosa discontinuidad de los talleres de la que algo puede brotar casi espontáneamente como si de una planta se tratara, así que no me extraña nada que Giuseppe Penone haya dicho que “crear una escultura es un gesto vegetal”[1]. Como se verá, Mar Solís podría suscribir esta frase sin pensárselo dos veces.


La mañana de marzo que fuimos al lugar en que hace sus esculturas ella estaba cándidamente abochornada porque no había podido ni ordenarlo ni limpiarlo. Las disculpas que en otra ocasión me habrían puesto a la defensiva comenzaron a desvanecerse en el momento en que ella se refirió a él como su taller y acabaron por disolverse del todo cuando entramos en una enorme nave industrial de las afueras de Madrid en que las esculturas que ahora se exponen en el IVAM convivían con los martillos, las lijadoras, las cortadoras, los disolventes, las pinturas, los pinceles, los papeles, las maderas, las sillas, los sillones, los cuadernos, los lápices, las hojas de metal, “la prensa, la gubia y el barniz, las herramientas del carpintero” como dice Jorge Drexler en una canción y también el polvo, el mucho polvo y el serrín y las colillas de los cigarrillos que alguna vez fueron. Y todo, como decía, en un alegre montón, en un alborozado desbarajuste. Incluso al fondo del taller había una mesa con unos pocos vasos, unas cucharas, una tetera, una caja con magdalenas y un microondas al amparo de una postal que reproduce la célebre fotografía que Robert Mapplethorpe hizo en 1982 a Louise Bourgeois, como si la escultora fuera la diosa benéfica del lugar. No ha faltado quien ha relacionado las obras de una y otra y la propia Mar Solís reconoce la ascendencia de Bourgeois en su quehacer[2], pero me parece que hay cuestiones esenciales que diferencian las labores de las dos.

Así que, como no podía ser de otra manera, Mar Solís trabaja en un taller. Ella siempre se refiere a la construcción de sus esculturas y lo hace como si se tratara de un trabajo artesanal —¿qué, si no? — y a las seis manos que usa para ir dándoles la forma definitiva, las suyas y las de sus dos colaboradores. Evidentemente, eso solo puede hacerse en un taller y no en un estudio, entre otras cosas porque el carácter del espacio en que uno trabaja puede condicionar y de hecho condiciona su labor. Bien lo sabe la propia Mar, quien cuando anduvo de becaria por Londres únicamente consiguió alquilar un minúsculo apartamento que la obligó a dedicarse a dibujar porque el espacio ínfimo no daba para más. Después, los trazos de esos dibujos que iba haciendo en sus cuadernos fueron convirtiéndose, progresivamente, en recortes que hacía con las tijeras o con el cúter y que iban modificando el aspecto de las hojas de los cuadernos, y en un estadio posterior esos recortes fueron uniéndose unos con otros, intersecándose y entremezclándose para crear volúmenes de papel que solo en muy pocas ocasiones requirieron añadir otros materiales ajenos al cuaderno en que en esos momentos trabajaba. Fue como dar rienda suelta a la vocación escultórica y espacial que hay en todo dibujo, o lo que es lo mismo: a través de un mero proceso de investigación formal y sin explicitar esas neuras tan propias de los artistas contemporáneos que acaban tiñendo sus obras de intensísimas vivencias personales —que, dicho sea de paso, solo interesan al propio artista—, Mar Solís consiguió que el dibujo de sus cuadernos se hiciera escultura por una doble razón: la vocación espacial que hay, como digo, en todo dibujo, y que es análoga a la que ha impelido a Mar en su trabajo escultórico desde el comienzo.

Como en esto del arte de lo que se trata es de no tener las manos quietas, tal vez lo más prodigioso de sus cuadernos es que los recortes que van conformando esas pequeñas esculturas de papel pueden ser montadas y desmontadas a placer introduciendo unos recortes en otros, moviendo las manos y los papeles todos a una para que el que tiene el cuaderno en su poder, o sea entre sus manos, se convierta, jugando y jugando, en un escultor propiamente dicho mientras reitera el juego que antes, mucho antes quizá, Mar Solís llevó a cabo para ir dando forma a sus cuadernos-escultura. Cuando estábamos trasteando con esos preciosos cuadernos, Mar dijo que aquello era “como un juego de niños”[3] y yo recordé entonces aquello que Schiller dijo en su Epístola XIV a propósito de la producción de las formas artísticas: que eran originadas por el impulso congénito de los hombres a jugar, y que es lo que parece que hace Mar Solís cuando está en su taller. Efectivamente, parece indudable la relación ancestral y primigenia entre el arte y el juego; Huizinga ha escrito cosas maravillosas sobre ello:

“Cualquiera que haya concurrido a una sesión aburrida con un lápiz en la mano sabe de esto. En ese juego despreocupado, apenas consciente, que consiste en trazar líneas y llenar planos, surgen fantásticos motivos ornamentales, a veces enlazados con formas humanas o animales, igualmente caprichosas. Prescindiendo de la cuestión de a qué impulsos subconscientes pretende atribuir la psicología este arte del aburrimiento, sin preocupación alguna podemos denominar juego a esta función, aunque, sin duda, del grado más bajo, a la par del juego de un nene, ya que le falta, por completo, la estructura superior del juego social organizado”[4].

