“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

jueves, 6 de enero de 2011

Capiteles, dorado, blanco

“Alrededor de las columnas rosas, de donde brotan sus espléndidos capiteles,
 los días actuales se apresuran y zumban”.
Marcel Proust, Sobre la lectura

CAPITELES
En ningún otro lugar como en Venecia se tiene la sensación de caminar continuamente deslumbrado, y no sólo por los reflejos del sol sobre esa agua que penetra la ciudad por doquier, sino también por las reverberaciones que produce sobre la superficie siempre cambiante de los edificios. Sucede de una manera particularmente intensa en la pequeña plaza que se abre ante la fachada de la iglesia de San Giorgio Maggiore, donde en un día de sol uno queda literalmente cegado por la blancura inefable del mármol de Istria, pero también enfrente, cruzando la laguna, en la Piazzetta de San Marcos que tanto gustaba a Proust porque tenía la sensación de que allí las dos columnas de granito rosa, una coronada por el León de San Marcos y la otra con una escultura que representa a san Teodoro, “no pertenecen al presente, sino a otra época donde el presente tiene prohibido penetrar”. Él hablaba de una “emoción de ensueño” que sin duda le provocaba la luz de la que hablo, pero también los juegos con que se entretiene en los capiteles de las dos columnas, entrando y saliendo por sus recovecos porque son los capiteles el elemento en que la arquitectura abandona su acostumbrada abstracción y se deja llevar por los maravillosos retozos de las luces y las sombras en su eterna lucha contra la gravedad… Como los que se producen también en la fachada de la Biblioteca Marziana de Jacopo Sansovino: una serliana que es como una membrana por la que la luz opera su continua transformación, entreteniéndose de nuevo en los capiteles pero también en las metopas y en los triglifos y no digamos en las guirnaldas fingidas. Como en las gárgolas, los pináculos y los gabletes de las antiguas catedrales, esos miembros arquitectónicos no son más que arabescos necesarios en que el arte de la arquitectura se distrae, a medio camino siempre entre la firmitas de la que hablaba Vitruvio, y la luz, que es su contrapunto.
DORADO
Pero a lo mejor Proust recordaba también los brillos de los mosaicos dorados de San Marcos, que son como iconos bizantinos sacados al exterior para mostrar algo que ya es potencial en los propios iconos: su perpetuo y mágico cambio de aspecto. Porque si hay algo de sagrado en esos iconos como prentendían los iconódulos y tanto temieron siempre los iconoclastas no es precisamente que ellos sean la divinidad, sino ese brillo fluctuante, y por ello milagroso, del oro del fondo. Bien lo sabía el abad Suger, puesto que el oro, las piedras preciosas y las perlas —todos fulgurando en el interior de su abadía de Saint-Denis— lo trasladaban “de lo material a lo inmaterial”, aunque eso sólo fuera una manera de decir las cosas para esquivar las amonestaciones de san Bernardo y sus acólitos. Para él, la bendición del agua bendita era una danza maravillosa disfrutada por incontables dignatarios de la Iglesia vestidos “con decoro en las blancas vestiduras, espléndidamente ataviados con mitras pontificales y preciosas capas pluviales embellecidas con ornamentos circulares”. ¿Qué, sino una danza, podría ser la que los brillos de esos adornos y esas blancas vestiduras bailaban en torno al altar, una danza tan ligera como ligeras son las columnas de la Piazzetta de Venecia? Y por cierto ahora recuerdo que Proust escribió que “los días que estamos viviendo giran, se apresuran, zumbando en torno a las columnas, pero al llegar junto a ellas se detienen bruscamente, huyen como abejas espantadas”… Los días girando como abejas, unas abejas tan doradas como la miel que con paciencia y tesón producen…

Lucio Fontana, Venecia era toda de oro, 1961. Pintura alquídica sobre lienzo, 149 x 149 cm.
Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, inv. 547 (1975.55)
[Mi amigo Javier Docampo, que no hay día que no me sorprenda,
me lo mandó después de leer esta entrada]
BLANCO
Las blancas vestiduras de las que habló Suger debían parecerle lo suficientemente puras, y luminosas, como para pulular en torno al cáliz de la consagración eucarística. Al fin y al cabo, el blanco ha simbolizado en muchas culturas la pureza, la castidad, la virginidad y la inocencia, o también la higiene, la limpieza y la paz o la divinidad. Pero lo que todo el mundo sabe es que el blanco, con el tiempo, amarillea —como en la Santa Sindone, por cierto—, o sencillamente se torna dorado. Matisse, a vueltas siempre con el color, era muy consciente y, por ello, cuando acometió las obras de la capilla del Rosario en Vence —su única obra religiosa, y esto es un decir—, cuyo interior es tan blanco como un paño de pureza, abrió unos ligeros y muy sutiles ventanales en los que colocó vidrieras de color puro: el azul ultramar del mar Mediterráneo, el verde botella de los cactos que abundan en Vence, un solar amarillo limón. Y, así, consiguió que el techo y los muros blancos, las blancas baldosas del suelo y los blancos paneles cerámicos, se transfiguraran y dejaran de sentirse las dimensiones reales del espacio arquitectónico de la capilla, que se tornó maravillosamente ligera como por milagro. Un milagro del arte que, como acaba Proust su texto Sobre la lectura, ocurre “a plena luz del día”.

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