A
comienzos del mes de diciembre pasado se inauguró, en el Palacio Real de
Madrid, la exposición El retrato en las
Colecciones Reales: de Juan de Flandes a Antonio López que, patrocinada por
la Fundación Banco Santander y comisariada por Carmen García-Frías y Javier
Jordán de Urríes, conservadores de Patrimonio Nacional, permanecerá abierta al
público hasta el 19 de abril.
Como
en otras citas promovidas por Patrimonio, la nueva exposición aborda un género
artístico, en este caso el del retrato, en el arco cronológico que separa lo
que en el contexto de la muestra hay que considerar como dos “artistas de corte”:
Juan de Flandes (h. 1465-1519) y Antonio López (n. 1936).
Con un total de 114 obras, la mayoría pertenecientes a Patrimonio, la propuesta
da al visitante una perspectiva global del desarrollo del retrato en las cortes
de los Austrias y los Borbones diferenciando, en el recorrido, a los
principales monarcas hispánicos, de Isabel la Católica a Carlos V y Felipe II,
Felipe III, Felipe IV y Carlos II, a quien sigue el cambio dinástico y, con él,
el cambio en el género y el cambio en el color de las salas, que pasa del rojo
convencionalmente asignado a la dinastía austríaca al azul borbónico que
caracteriza las salas consagradas a Felipe V, Fernando VI, Carlos III y así
sucesivamente hasta culminar en Juan Carlos I. El recorrido tiene un sentido
estrictamente cronológico, luego desde mi punto de vista los principales logros
de la exposición atañen a la reunión de obras, algunas de ellas extraordinarias,
procedentes de diversas propiedades de Patrimonio Nacional; a los trabajos de
restauración, a la ingente campaña fotográfica que se ha llevado a cabo para la
ocasión o a las nuevas atribuciones, dataciones o identificaciones de algunos
retratados, aspectos que difícilmente han podido o podrán ser apreciados en
toda su complejidad por el público que ha visitado o visitará la muestra.
En alguna
sección también se han incluido retratos de otras dinastías como los Trastámara
y otros que no son específicamente cortesanos. Por ejemplo, en la primera sala,
consagrada al paso de la Casa Trastámara a la Casa de Austria, la inclusión de
efigies que no fueron realizadas en el ámbito de la Corte muestra “la evolución
del desarrollo del retrato con la incorporación progresiva de algunos
personajes de otros estamentos privilegiados a partir de finales del siglo XV,
fruto de los cambios producidos en la sociedad”, pero, en la segunda, dedicada
al retrato en los reinados de Felipe III y Felipe IV, no se explica la
inclusión de un retrato realizado por Francisco Pacheco, maestro de Velázquez,
para su Libro de descripción de
verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, y tampoco se explica
por qué no se han añadido retratos que no eran cortesanos en otras secciones de
la exposición si se han sumado a las dos primeras. Por lo que atañe a
Velázquez, se reconoce que “el verdadero cambio” en el género se produjo tras
su definitivo establecimiento en la Corte a partir de 1623, pero eso es algo
que el visitante sólo podrá intuir a partir de lo que ya conozca de la obra del
sevillano pues se expone una miniatura que muestra al conde-duque de Olivares y
cuya autoría, por cierto, se ha puesto en duda últimamente, y sin embargo no
hay alguno de los retratos que hizo de Felipe IV. En todo caso, y como decía,
el hilo conductor de la exposición es el retrato cortesano vinculado con la
monarquía hispánica.
La
monarquía fue la institución fundamental en la sociedad del Antiguo Régimen
puesto que era el vértice subyugante de un orden social rigurosamente
establecido y emanado nada menos que de Dios, de quien los reyes eran emisarios
y representación terrenal. No en vano el atributo de la majestad lo tomaban
prestado de la divinidad. El retrato de corte, a veces llamado también “de
aparato” o “de Estado”, fue uno de los medios esenciales empleados para
evidenciar esa grandeza, y por ello en muchas ocasiones los retratos constituyeron
una suerte de epifanía en la que la imitación fiel de los rasgos del retratado
y un elaborado simbolismo permitían manifestar, por medio de establecidos
códigos de representación, ciertas ideas sobre la majestad. Por esa misma
razón, algunos de los más destacados artistas fueron destacados retratistas de
las distintas casas reales europeas, y ello explica que en la exposición haya
obras de Antonio Moro, Ribera, Rubens, Goya o Antón Rafael Mengs (cuando
contempla los retratos realizados por este último, uno se pregunta por qué no han
sido aún objeto de una exposición monográfica). En ese sentido, durante el
siglo XVI el género del retrato alcanzó una relevancia extraordinaria en el
ámbito de las cortes europeas y, en particular, en la hispánica, donde fue
considerado una eficaz herramienta de representación dinástica y propaganda del
poder. Fue en el entorno hispánico donde el retrato, además, tendría una
importancia inusitada a partir de los prototipos de Tiziano o Moro, que
tendrían su continuidad al final y en el cambio de centuria en los retratos
pintados por Alonso Sánchez Coello, Rodrigo de Villandrando o Bartolomé
González.