Como decía, no por casualidad nuestra visita al taller comenzó, por el propio deseo de la escultora, con los cuadernos de dibujo que ha ido haciendo durante los últimos años. No podía ser de otro modo porque en ellos ya está, in nuce, la escultura que será. En la obra de Mar Solís el dibujo es inherente al proceso escultórico o, mejor dicho, dibujo y escultura no son dos fases del proceso creativo, sino la misma. De hecho, tampoco es casual que algunas de las esculturas que ahora expone hayan, por decirlo de algún modo, vuelto a su origen convirtiéndose en los dibujos que sus sombras proyectan sobre el suelo o sobre las paredes de las salas de la exposición o que se transforman en dibujos propiamente dichos, expandiéndose por el piso y por los muros y rompiendo así los límites impuestos necesariamente a la escultura tanto por la naturaleza del material del que está hecha como por la propia concepción inicial de dicha escultura. Más de una vez Mar Solís ha confesado que está obsesionada con las sombras que arrojan sus obras, el tratamiento que les da la luz natural[5], y es que no en vano es la luz, y no tanto las herramientas o las manos del escultor, las que terminan por hacer la escultura; la luz es, en verdad, la que ahueca, la que ahonda, la que realza, la que hace brillar, la que subraya y acentúa, la que esculpe. De ese modo, los contornos de la escultura se transforman, de nuevo, en dibujo, y por ello dibujo y escultura son una y la misma cosa, una y la misma obra. Mar Solís devuelve a la escultura a su estado primigenio, el del mero dibujo, evidenciando de tal manera esa mutación milagrosa, esa transformación que me pregunto si no será la finalidad de toda producción artística si es que de tal cosa podemos hablar aún.

En todo caso, y por supuesto, las obras de Mar Solís también están impregnadas de sus vivencias, y particularmente sus cuadernos de viaje, que siempre están relacionados con experiencias vividas en Damasco o en Lanzarote por poner solo dos ejemplos entre otros. Pero, como decía, sus esculturas están más allá de esas vivencias porque son, sobre todo, búsqueda formal a partir del material y contra el material. En esta ocasión expone esculturas realizadas con madera de caoba, una madera amable cuyas vetas, muy unidas entre sí, la hacen muy moldeable y maleable y presta a ser de-formada para crear la escultura y, con ella, modificar el espacio que la rodea. Mar Solís va decantando la forma con la materia y en contra de la materia a la búsqueda de esa concepción primigenia que después es modificada durante el proceso de trabajo. Es en esa ejecución donde la escultura cobra vida para no perderla ya y otorga vida a la par al espacio circundante, que la condiciona y que es a su vez poderosamente condicionado por ella. Ello es fruto de esa vocación espacial a la que me refería antes, que parte de los dibujos y que culmina en la sala de exposiciones con un brevísimo ensayo en el taller. Mar Solís materializa así una poética del espacio en la que el interior y el exterior de las esculturas se confunden. Cada una por separado constituye una suma de espacios: los que crea cada escultura y los que crean sus sombras o, en su defecto y todavía a veces ensamblándose y fusionándose a ellas y con ellas, los dibujos que se diseminan por suelos y paredes; todos al unísono dan lugar a la creación de un espacio único que es aún más subyugante en la sala de exposiciones porque se une a los espacios que crean las demás esculturas unidos a sus sombras o a sus dibujos en un continuum. Tan importante es, pues, el espacio que crean las esculturas como el que media entre ellas[6], distanciándolas y enmaridándolas a la vez, pues configuran una suerte de tela de araña en la que el espectador es atrapado; es aquí, quizá, donde mayor conexión encuentro entre las esculturas de Mar Solís con algunas de las obras de Bourgeois. Las obras de Mar Solís son esculturas, sí, pero también son instalaciones puesto que intervienen en el espacio y lo transforman y, por tanto, lo des-cubren o ayudan a re-des-cubrirlo, a re-dibujarlo. A la vocación espacial se une esa vocación escenográfica que tan importante es en la labor de Mar Solís y que ha sido subrayada en más de una ocasión pero, en todo caso, con su trabajo propone no ya solo una modificación escenográfica del espacio, sino también una invitación al espectador a pasear entre sus esculturas y, lo que es más importante aún, a adentrarse en ellas para sentir una paradójica sensación.

