“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

sábado, 1 de enero de 2011

Y la pintura fue luz

Hay lugares en los que las artes parecen confabularse para que uno se sienta, aunque sea efímeramente, congraciado con el mundo y sobre todo con el hombre, tan pródigo siempre en otros excesos y no de los mejores. Sin duda uno de ellos es la Capilla del Rosario que Henri Matisse (1869-1954) construyó y decoró entre 1948 y 1951 en una de las múltiples laderas de Vence, un pequeño pueblo de la Riviera francesa encaramado a los llamados Alpes Marítimos.
Años antes, en enero de 1941, Matisse fue operado de una grave afección intestinal. Durante la convalecencia conoció a Monique Bourgeois, una joven enfermera con la que volvió a coincidir a finales de 1943 cuando entonces era ella la afectada por una tuberculosis de la que se recuperaba en el Foyer Lacordaire, residencia cercana a la villa Le Rêve que el pintor había adquirido en Vence por si Niza, ciudad en que vivía con asiduidad, tenía que ser evacuada ante un eventual ataque aéreo por parte de las potencias del Eje. Todavía se conserva una fotografía del pequeño estudio que Matisse tenía en la villa. Algunas pinturas, algo de ajuar doméstico, una jaula para unas palomas blancas y otra más grande para ciertos pájaros, flores, flores y flores como siempre y una preciosa celosía por la que pasaba la luz para iluminar el angosto interior, tan tímidamente que Françoise Gilot llegó a declarar que cuando lo visitó con Picasso tuvo que esperar un buen rato para que sus pupilas se acostumbraran a la penumbra y todos esos objetos fueran revelándose poco a poco, como por milagro, y manifestándose en todo su color…

Monique no sólo posó como modelo de algunos retratos pintados entonces por Matisse sino que también lo ayudó a pintar esos papeles (de los que hablaré en breve) que después el pintor recortaba y pegaba obsesivamente a la búsqueda del color y la forma puros, al menos hasta que decidió ingresar en un convento dominico en el que tomó el nombre de Hermana Jacques-Marie. Fue en septiembre de 1946 cuando retornó a Vence y reanudó su relación con Matisse, y a comienzos de 1947 le expuso el proyecto que las monjas tenían de construir una nueva capilla junto al colegio de la Orden. El 4 de diciembre Matisse mantuvo una reunión con el joven novicio Louis-Bertrand Rayssiguier, con quien instauró después una prolija y muy extensa correspondencia en torno al proyecto, y en poco más de dos horas establecieron las líneas maestras para la construcción de la nueva capilla, sólo modificadas en cuestiones de detalle durante los años siguientes.
El contraste entre la trivial calle residencial por la que se accede al recinto de la capilla y esta última no puede ser mayor, a pesar de tener la sensación de haber culminado una larga peregrinación cuyo objetivo último es visitar esa aparentemente sencilla construcción. Al fin y al cabo se trata de una planta rectangular y un alzado sin sobresaltos que constituyen un paralelogramo casi tan perfecto como la blancura de sus muros, rematados por una techumbre de tejas azules levemente violáceas que alternan con otras blancas que riman a la perfección con ese “bello cielo real” característico del Mediterráneo francés que tan bien definió Paul Valéry en El cementerio marino. Uno tiene la impresión de que la orografía del terreno y la función litúrgica del edificio han alcanzado una perfecta conjunción. El interior es engañosamente pequeño (15 m de longitud tiene el eje más largo) y en él predominan también aparentemente los muros blancos conjugando un espacio sólo ficticiamente simétrico: una supuesta nave es intersectada por una suerte de crucero en el lado occidental, mientras en el lado meridional se abre un pequeño espacio a modo de coro para las sillas de las monjas. En el punto de encuentro entre la nave y el crucero está el compacto altar, foco de todo el conjunto, cuyas disposición y rotunda simplicidad permiten que el oficiante tenga una relación directísima tanto con las religiosas como con la feligresía, repartida en el lado largo de la nave. Lo único que establece una simbólica separación entre ellos son los candelabros y el crucifijo que, sobre el altar, también fueron diseñados por Matisse como lo fue todo el conjunto, pues sólo requirió algún asesoramiento de los arquitectos Auguste Perret y Milon de Peillon.
Las tres puertas de acceso, los muros interiores y el techo son blancos, y blancas son las baldosas cuadradas de mármol separadas en sus intersecciones por rombos de color verde oscuro que se extienden por el zócalo frontal de la plataforma sobre la que se eleva el altar. Una cuarta puerta, que da al confesionario, es asimismo blanca aunque está labrada como si de una celosía se tratara. Las paredes oriental y septentrional están parcialmente cubiertas por cuadradas baldosas que forman tres paneles cerámicos con pinturas cuyos límites negros constituyen unos “paneles de signos”. Para Matisse eran “la esencia espiritual” del monumento: un Santo Domingo, patrono de la Orden y fundador del Rosario, junto al presbiterio; una Virgen con el Niño rodeada de flores en la nave; y las catorce estaciones del Via Crucis a los pies de esa misma nave, resumidas en lacónicas pero dramáticas escenas jeroglíficas identificadas y ordenadas mediante números.
Sin embargo, en la fachada oriental y tras el altar se abre un doble ventanal que ocupa casi toda la altura del edificio con vidrieras de puros y vívidos colores: un solar amarillo limón, el verde botella que remite a los cactos de costillas que abundan en Vence y el azul ultramar del cielo mediterráneo. Lo mismo ocurre tras el coro de monjas y en la pared que se alza frente al panel de la Virgen con el Niño, pues dos juegos de altos y estrechos vitrales iluminan el interior de la capilla a través de nuevas vidrieras que, dispuestas simétricamente, parecen remitir de igual forma a la vegetación del lugar. El interior de la capilla parece ser tan permeable al mundo exterior y mantiene con él una relación tan estrecha como la del techo de tejas bicromas con el cielo.
Matisse hizo muchas y muy preciosas declaraciones sobre su trabajo en Vence, pues al fin y al cabo lo consideraba su obra maestra o, por decirlo de otro modo, el lugar donde se concentraban todos los felices hallazgos de su carrera. Una de las cuestiones esenciales era “ofrecer la impresión de espacio ilimitado a pesar de sus dimensiones reducidas” ya que para él “la función de toda la pintura decorativa consiste en ampliar las superficies, en hacer que no se sientan las dimensiones de la pared”, y ése era el sentido en que se podía decir “que el arte imita a la naturaleza: por el carácter vital que un trabajo creativo confiere a la obra de arte”. Esa vitalidad venía dada en la capilla de Vence, por un lado, por lo que él mismo llamó “la ley de los contrastes”: contrastes entre el color arrebatado de las vidrieras en contraposición (y en equilibrio) al blanco y negro de las cerámicas o de los hábitos de las dominicas, entre la alegría cromática de las vidrieras y el drama histórico del Via Crucis o entre la luz subyugante y el espacio que ella misma genera y un volumen arquitectónico que es particularmente anodino. Pero, por otro y quizá sobre todo, esa energía concentrada procedía de lo que siempre le había preocupado: sencillamente la luz. Durante su convalecencia de 1942 y aún después Matisse comenzó a recortar y combinar papeles previamente coloreados con tonos puros dando rienda a una investigación estrictamente artística e inédita, y ese mismo procedimiento fue el que puso en marcha en las vidrieras de Vence. Lo prodigioso es que, en este caso, esos puros colores (y Matisse siempre recurrió a la palabra “pureza” para referirse a las obras en Vence) son atravesados por la luz de manera que ésta es milagrosamente consustancial a esos mismos colores y opera una maravillosa transformación en el interior de la capilla, de manera que ningún apelativo me parece más acertado que el que George Duthuit dedicó al pintor: para él su suegro era, ni más ni menos, “el sastre de la luz”.

Matisse diseñó todo el ajuar del interior y también las casullas y el resto de atuendos litúrgicos. En 1952 y por tanto un año después de la consagración de la capilla, Alfred Barr Jr. vio algunos de los bocetos para las casullas en el estudio que Matisse tenía en Niza y le parecieron “gigantes mariposas”, y tan ligera como una de ellas me parece el conjunto de Vence. Incluso la enorme cruz de doce metros de altura que lo corona es como un “hilo de humo que se eleva delgado y ligero en la tranquilidad de la noche”, según dijo Matisse a Henri Laurens en octubre de 1949 mientras la diseñaba. Él quería que “todos los que visiten este lugar lo abandonen felices y tranquilos”, y en ese sentido, quizá el único posible, la capilla es un lugar religioso en sentido etimológico: un sitio que religa, que une en comunión.
Matisse acabó viéndola como “una flor. No es más que una flor, pero es una flor”, y  Duthuit, en su texto iluminador, terminó preguntándose retóricamente “¿dónde aquello que puebla el universo está abocado a una irremediable y maravillosa ligereza?”. Para mí que allí, encima de la ladera, bajo aquel “calmo techo surcado de palomas” como escribió Valéry. Las mismas que, rodeadas de flores, Matisse tenía en su estudio.

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