“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

viernes, 16 de diciembre de 2016

El Greco, estrábico e isquémico

El pasado 2 de diciembre se publicó en Journal of the Neurological Sciences una carta al editor de la revista en la que Raffaella Bianucci, antropóloga de la Universidad de  Turín; Fernando Marías, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid y académico de la Real Academia de la Historia; y Otto Appenzeller, de la New Mexico Health Enhancement and Marathon Clinics Research Foundation, plantean la hipótesis de que el Greco sufriera algunos problemas neurológicos desde finales del siglo XVI y que su estado se agravara en los últimos años de su vida, circunstancia que, lógicamente, habría repercutido en su última producción. Del artículo se hizo eco Manuel Ansede en las páginas digitales de El País en su edición del 15 de diciembre

Según la nueva hipótesis, el Greco habría sufrido “congenital enophthalmos, strabismus and probable amblyotopia”, y así lo argumentan a partir del análisis del supuesto Autorretrato que el cretense pintó hacia 1595-1600 y que se conserva hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York. 


Enoftalmos es el hundimiento de un globo ocular de tamaño normal dentro de la órbita ocular, y puede producirse por el avance de la degeneración física en personas de edad avanzada, particularmente por la pérdida de grasa en la zona; por deshidratación; o por razones congénitas, que es lo que aventuran los autores de la carta a propósito del ojo izquierdo del retratado. La ambliopía es una disminución de la agudeza visual, y como dicen los autores “is a common consequence of strabismus in modern patients”, anomalía que podría haber sufrido el Greco según ellos “in the absence of right kind of intervention”. Todas estas anomalías afectan más al lado izquierdo del retratado, lo que relacionan los autores con una “anosognosia, a failure to be aware of specific impairments resulting in his case, because of his age, after a ischemic stroke he suffered earlier”. Este accidente isquémico explica, según los autores, que el lado izquierdo de la frente esté menos arrugada; que la oreja de ese lado sea más grande y de forma diferente; que el músculo temporal y la mejilla, también de ese lado, sean atróficos y que el pliegue nasolabial sea más profundo; que la comisura de la boca esté ligeramente fláccida; y, finalmente, que los pelos del bigote y la barba en el lado izquierdo sean más largos y desaliñados, pistas de que el Greco, o quien fuera el retratado, tenía dificultades para arreglarse esa parte de su rostro. Los autores concluyen que “these signs may be consistent with a right parietal lesión resulting in partial loss of awareness of his left face”, lesión que habría sufrido a finales del siglo XVI -cuando se fecha el retrato, que podría haber pintado como testimonio del accidente-, y que vinculan con que, a partir de 1608, el Greco sufrió una agrafia patente en algunos documentos manuscritos y que hace casi ilegible su firma en el inventario que firmó poco antes de morir en 1614, lo que podría ser síntoma a su vez de que sufrió otros accidentes cerebrovasculares que, a la par, podrían relacionarse con su producción artística final y sobre todo con las diferencias de calidad entre unas obras y otras.

A favor de la nueva hipótesis están los indicios que pueden apreciarse en los propios documentos, no tanto desde finales del siglo XVI y comienzos del XVII, sino sobre todo a partir de 1608, cuando parece cierto que la firma del Greco en los contratos o en otros documentos cambió tal y como se deduce del artículo de J. C. Galende Díaz al que remiten los autores y que en parte reproduce Ansede en El País. De hecho, la caligrafía es más parecida a la del hijo del Greco, Jorge Manuel, aunque también podría haber firmado otra persona del entorno del pintor, si bien esto no necesariamente tiene que relacionarse con un supuesto accidente en la salud del cretense. También es verdad que, en 1608, el Greco firmó el contrato para hacer los retablos y las pinturas a ellos asociados para el hospital Tavera de Toledo, y en una de sus cláusulas se explicita que en caso de accidente o muerte del pintor, el responsable del encargo sería su hijo Jorge Manuel, como finalmente acabó ocurriendo tras la muerte del Greco en 1614. Lo cierto es que habría que comparar con otros contratos de la época para saber si era esta una cláusula habitual o no. Además, hay que tener en cuenta que, por entonces, el Greco, nacido hacia 1541, contaba con unos 67 años, edad avanzada para la época, y que podría hacer pensar que la cláusula no estaba necesariamente unida a la falta de salud del Greco, sino más bien a su avanzada edad. En cualquier caso, lo que queda por resolver es la diferente caligrafía que comienza a aparecer en los documentos a partir de 1608.