Por un lado, el espectador experimenta la tranquilidad acogedora que puede disfrutar al amparo de los árboles; las esculturas de Mar Solís le ofrecen cobijo y el espacio que configuran espera a ser habitado como un rincón gozoso y tranquilizador. De nuevo Penone lo ha expresado mucho mejor de lo que yo pudiera pretender:

“El espacio nos precede. El espacio ha precedido a nuestros antepasados. El espacio continuará después de nosotros. Fosilizar los gestos segura o posiblemente realizados en cierto lugar disminuye el uso potencial del espacio, pero define el propio espacio”[7].

¿Podría ser casual que Cuadernos de Rincón se titulara aquella exposición que Mar Solís organizó en la Galería Raquel Ponce de Madrid, o que Rincones fuera el título de la muestra que se organizó en el Palacio de Pimentel de Valladolid?

Por otro lado, también existe en las esculturas de Mar Solís una amenaza latente y continua que procede de la ligereza solo aparente del material y de sus contornos vivos, sinuosos en su mayor parte y, no obstante, cortantes y lacerantes siempre. Las maderas que conforman las esculturas se deslizan unas contra otras y engendran las formas que a su vez generan otras formas, pero no se resuelven en una continuidad sino que subrayan, con sus cortes, con sus discontinuidades, su condición de fragmentos. De la unión de esos fragmentos, de esos pecios, nace la escultura y con ella el espacio, modificado por siempre, y de ahí nace también esa amenaza, ese aviso, como ocurre también en los bosques, entre los árboles.

De la misma manera que la escultura vuelve a convertirse en dibujo en algunas de las obras que se exponen en el IVAM, en ocasiones la madera de caoba retorna a su condición arbórea ya que, en efecto y como quería Penone, crear una escultura es un gesto vegetal. Debajo de las formas ojivales que adoptan las esculturas me acordé del célebre panfleto en que Goethe defiende con denuedo los hallazgos de la arquitectura alemana frente a las injurias clasicistas del abate Laugier comparando la catedral de Estrasburgo con

“un árbol enormemente ancho, que con miles de ramas y millones de ramitas y hojas, tantas como los granos de arena que hay junto al mar, anuncia la magnificencia de su maestro, el Señor”[8].

Dejando aparte las veleidades religiosas y espirituales del Goethe joven, ¿acaso no podríamos pensar que las esculturas de Mar Solís presentan esa misma milagrosa ligereza de los árboles de los que sale la madera con que talla sus obras?

Junto con la lucha con el material, en las obras de Mar Solís se evidencia además el enfrentamiento con el peso y con la gravedad que determina la creación escultórica. Al ser recreado en la sala de exposiciones, el desafío que la escultura presenta a la atracción de la tierra, venciéndolo aunque sea momentáneamente con los lábiles apoyos puntuales con los que las esculturas se sostienen en el suelo o en la pared, el espectador se enfrenta a una de las emociones más intensas que pueda tener: la del peso de su propio cuerpo, como ocurre cuando salta sobre una cama elástica o goza por un instante del vuelo ficticio mientras se balancea en un columpio y consigue frenar, transitoriamente, las fuerzas gravitatorias que nos atan, por momentos con demasiada fuerza, al suelo que pisamos.

Y ahora para acabar ya vuelvo al comienzo: el taller donde Mar Solís va dando forma a sus esculturas desde los dibujos que hace sobre el papel artesanal fue en origen una antigua fábrica de hélices destinadas a coronar los modernos molinos de viento, unas hélices que recuerdan la ligereza del viento que las mueve, pero también la portentosa discontinuidad de su soplo. Esa misma discontinuidad es la que hay en el taller de Mar Solís, la que se celebra del mismo modo en la sala de exposiciones y que antes se ha manifestado entre las paredes de su taller donde ella se pone manos a la obra con la alegría que caracteriza a los juegos de los niños. Como si todo lo sólido se desvaneciera en el aire. Y la madera, también.




[1] Citado en Celant, Germano: Giuseppe Penone. Milán-París, Electa-L. & M. Durand-Desseret, 1989, p. 158.
[2] Revuelta, Laura: “Mar Solís. Coreografía escultórica”, en Cuadernos del IVAM, n.º 18 (2012), pp. 48-55.
[3] Lo ha repetido en otras ocasiones; véase, por ejemplo, la entrevista que le hizo Isabel Bugallal y que se publicó en La Opinión Coruña el martes 8 de julio de 2008.
[4] Huizinga, Johan: Homo ludens. Madrid, Alianza, 2011, p. 213
[5] En la entrevista de Braulio Ortiz publicada en El diario de Sevilla el 21 de abril de 2011.
[6] Marín Medina, José: “Mar Solís: escenario de esculturas”, en El Cultural, 13 de febrero de 2009.
[7] Op. cit., p. 116.
[8] Goethe, Johann W.: Escritos de arte. Traducción, edición y notas de Miguel Salmerón. Madrid, Editorial Síntesis, p. 35.