“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 4 de enero de 2011

Del vino, Tiziano y otros prodigios

Que el vino es, junto con la cerveza y el whisky, una de las bebidas más maravillosas que uno pueda echarse al coleto es algo que nadie en su sano paladar puede poner en duda, y sobre todo si es de calidad. Si lo era o no el que tomaban los antiguos es algo que aventuro que nunca podremos saber al menos con total seguridad, pero sí debía de serlo a tenor de lo que Filóstrato el Viejo, un escritor del siglo III d. C., afirma de sus propiedades: “hace a los hombres ricos, dominantes en la asamblea, dadivosos con los amigos, guapos y, si son bajos, de cuatro codos de altura”, para añadir después que “cuando uno ha bebido hasta hartarse, puede reunir todas estas cualidades y apropiárselas mentalmente”. Uno querría hacerse también con ellas, por decirlo así, físicamente, pero los griegos bebían unos caldos tan fuertes ―aunque los diluían con agua o miel― que bastaban unas pocas copas para quedar al borde del delirio, ese estado casi febril en que uno deja de lado justo lo que nunca debe olvidar: su cuerpo. Los antiguos conocían muy bien esa prodigiosa cualidad transformadora del vino, y por eso la atribuyeron también a Dioniso, el dios de la embriaguez divina y, por tanto, del vino mismo. Ante su presencia, el mundo cotidiano en que los hombres acostumbraban a convivir se transfiguraba, y un torrente de vida surgía de maternales profundidades.


Según se recoge en una leyenda antigua y ha contado después maravillosamente Walter F. Otto, todos los 5 de enero manaba vino en el templo de Dioniso de la isla de Andros, y seguía haciéndolo durante siete días consecutivos quizá porque sus habitantes eran los más fieles en el culto al dios. A Tiziano no debió de costarle gran esfuerzo imaginar cómo pudiera ser una celebración báquica en Andros pues, según cuenta su contemporáneo Francesco Priscianese, tenía un excelente gusto para los vinos. De hecho, La bacanal de los andrios fue el último cuadro que pintó, entre 1523 y 1526, para el llamado “camerino de alabastro” que Alfonso I d’Este, tercer duque de Ferrara, tenía en el corredor cubierto que unía el antiguo castillo de San Michele con el nuevo palacio ducal de la ciudad por encima del nivel de la calle. Sin lugar a dudas, el camerino era una de las estancias más bellas del Renacimiento, pues el programa decorativo que el duque había previsto para ese gabinete privado habría estado formado por una serie de cuadros realizados por pintores tan notables como Fra Bartolommeo, Giovanni Bellini, Dosso Dossi, Rafael y el propio Tiziano. Pero, por diversas circunstancias y casi todas luctuosas, resultó del todo imposible culminarlo según el proyecto inicial.

Como el resto de pintores, Tiziano tuvo que atenerse a un preciso programa iconográfico cuyo significado, sin embargo, aún no se ha aclarado con éxito y unanimidad. En este caso en particular, el pintor se ciñó a lo narrado por el propio Filóstrato en un pasaje de sus Imágenes en que describe un cuadro antiguo que representaba la llegada de Dioniso a la isla de Andros, donde lo aguardaban, ebrios de vino, sus habitantes. Enlazando las diversas posturas e incluso superponiendo unas figuras con otras, Tiziano elaboró una composición compleja para, al fin y al cabo, traducir en puro ornamento las emociones internas de los distintos personajes de la obra. Durante el festín previo a la llegada del dios, los andrios se entregan a los placeres de la bebida, al movimiento acompasado de la danza, a la repetición monótona pero gustosa de la música pastoril y a los devaneos amorosos. Parece como si el único objetivo del artista hubiera sido trasladar ese sentimiento de alegre indolencia a su comitente, el duque de Ferrara. Alejado de los afanes del mundo, retirado en la soledad de su estudio y rodeado por unas cuantas bellísimas pinturas que celebraban el poder fascinante del vino, del amor y de la música, Alfonso podría recordar o incluso quizá volver a leer aquellos versos en que Horacio se preguntaba: “¿A quién no hicieron hablar las copas colmadas, a quién no aliviaron en su estrecha pobreza?”.

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