A las necesidades
representativas de los modernos gobernantes se unieron otras consideraciones
que convirtieron el retrato en un género muy complejo. Además de la relación
casi ancestral que el retrato tiene con el deseo del retratado de alcanzar la
fama; y del carácter prodigioso que podían tener los retratos y que tan bien resumió
Leon Battista Alberti al escribir que “hace presentes a los ausentes”, se unió
la preocupación por la representación, la creciente inquietud por la realidad o
las realidades, el poder de las apariencias, la fugacidad del tiempo y, por
tanto, la cortedad de la vida. El retrato era, además, un género pictórico en
que podían materializarse algunas de las reflexiones en torno a la eficacia
ilusionista de la pintura o la escultura, a las sutiles fronteras que existen
entre el arte y la realidad, a los contenidos de carácter representativo que ambas
artes podían poner en marcha y a fenómenos como la duplicación o la
sustitución, que alcanzaron una enorme trascendencia en los retratos de los
monarcas.
Fue en las efigies
reales en las que se explicitó de una manera más evidente una tensión que
podríamos calificar como puramente artística: la que se producía entre
la reproducción fiel de los rasgos físicos del retratado (en la que la fealdad
de los Austrias, y después de los Borbones, se consideró una peculiar
manifestación de la majestad real), y una adecuada idealización deseable ya
desde los lejanos tiempos de Plinio el Viejo, pues como él escribió el retrato
hace más nobles a los hombres nobles. En los resquicios que esa tensión dejaba
abiertos se dirimía el aspecto oficial del retrato y la necesaria
representación del carácter del retratado, o lo que es lo mismo entre el decoro
y el afán analítico, a nivel psicológico, que procede, fundamentalmente, de la
exactitud descriptiva de la que fuera capaz el artista.
A todas estas cuestiones
se sumaron algunas nuevas a finales del siglo XVI: por una parte, tuvo lugar
una progresiva intelectualización del retrato que lo convirtió en el género
pictórico representativo por antonomasia, aspecto que se prolongaría durante
las centurias siguientes como puede apreciarse en la exposición; por otra, esas
características contribuyeron a la proliferación y la progresiva
democratización del retrato con el avance del siglo XVI que se consolidó,
definitivamente, durante el XVII, aspecto que sólo se aborda en las dos
primeras salas. Retratar, por tanto, no fue una cuestión baladí y todos estos
condicionantes previos contribuyeron a la creación y la aparición de un tipo
particular de pintor, el pintor de retratos, que tuvo una especial relevancia
en el ámbito de una corte como la hispánica desde tiempos de Carlos V y Felipe
II y, a partir de éste, en el resto de monarcas hispánicos. Esa importancia se
hizo extensiva, por supuesto, a los círculos de poder. En ese contexto se
enmarca la creciente revalorización teórica y práctica que experimentó el
retrato durante los años finales del siglo XVI y, fundamentalmente, durante el
siglo XVII, que atendió sobre todo a razones de orden histórico, pues
históricamente había proliferado el retrato en el mundo hispánico; y a razones
de orden político y representativo, pues fue un género al servicio de las
necesidades representativas de la monarquía, es decir del poder
La cosa parece no haber
cambiado mucho a pesar de los acontecimientos de 1789, y me atrevería a decir
que, en algunos aspectos, ha ido a peor. En ese sentido, creo que la exposición
es necesariamente una exaltación de
la monarquía como institución, teniendo en cuenta que es Patrimonio Nacional
quien la ha organizado. De hecho, los objetivos implícitos de la muestra no lo
son tanto, pues el visitante recibe la bienvenida por parte de sendos retratos
de SS.MM. los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía realizados por Hernán Cortés
(n. 1953), con los que, según la nota de prensa, “se rinde homenaje” a los
monarcas. Por otra parte, la exposición culmina con el retrato La familia de Juan Carlos I realizado
por Antonio López. Dicho retrato fue un encargo que Patrimonio hizo al pintor
en 1993 y ha sido presentado en esta exposición. En ese sentido, al ir a verla
conviene considerar antes que, según la Ley 23/1982, Patrimonio Nacional es un
organismo público responsable de los bienes de titularidad del Estado que
proceden del legado de la Corona española, y tiene, entre otras funciones,
apoyar a la Jefatura del Estado para “el ejercicio de la alta representación
que la Constitución y las leyes le atribuyen”. Es desde esta perspectiva desde
la que hay que visitar la exposición y, de paso, pensar qué papel desempeña el
retrato de Antonio López en la exposición y, quizá lo que es más relevante, qué
papel desempeña la exposición con respecto al muy mediático retrato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario