“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

lunes, 13 de junio de 2011

Apoteosis del pastiche

Si hoy he decidido hablaros de la casa del arquitecto británico John Soane (1753-1837) es por lo que esa casa puede desvelar de nuestra relación con el pasado y, más concretamente, con las obras de arte y sobre todo con la arquitectura antigua. Pero esto es ir demasiado deprisa y quizá convenga al menos resumir algunos de los avatares por los que ha pasado esa morada excepcional para llegar a ser un museo que, si bien estuvo varias veces a punto de desaparecer, hoy recibe unos 90.000 visitantes al año.

En 1788 Soane había sucedido a Robert Taylor en la dirección de las obras del Banco de Inglaterra y esa bonanza profesional fue afianzándose con los años, lo que le permitió adquirir algunas propiedades en los entornos de Londres. Sin embargo, a poco de morir su riquísimo suegro en 1790, él y su mujer compraron un inmueble en el número 12 de Lincoln’s Inn Field que, situada en el West End, es una de las más grandes y placenteras plazas públicas de Londres. Años después, en 1810, Soane decidió vender su casa de campo en Ealing para poder adquirir la finca del número 13 de Lincoln’s Inn Fields, ampliar la vivienda familiar y ganar espacio para amontonar la enorme cantidad de objetos y obras de arte de lo más variopinto que había comenzado a coleccionar tras su nombramiento como profesor de la Royal Academy en 1806. Con el tiempo este edificio se convirtió en el núcleo esencial del actual Sir John Soane’s Museum, al que él mismo agregó en 1824 la vivienda del número 14.

Soane pretendía convertir su residencia en una academia de arquitectura a la que sus alumnos y ayudantes pudieran recurrir para estudiar las numerosas maquetas de arquitectura, los calcos de yeso que reproducían algunos modélicos fragmentos arquitectónicos y ciertas esculturas célebres, o acudir a su bien nutrida biblioteca. Por lo demás, es probable que con la compra de los edificios adyacentes quisiera materializar su proyecto de convertirse en el fundador de una dinastía de arquitectos como, por ejemplo, la de los Adam. Otra cosa es que los planes se torcieran debido sobre todo a la mala relación que mantuvo con sus dos hijos, de los cuales uno murió muy joven y el otro tuvo varios problemas con la Justicia. Fue esta circunstancia la que lo inclinó a acudir al Parlamento británico en abril de 1833 para asegurar la conservación de la casa y su colección, y el acta parlamentaria en que se establecía la creación de un patronato de nueve miembros, la apertura gratuita al público, y en especial a los estudiantes de arte, y el mantenimiento del aspecto de la propiedad fue ejecutada a la muerte de Soane en 1837.

Por cierto que con su acopio desmesurado de objetos, apagados por la parca reflexión de luz que ofrece el yeso del que la mayoría está hecha, junto con la proliferación de antiguas urnas cinerarias a las que Soane parece que era tan aficionado como a proyectar arquitectura funeraria, dan a esta casa un aspecto bastante luctuoso que ya anuncia la propia fachada, en cuyos balcones abundan los estrígiles inspirados en los que decoraban los sarcófagos romanos y paleocristianos. Además, una de las peculiaridades más memorables de la casa de Soane es la destacada escasez de ventanas, circunstancia que en una ciudad como Londres es algo más que un problema anecdótico. Para poder iluminar su interior Soane recurrió a la apertura de claraboyas en los tejados, una solución que había aprendido durante su viaje a Italia de las antiguas termas y los viejos palacios y que ya había ensayado en otras obras. Buena parte de la iluminación, por tanto, procede de arriba, lo que contribuye indeciblemente a enrarecer el ambiente, pero además Soane decidió teñir los cristales de amarillo para conseguir una “lumière mysterieuse” que mejoraba la apariencia formal tanto de las maquetas como de los calcos que abarrotaban las estancias: las maquetas ofrecían una Historia abreviada de la arquitectura y de la propia obra de Soane; los calcos, que reproducían elementos arquitectónicos ideados para la decoración fundamentalmente exterior de los edificios antiguos, se convertían en casa de Soane en adornos interiores y, a la par, en objetos de esa misma Historia iluminados por una luz ficticiamente mediterránea.


Así que para mí que esta casa de Soane recuerda mucho a esa otra rara morada que, no sin razón, a Cyril Connolly le pareció no “la casa de la vida” como le habría gustado a su dueño, sino “la casa de la muerte”. Me refiero a la que Mario Praz tenía en la Via Zanardelli de Roma, en el Palazzo Ricci. Porque ¿qué habría de ser esta acumulación enfermiza de objetos que lo único que consiguen es que recordemos lo que ya ha pasado, lo que ya no es? Y no hablo sólo de las reproducciones de partes de edificios que ya no existen, sino también y quizá sobre todo de alguna que otra máscara mortuoria que Soane tenía colgada junto a aquellos calcos de escayola y del sarcófago de Seti I que, fechado hacia el año 1350 a. C., él compró en 1824 en la almoneda de los bienes de Giovanni Battista Belzoni (1778-1823) y colocó muy cerca de los cimientos de su casa, como si ésta surgiera de su interior fúnebre. No en vano el propio Praz recuerda en el último de los capítulos de su libro que “Casa de la Vida” era el nombre que los antiguos egipcios daban al lugar en que se conservaban las momias, así que, en efecto, las casas de Soane y Praz tienen que tener algo más en común que esa acumulación atosigante de objetos y la razón debe de estar en el parecido carácter que uno y otro propietario debían de compartir. 



Praz acaba así el capítulo que dedica al tocador de su apartamento: “Me veo convertido en objeto y representación yo mismo, pieza de museo entre piezas de museo, ya distante y lejano, que como Adán en el pavimento de mármol grabado de la iglesia de San Domenico en Siena me he mirado en un espejo ‹‹ardiente›› convexo y me he visto no más grande que un puñado de polvo”. Él habla de un espejo convexo y también de polvo, y lo más curioso es que la casa de Soane está repleta de unos y de otro. Cientos de espejos convexos de todos los tamaños reflejan la luz por doquier, tanto encima de las chimeneas como en las librerías, en las esquinas de las habitaciones y en los intradoses de los arcos, y me parece que la fascinación del arquitecto por ellos no estriba en que consiguiera iluminar sus habitaciones con la luz reflejada y lograra así aliviar los problemas crecientes de su vista vieja y cansada, sino precisamente por devolver una y otra vez, hasta el infinito, las imágenes de los cachivaches que lo rodeaban e incluso la suya propia. Creo que Soane, como Praz, pretendía convertirse él mismo en pieza de museo o, dicho de otro modo, en un calificado fragmento de la Historia. No hay nada más que comparar el pastiche revuelto de falsas antigüedades egipcias, romanas, medievales y orientales que se acumulan en las habitaciones de representación de la casa de Soane, con la austeridad de sus aposentos personales. Aquí el recogimiento íntimo, y allá la multiplicación especular y el fragmentario espejismo que es aspirar a entender algo de esa Historia, tan ilusorio como la imagen que esos mismos espejos arrojan.