Sin embargo, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que no hay certeza absoluta del que el retrato del Metropolitan sea, en realidad, un autorretrato del Greco. El propio museo titula la obra “Portrait of an Old Man”, pues son tantas las propuestas que afirman que es un autorretrato como las que no. Una prueba, no del todo concluyente, de que pudiera tratarse de un autorretrato, es la representación frontal del retratado como se ha apuntado en ocasiones. Ahora bien, hay que pensar que el Greco hizo otros retratos frontales, como el Caballero de la mano en el pecho, cuyas características físicas, por cierto, son semejantes a las descritas en la carta de la que hablo.

Si nos atenemos sólo a lo que en esa carta se expone, no parece evidente que el retratado parezca más estrábico de lo normal -casi todos lo somos en mayor o menor medida-, rasgo que junto a lo que se dice sobre la frente, la oreja, el músculo temporal, la mejilla, el pliegue nasolabial y la boca, podrían haberse debido a dos razones esencialmente. La primera es la edad avanzada del retratado, que genera ineludibles deformidades físicas como el agrandamiento de nariz y orejas, el afinamiento de los labios, arrugas, etc. La segunda es meramente artística, es decir que pudo deberse a razones compositivas para abolir lo que de otro modo habría sido una excesiva frontalidad -y con ella, un retrato “muerto”- y para conseguir, a través de estos sutilísimos matices y diferencias entre las dos mitades del rostro del retratado, la vivacidad que emana del retrato del Metropolitan. Que los pelos del bigote y la barba en el lado izquierdo sean más largos o no es una prueba más de que uno ve en las pinturas lo que quiere ver.

En definitiva, soy bastante escéptico a propósito de los diagnósticos que los médicos actuales -tanto en pro como en contra: Ansede cita a un también escéptico Enrique Santos Bueso, oftalmólogo- puedan hacer sobre "pacientes" del pasado y, por tanto, ya muertos, a partir sólo de fuentes gráficas y sin la posibilidad de recurrir a restos biológicos.

La cuestión más interesante, desde mi punto de vista, y que vuelve a poner sobre la mesa la carta del Journal of the Neurological Sciences, es la diferencia de calidades en la producción última del Greco, un asunto este que apenas se trató en el "Año Greco" y que la exposición El Greco. Arte y oficio, sólo contribuyó a enmarañar aún más. En la historiografía especializada hay una tónica común para hacer de Jorge Manuel, hijo del Greco y miembro de su taller si es que no llego a tener taller independiente, un pintor mediocre. Esto, a su vez, se relaciona con obras de buena calidad o, por el contrario, de escasa calidad que han estado o están en el mercado, ya que la diferencia en la tasación de un original del Greco respecto a una obra de Jorge Manuel o de miembros de su taller es abismal, por supuesto. Esta circunstancia no tiene por qué relacionarse estrechamente con la falta de salud del Greco a partir de 1608, aunque podría ser, con lo que afectaría a la valoración de su última producción. Significativamente es un tema del que no se habla o apenas, y siempre suele ser Fernando Marías quien lo saca a colación. En efecto, asumir que Jorge Manuel fue un buen pintor pasaría por poner en duda, por ejemplo, la autoría de obras como las del hospital Tavera -incluida la supuesta Visión desan Juan del Metropolitan, que para mí tanto como para Marías es una Resurrección de la carne-, o de otras de las que se habla en el artículo de Ansede.

En este sentido, no tengo dudas de que la Inmaculada de la Capilla Oballe es una obra excepcional en cuya ejecución el Greco tuvo mucha responsabilidad. Eso sí: cuando abandonemos la idea de que los grandes maestros pintaban sus obras de principio a fin y aceptemos que los miembros de su taller o sus ayudantes tenían una participación notable en la ejecución de las grandes obras y no sólo en la producción secundaria, mejor nos irá. Lo que ocurre es que esto no se producirá o tardará en producirse porque dinamitaría los cimientos del "mundo del arte" tal y como los hemos entendido y los entendemos ahora: influiría en las instituciones como universidades y museos, a los historiadores del arte y a los conservadores de museo y, en particular, al mercado. Sabemos que la cosa fue así, y a veces lo decimos, pero en voz baja. Asimilarlo y asumirlo de verdad daría al traste, en parte, con la autoridad que asignamos aún a instituciones, especialistas y mercado. Lo más importante, para mí, del nuevo trabajo es que pone encima de la mesa un problema espinoso. Muy espinoso.

Es interesante, por cierto, relacionar todo esto con el supuesto nuevo retrato de Felipe III cuya autoría, supuestamente, es de Velázquez, y que William B. Jordan ha donado a American Friends of Prado Museum esta misma semana. Los medios de persuasión y, con ellos, el público lector o espectador en general, se han unido en la hora de las alabanzas ante el "nuevo" descubrimiento, a pesar de que son muchas las cuestiones que se pueden discutir sobre la nueva obra. Ni una sola duda, en cambio, he podido apreciar en lo publicado estos días pasados, sino más bien lo contrario. Lástima que para poder ver el cuadro habrá que esperar hasta marzo o abril del año que viene o pedir permiso al Prado para verlo y, con él, también la documentación técnica, por ahora sólo al alcance de los conservadores del Prado que, no por casualidad, son considerados los máximos especialistas en sus distintos campos... Pero esto es asunto que habrá que dejar para otra ocasión.

jueves, 22 de enero de 2015

Un cómic horaciano



Las obras maestras de la Historia del Arte, si acaso existieran tales cosas (las obras maestras y la Historia del Arte), son tan obras y tan maestras que hemos terminado por no mirarlas. Si a eso añadimos que, por lo general, se conservan y pueden contemplarse en esos lugares inhóspitos en que se han convertido los museos, es perfectamente comprensible que lo que cunda ante ellas sean el desinterés o el desánimo o el “selfie” con tales obras en segundo plano.

En ese sentido, cualquier iniciativa que recupera esas obras maestras y las devuelve a quien pertenecen por hecho y por derecho, es decir a la gente en general, arrebatándosela a esos particulares que son los historiadores del arte o los conservadores de museos (en muchos casos, una y la misma persona), ha de ser saludada como un acontecimiento extraordinario y halagüeño como lo es la publicación del cómic Las meninas perpetrado por Santiago García y Javier Olivares. El primero es guionista de cómics y autor de ensayos sobre tal cosa, y el segundo es ilustrador, historietista y profesor, y no sólo no se han arredrado ante tamaña empresa, sino que en una suerte de órdago a lo grande (y digo bien), han metido a Michel Foucault en harina desde, casi, la primera página de su libro. 


A la postre, fue Foucault el primero que interpretó el cuadro como un juego de representaciones en que se ha acabado por convertir el propio cómic respecto al cuadro de Velázquez pero también a su vida y su obra entera e, incluso, a las de los propios autores que, si no me confundo, asoman en una de las últimas viñetas, al fondo y a la luz de un flexo, mirando al lector. Esto es sólo un ejemplo de cómo este cómic no pierde, en ninguna de sus páginas, un ápice de rigor, tanto en el recurso a los datos documentales que se conocen sobre la vida y la obra del pintor sevillano como a las referencias a algunos de los debates esenciales que en torno a la pintura se produjeron en la época. Pero es que el libro resulta aún más convicente por el esfuerzo que sus autores han hecho por acomodar los diálogos al lenguaje y a la prosodia del momento sin que por ello el lector poco habituado a frecuentar la literatura del siglo XVII tire la toalla; más bien, al contrario.

Si me pusiera estupendo diría que Las meninas se divide en tres secciones esenciales que, a su vez, se desarrollan en varios subcapítulos. Esas secciones se refieren a tres objetos que adquirieron ya en vida de Velázquez la categoría de símbolos, que así han llegado hasta nuestra época y que resumen el contenido del cómic: “La llave”, que aparece en el cuadro aunque pueda pasar desapercibida y que remite a su oficio como aposentador mayor de palacio, merced que logró en 1652, que era una de las más preciadas en el muy jerarquizado escalafón cortesano y que constituyó la culminación de su carrera en la corte, aunque seguramente pretendiera ser lo que entonces se llamaba maestro de cámara; “El espejo”, que a pesar de las dudas que despertó entre algunos especialistas es una de las claves del lienzo, si no la clave junto con el autorretrato del pintor puesto que sin ellos no habría cuadro; y “La cruz” de la Orden de Santiago, que consiguió de manera oficiosa en 1658 y oficialmente en 1659 toda vez que superó el tortuoso y, para él, muy problemático proceso de concesión del hábito. Trascendiendo la leyenda de que la pintara el rey Felipe IV, los autores ofrecen su interpretación de manera oblicua, que es el mejor modo de abordar un cuadro como Las meninas pero, como entenderéis, no pienso desvelarla aquí.


La historia es animada por los enigmas que contiene el cuadro, destilados paulatinamente desde las primeras páginas hasta la última; por la biografía del pintor y particularmente lo relativo a la concesión del hábito de Santiago, que le costó un tercio de su vida para apenas disfrutarlo poco más de un año; o por otros episodios que no le afectaron directamente pero que fueron conocidos en la época, como el asesinato de una de las mujeres que tuvo Alonso Cano. Por lo demás, la manera en que se desarrolla la historia desde un punto de vista estrictamente gráfico también alienta al lector voraz: por ejemplo, en la página 33 se narra la llegada de Velázquez a Madrid en 1623 con la alternancia de planos generales, medios y primeros o primerísimos planos que aceleran la historia sin necesidad de que medie palabra; o entre las páginas 146 y 147 se desarrolla un collage de viñetas que explica la que Luca Giordano denominó “teología de la pintura” y que se recompone en la página 148 reconstruyendo de otro modo lo que muestran Las meninas, es decir la espalda del cuadro, un clímax de densidad teórica que los autores aligeran haciendo hablar a todos los personajes e, incluso, al mastín que Velázquez pintó en primer plano y que muestra una familiaridad con Felipe IV a la que ni sus propios familiares podían, quizá, aspirar.
Además, se recurre a flashbacks y flashforwards que estimulan la narración, tanto en la propia vida de Velázquez como en momentos anteriores o mucho posteriores a la ejecución del cuadro. Uno de los álgidos es el cruce de miradas entre el sevillano y Picasso niño en el paso de las páginas 39 a la 40, recurso que me atrevería a llamar cinematográfico y que constituye una reflexión en viñetas del peso de la tradición y lo que ella significa. Trascendiendo los límites de la propia historia que los autores cuentan, creo que este es el asunto principal del cómic, tal y como demostraría que a lo largo de las 185 páginas desfilen Rafael, Cano, Quevedo, Bernini, Murillo, Goya, Picasso, Dalí, Foucault o Buero Vallejo, entre otros, o se destilen referencias a la mitología o la historia antigua sin que decaigan en ningún momento ni el rigor ni el entretenimiento. Por esa razón Las meninas es, si se me permite, un cómic horaciano que ha de ser leído por todos, o sea por los aficionados al cómic, los que no lo son y los aficionados al arte o, incluso, a la Historia del Arte. Y eso si acaso esta última existiera.

Una exposición monárquica



A comienzos del mes de diciembre pasado se inauguró, en el Palacio Real de Madrid, la exposición El retrato en las Colecciones Reales: de Juan de Flandes a Antonio López que, patrocinada por la Fundación Banco Santander y comisariada por Carmen García-Frías y Javier Jordán de Urríes, conservadores de Patrimonio Nacional, permanecerá abierta al público hasta el 19 de abril.


Como en otras citas promovidas por Patrimonio, la nueva exposición aborda un género artístico, en este caso el del retrato, en el arco cronológico que separa lo que en el contexto de la muestra hay que considerar como dos “artistas de corte”: Juan de Flandes (h. 1465-1519) y Antonio López (n. 1936). Con un total de 114 obras, la mayoría pertenecientes a Patrimonio, la propuesta da al visitante una perspectiva global del desarrollo del retrato en las cortes de los Austrias y los Borbones diferenciando, en el recorrido, a los principales monarcas hispánicos, de Isabel la Católica a Carlos V y Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, a quien sigue el cambio dinástico y, con él, el cambio en el género y el cambio en el color de las salas, que pasa del rojo convencionalmente asignado a la dinastía austríaca al azul borbónico que caracteriza las salas consagradas a Felipe V, Fernando VI, Carlos III y así sucesivamente hasta culminar en Juan Carlos I. El recorrido tiene un sentido estrictamente cronológico, luego desde mi punto de vista los principales logros de la exposición atañen a la reunión de obras, algunas de ellas extraordinarias, procedentes de diversas propiedades de Patrimonio Nacional; a los trabajos de restauración, a la ingente campaña fotográfica que se ha llevado a cabo para la ocasión o a las nuevas atribuciones, dataciones o identificaciones de algunos retratados, aspectos que difícilmente han podido o podrán ser apreciados en toda su complejidad por el público que ha visitado o visitará la muestra.

En alguna sección también se han incluido retratos de otras dinastías como los Trastámara y otros que no son específicamente cortesanos. Por ejemplo, en la primera sala, consagrada al paso de la Casa Trastámara a la Casa de Austria, la inclusión de efigies que no fueron realizadas en el ámbito de la Corte muestra “la evolución del desarrollo del retrato con la incorporación progresiva de algunos personajes de otros estamentos privilegiados a partir de finales del siglo XV, fruto de los cambios producidos en la sociedad”, pero, en la segunda, dedicada al retrato en los reinados de Felipe III y Felipe IV, no se explica la inclusión de un retrato realizado por Francisco Pacheco, maestro de Velázquez, para su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, y tampoco se explica por qué no se han añadido retratos que no eran cortesanos en otras secciones de la exposición si se han sumado a las dos primeras. Por lo que atañe a Velázquez, se reconoce que “el verdadero cambio” en el género se produjo tras su definitivo establecimiento en la Corte a partir de 1623, pero eso es algo que el visitante sólo podrá intuir a partir de lo que ya conozca de la obra del sevillano pues se expone una miniatura que muestra al conde-duque de Olivares y cuya autoría, por cierto, se ha puesto en duda últimamente, y sin embargo no hay alguno de los retratos que hizo de Felipe IV. En todo caso, y como decía, el hilo conductor de la exposición es el retrato cortesano vinculado con la monarquía hispánica.

La monarquía fue la institución fundamental en la sociedad del Antiguo Régimen puesto que era el vértice subyugante de un orden social rigurosamente establecido y emanado nada menos que de Dios, de quien los reyes eran emisarios y representación terrenal. No en vano el atributo de la majestad lo tomaban prestado de la divinidad. El retrato de corte, a veces llamado también “de aparato” o “de Estado”, fue uno de los medios esenciales empleados para evidenciar esa grandeza, y por ello en muchas ocasiones los retratos constituyeron una suerte de epifanía en la que la imitación fiel de los rasgos del retratado y un elaborado simbolismo permitían manifestar, por medio de establecidos códigos de representación, ciertas ideas sobre la majestad. Por esa misma razón, algunos de los más destacados artistas fueron destacados retratistas de las distintas casas reales europeas, y ello explica que en la exposición haya obras de Antonio Moro, Ribera, Rubens, Goya o Antón Rafael Mengs (cuando contempla los retratos realizados por este último, uno se pregunta por qué no han sido aún objeto de una exposición monográfica). En ese sentido, durante el siglo XVI el género del retrato alcanzó una relevancia extraordinaria en el ámbito de las cortes europeas y, en particular, en la hispánica, donde fue considerado una eficaz herramienta de representación dinástica y propaganda del poder. Fue en el entorno hispánico donde el retrato, además, tendría una importancia inusitada a partir de los prototipos de Tiziano o Moro, que tendrían su continuidad al final y en el cambio de centuria en los retratos pintados por Alonso Sánchez Coello, Rodrigo de Villandrando o Bartolomé González.

A las necesidades representativas de los modernos gobernantes se unieron otras consideraciones que convirtieron el retrato en un género muy complejo. Además de la relación casi ancestral que el retrato tiene con el deseo del retratado de alcanzar la fama; y del carácter prodigioso que podían tener los retratos y que tan bien resumió Leon Battista Alberti al escribir que “hace presentes a los ausentes”, se unió la preocupación por la representación, la creciente inquietud por la realidad o las realidades, el poder de las apariencias, la fugacidad del tiempo y, por tanto, la cortedad de la vida. El retrato era, además, un género pictórico en que podían materializarse algunas de las reflexiones en torno a la eficacia ilusionista de la pintura o la escultura, a las sutiles fronteras que existen entre el arte y la realidad, a los contenidos de carácter representativo que ambas artes podían poner en marcha y a fenómenos como la duplicación o la sustitución, que alcanzaron una enorme trascendencia en los retratos de los monarcas.

Fue en las efigies reales en las que se explicitó de una manera más evidente una tensión que podríamos calificar como puramente artística: la que se producía entre la reproducción fiel de los rasgos físicos del retratado (en la que la fealdad de los Austrias, y después de los Borbones, se consideró una peculiar manifestación de la majestad real), y una adecuada idealización deseable ya desde los lejanos tiempos de Plinio el Viejo, pues como él escribió el retrato hace más nobles a los hombres nobles. En los resquicios que esa tensión dejaba abiertos se dirimía el aspecto oficial del retrato y la necesaria representación del carácter del retratado, o lo que es lo mismo entre el decoro y el afán analítico, a nivel psicológico, que procede, fundamentalmente, de la exactitud descriptiva de la que fuera capaz el artista.

A todas estas cuestiones se sumaron algunas nuevas a finales del siglo XVI: por una parte, tuvo lugar una progresiva intelectualización del retrato que lo convirtió en el género pictórico representativo por antonomasia, aspecto que se prolongaría durante las centurias siguientes como puede apreciarse en la exposición; por otra, esas características contribuyeron a la proliferación y la progresiva democratización del retrato con el avance del siglo XVI que se consolidó, definitivamente, durante el XVII, aspecto que sólo se aborda en las dos primeras salas. Retratar, por tanto, no fue una cuestión baladí y todos estos condicionantes previos contribuyeron a la creación y la aparición de un tipo particular de pintor, el pintor de retratos, que tuvo una especial relevancia en el ámbito de una corte como la hispánica desde tiempos de Carlos V y Felipe II y, a partir de éste, en el resto de monarcas hispánicos. Esa importancia se hizo extensiva, por supuesto, a los círculos de poder. En ese contexto se enmarca la creciente revalorización teórica y práctica que experimentó el retrato durante los años finales del siglo XVI y, fundamentalmente, durante el siglo XVII, que atendió sobre todo a razones de orden histórico, pues históricamente había proliferado el retrato en el mundo hispánico; y a razones de orden político y representativo, pues fue un género al servicio de las necesidades representativas de la monarquía, es decir del poder


La cosa parece no haber cambiado mucho a pesar de los acontecimientos de 1789, y me atrevería a decir que, en algunos aspectos, ha ido a peor. En ese sentido, creo que la exposición es necesariamente una exaltación de la monarquía como institución, teniendo en cuenta que es Patrimonio Nacional quien la ha organizado. De hecho, los objetivos implícitos de la muestra no lo son tanto, pues el visitante recibe la bienvenida por parte de sendos retratos de SS.MM. los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía realizados por Hernán Cortés (n. 1953), con los que, según la nota de prensa, “se rinde homenaje” a los monarcas. Por otra parte, la exposición culmina con el retrato La familia de Juan Carlos I realizado por Antonio López. Dicho retrato fue un encargo que Patrimonio hizo al pintor en 1993 y ha sido presentado en esta exposición. En ese sentido, al ir a verla conviene considerar antes que, según la Ley 23/1982, Patrimonio Nacional es un organismo público responsable de los bienes de titularidad del Estado que proceden del legado de la Corona española, y tiene, entre otras funciones, apoyar a la Jefatura del Estado para “el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes le atribuyen”. Es desde esta perspectiva desde la que hay que visitar la exposición y, de paso, pensar qué papel desempeña el retrato de Antonio López en la exposición y, quizá lo que es más relevante, qué papel desempeña la exposición con respecto al muy mediático retrato.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Sobre el retrato La familia de Juan Carlos I, por Antonio López

[Respuestas completas a cuatro preguntas de Peio H. Riańo para El Confidencial]

¿Qué claves debería reunir el retrato de corte perfecto? Precisa representación de los rasgos físicos del retratado, siempre equilibrada con una adecuada idealización para no disminuir el carácter representativo, absolutamente esencial, del retrato de corte.

¿Cómo se combina el genio del artista con la propaganda del motivo? Eso del "genio" es un prejuicio romántico del que estamos tardando mucho en desprendernos. Es lo que explica que el retrato pintado por Antonio López, uno de los artistas cuyo supuesto "genio" es reconocido por la mayor parte de los que gustan de las cosas de la pintura, pase por ser un buen retrato sin que nos hayamos parado a mirarlo. Así que combinan a la perfección, porque cosa distinta habría sido que lo hubiera pintado, pongamos por caso, yo mismo

¿Tiene sentido hoy un retrato de corte? Es más, ¿es posible si ya no existe corte? Entonces, ¿para qué cree que se hace un retrato pictórico (con qué fines)? Lo siento, soy cualquier otra cosa que monárquico, así que para mí no tiene sentido que haya corte, si entiendo lo que quieres decir con esa palabra, luego un tal retrato no tiene razón de ser. Supongo que el hecho por Antonio López ahora responde a la idea de alguien, quizá el mismo que lo encargó, que es monárquico, que entiende que es necesario que haya una corte y que, por tanto, lo sea también el retrato del que hablamos.

¿Qué retratos de corte destacaría de la tradición española? Los que a todo el mundo le vienen a la cabeza: todos los de Tiziano, todos los de Velázquez. Lo maravilloso en los de uno y los del otro, aún pintando retratos de corte, no dejaran de pensar nunca en términos de pura pintura, si me permites decirlo así.

miércoles, 25 de junio de 2014

Klee en la Bauhaus


[Publicado en Descubrir el Arte, junio de 2013]

Hasta finales de junio la Fundación Juan March de Madrid acoge la estupenda exposición que, comisariada por Fabienne Eggelhöfer y Marianne Keller y después de mostrarse en el Zentrum Paul Klee de Berna, aborda los años en que el artista suizo impartió clases en la Bauhaus, entre 1921 y 1931. En ella podrá verse una selección de las cerca de 3.900 páginas que recogen los apuntes que empleaba para impartir sus clases junto con más de 140 pinturas, acuarelas, dibujos, fotografías, libros y otros documentos que permitirán explorar la relación entre el discurso teórico y la práctica artística y la imbricación entre la vida, la obra y la docencia del pintor.

En parte como consecuencia de la situación deplorable en la que Alemania había quedado después del fracaso de la I Guerra Mundial y de la necesidad de acometer una serie de reformas que revitalizaran la industria y estabilizaran una situación política enconada, la Bauhaus fue creada el 1 de abril de 1919 como resultado de la unión entre la Escuela Superior de Bellas Artes y la Escuela de Artes y Oficios del Gran Ducado de Sajonia. Su fundador y primer director, el arquitecto Walter Gropius, se inspiró en los gremios medievales para potenciar en la nueva institución el trabajo colectivo y, mediante la unión de la teoría y la práctica a la búsqueda de la obra de arte total, disolver la escisión tradicional de las disciplinas artísticas. Al fin y al cabo todas se sustentaban en un trabajo manual cuyo objetivo primordial, para Gropius, era crear objetos útiles para la vida cotidiana y viviendas que constituyeran los cimientos de una sociedad más justa tras la posguerra.
Después de abordar un curso preliminar que “servía para liberar a la individualidad de sus ataduras”, la Bauhaus incentivaba la especialización de los estudiantes en diferentes disciplinas y para ello les ofrecía una completa formación práctica que era enriquecida gracias a las clases sobre teoría de la forma y a asignaturas específicamente dedicadas a las ciencias exactas y naturales. La dirección de los talleres quedaba en manos de un maestro de taller, que supervisaba el trabajo manual, y un maestro de la forma, que fundamentalmente era responsable de los aspectos teóricos.


La historia de la institución está marcada por las ciudades en que estuvieron sus sedes, Weimar, Dessau y Berlín; por sus directores, los arquitectos Walter Gropius (1919-1928), Hannes Meyer (1928-1930) y Ludwig Mies van der Rohe (1930-1933); y por algunos conflictos con las autoridades civiles de turno o las disensiones que se produjeron entre los propios maestros en torno a los métodos y los contenidos de la enseñanza que allí se impartía. Por resumir, tres podrían ser los acontecimientos más relevantes de esa historia: por una parte, la exposición celebrada en 1923 para la que se creó una vivienda-modelo en cuyo interior se expusieron los trabajos que maestros y alumnos realizaban en las aulas con el fin de que llegaran más encargos para los talleres y, con ellos, una mejora en la autofinanciación; por otra, el reconocimiento en 1926 de la Bauhaus como una escuela superior de diseño, que vino acompañado por el nuevo objetivo de “estar al servicio de un desarrollo de la vivienda acorde con los tiempos, desde el mobiliario y los enseres del hogar más simples hasta el edificio terminado”; finalmente, el cierre de la institución por parte de los nacionalsocialistas en Dessau y su traslado a Berlín como institución privada hasta el 20 de julio 1933, cuando la Bauhaus fue definitivamente clausurada por los nazis.

Fue Gropius, precisamente, quien en octubre de 1920 ofreció a Klee la posibilidad de convertirse en eso que maravillosamente se llamaba maestro de la forma y ello a pesar de que apenas contaba con experiencia docente. Sin embargo, Klee no impartió clase hasta el 13 de mayo del año siguiente cuando, según sabemos por una carta que escribió a su esposa Lily, se produjo “una situación extraordinaria” que revela el carácter del pintor: al parecer había sorteado su peculiar introversión y había pasado “dos horas hablando libremente con la gente”. En los meses siguientes Klee impartió cada catorce días unas clases teóricas que se alternaban con la ejecución, por parte de los estudiantes y entre una y otra sesión, de un ejercicio práctico que tenía que concretar las explicaciones teóricas. Aunque en un principio Klee dedicó sus explicaciones a lo que en sus apuntes llama “teoría de la configuración pictórica”, y que en realidad estaban destinadas a desentrañar los misterios de la forma, durante un tiempo también se responsabilizó de las clases de dibujo y de desnudo. A su vez, también se hizo cargo sucesivamente del taller de encuadernación, del taller de metal, del taller de pintura sobre vidrio (técnica en la que ya había destacado en una etapa tan temprana como la que media entre 1902 y 1906) y del taller de tejeduría. 

De ese modo, en los períodos de mayor actividad Klee llegó a impartir entre 6 y 8 horas por semana, a las que habría que sumar las dedicadas a la preparación de las clases, así que paulatinamente fue experimentando un malestar creciente por el tiempo que dedicaba a la actividad docente y que le restaba el que pretendía dedicar a sus propias creaciones, una situación desde luego empeorada con el funcionamiento habitual de toda institución académica que se precie: como decía a su mujer en otra carta fechada el 5 de octubre de 1922, en la Bauhaus “nos reunimos, nos reunimos y nos reunimos”. No debe extrañar por ello que en 1927 prolongara sus vacaciones sin previo aviso y sin autorización por parte de la escuela y que, finalmente, renunciara a su puesto el 18 de septiembre de 1930 y aceptara la oferta de la Academia de Arte de Düsseldorf en abril de 1931.


La exposición se articula en cinco bloques temáticos que materializan los asuntos que afloran una y otra vez en los escritos de Klee y que, por ello, son esenciales para entender su obra y su concepción de la pintura: color, ritmo, naturaleza, construcción y movimiento. El color es, sin duda, uno de los elementos más importantes en la obra de Klee, hasta el punto de que, durante su viaje a Túnez en 1914, anotó en su diario: “Yo y el color somos uno”. En sus anotaciones, Klee sigue la Teoría de los colores de Goethe y La esfera de los colores del pintor Philipp O. Runge, y reconociendo que el rojo, el amarillo y el azul son los colores primarios y el verde, el violeta y el naranja son los complementarios, concierta con ellos sus obras principales. Por su parte, el ritmo es un componente igualmente relevante como cabría esperar de un pintor que fue además un virtuoso violinista; es por ello que en sus obras se repiten elementos pictóricos que se distribuyen según una estructura regular. A su vez, ese ritmo determina en buena medida la construcción y el movimiento, fundamentales en las reflexiones y en las pinturas de Klee pues, según él, son elementos centrales de la creación. Del movimiento derivan además, “todas las cosas”, y por ello en su producción abundan las flores o los astros que giran o las flechas. Por último, mediante un proceso de simplificación muy peculiar Klee intentará superar la tradicional imitación de la naturaleza con el ánimo de, a su vez, construir una obra “viva”, inspirándose para ello en las leyes del crecimiento vegetal o recurriendo a la reproducción de algunos de los avances científicos más relevantes del momento como los que constituían las visiones a través del microscopio.



Por fortuna, hoy conocemos algunas de las opiniones que tanto Klee como sus clases promovieron entre sus alumnos. En general, revelan cierta fascinación por su personalidad y, sobre todo, por sus conocimientos, aunque no es extraño teniendo en cuenta que en sus clases podía desentrañar los misterios de la forma, aun en voz muy baja y de espaldas a los oyentes, recurriendo a una sonata para violín de Bach. Aún así, uno tiene la sensación de que buena parte de sus coetáneos no llegó a comprender muy bien lo que Klee realmente era y, por supuesto, no alcanzó a entender su extraordinario modo de entender el mundo y la creación artística tal vez porque, como él dijo al final de uno de los semestres de docencia, “les he mostrado aquí un camino… Yo personalmente he seguido otro”.


Esa incomprensión ya la había sufrido en otras ocasiones; antes de aceptar la oferta de Gropius para entrar en la Bauhaus, Klee había intentado ingresar sin éxito en la Academia de Stuttgart pues sus responsables rechazaban “el carácter lúdico” de su obra. Es esta naturaleza lúdica de la obra de Klee la que me parece cardinal. De hecho, en 1922 se publicó en Berlín el libro El arte de los enfermos mentales. Una contribución a la psicología y la psicopatología de la figuración del psiquiatra e historiador del arte Hans Prinzhorn. En la publicación, Prinzhorn exponía las seis pulsiones que impelen la creación artística y entre ellas enumeraba la necesidad de expresarse, la tendencia al orden y, justamente, el instinto de juego como fundamentos antropológicos de la creación artística. Sin duda Klee conoció y leyó el libro porque en esos años anduvo muy interesado por las manifestaciones artísticas de los enfermos mentales y, también, de los niños, es decir de aquellos que creaban sin estar mediatizados por las academias artísticas. No me parece casual que su obra también parezca arrastrada por esas pulsiones de las que habla Prinzhorn, exactamente igual que la de un niño como muy bien supieron ver, sin saberlo, los de Stuttgart. Para Lyonel Feininger, uno de sus compañeros en la Bauhaus, “igual que un niño despierto y atento, [Klee] encontraba eternamente nuevas y fascinantes todas las experiencias de los sentidos, de la vista y el oído, del tacto y el gusto”. Me pregunto si con su obra no pretendería dar un orden maravilloso y particular a lo que le rodeaba y, ejerciendo una irresistible voluntad de forma, revivir y volver a sentir con sus obras esas experiencias de las que hablaba Feininger. ¿Qué otra cosa podría ser el arte?