Todo el mundo sabe que Mark Rothko (1903-1970) siempre quiso ser un sacerdote o, quizá mejor, como él mismo confesó a la mujer de su amigo John Fisher, un profeta, que no deja de ser la forma más cabal de ser sacerdote. Ni siquiera él mismo sabía que acabaría dedicándose a la pintura hasta un día de otoño de 1923 en que fue a buscar a un amigo que estudiaba clases de arte y, al ver que los alumnos copiaban en sus papeles o en sus lienzos a una modelo desnuda, se dio cuenta de que a aquello debía consagrar su vida futura. Luego nosotros, e incluso él mismo, dimos en considerarle un pintor y no tanto por sus obras de los años veinte y treinta, de los horribles desnudos pretendidamente expresionistas a las banales estaciones de metro o a las boberías surrealistas bañadas de mitología de los años cuarenta, sino gracias a las abstractas superficies de sugestivo color que llegarían después.
Creo que esa convicción religiosa le venía ya de pequeño, y no sólo porque hubiera ido a nacer en el seno de una familia judía y rusa de Dvinsk (hoy en Lituania) que había sufrido los pogromos de 1905 y que había tenido que exiliarse a Estados Unidos poco a poco a partir de 1910. Cuentan que siendo adolescente escribió en hebreo una pieza teatral de carácter religioso, y que se pasó la juventud leyendo a Nietzsche y los trágicos griegos, a Shakespeare y Schopenhauer, a Dostoievski y Kierkegaard, y escuchando a Mozart más que a Wagner, aunque esto último no seré yo quien se lo reproche. El caso es que esa tendencia religiosa debió de acentuarse cuando en octubre de 1925 decidió apuntarse a las clases que el también judío, ruso y exiliado Max Weber daba en la Art Students League de Nueva York, pues éste atribuía al artista un papel profético, precisamente, y ―ahí es nada― consideraba el arte más una revelación que una representación. De alguna manera, las ideas de Weber dejaron una huella indeleble en Rothko, y quizá éste se acordó de las doctrinas de su profesor cuando contestó a la mujer de Fisher, que sentía ante sus cuadros “una sensación de magia y ritual cercana a lo religioso”, que no se consideraba un místico pero sí un profeta y no uno cualquiera, sino de un tipo especial, pues no vaticinaba “las desgracias por venir” sino que pintaba “las que ya están aquí”. Pero, qué queréis que os diga, todas las desgracias, sean pasadas, presentes o futuras, son cuestiones que no convienen a la experiencia gozosa de la comida… y era a comer a lo que se iba, de poder, al restaurante “Four Seasons” de Nueva York.
En unas notas redactadas tal vez en otoño de 1960 con motivo de la exposición que el Museum of Modern Art le dedicaría al año siguiente y desconocidas hasta el año 2007, Rothko señala que en la primavera de 1958 recibió una llamada para que se hiciera cargo de la decoración del “Four Seasons”. El exclusivo restaurante se hallaba situado en la planta baja de uno de los mejores rascacielos de Nueva York, el Seagram Building que, construido bajo proyecto de Ludwig Mies van der Rohe en asociación con Philip Johnson, acababa de ser concluido en el 375 de Park Avenue. Johnson y Phyllis Lambert, heredera de la fortuna de las destilerías Joseph E. Seagram & Sons Corporation, se dejaron llevar por las sugerencias del entonces todopoderoso director del MoMA, Alfred J. Barr, para elegir a Rothko como adjudicatario del trabajo y formalizaron el contrato el 25 de junio de ese mismo año. El encargo era, sin duda, el más relevante que se había encomendado hasta la fecha a uno de los pintores que habían formado parte del heterogéneo grupo de artistas de aquello que Robert Coates había llamado “expresionismo abstracto” en 1946. Así que Rothko debió de asumir la comisión con mucho ímpetu y mucha ilusión; de hecho, alquiló una antigua cancha de baloncesto, situada en la primera planta del número 222 de The Bowery, y la transformó en un nuevo taller donde pudo reconstruir, con muros falsos y un complicado sistema de poleas, el espacio verdadero del restaurante donde serían colgadas sus obras.
Rothko tenía que pintar siete lienzos para decorar las paredes del restaurante: tres paneles estrechos que irían colocados sobre las puertas abatibles, otros tres más anchos para el muro de enfrente y uno más para la pared que había frente a la entrada. Sin embargo, a partir de ese verano de 1958 se embarcó en un periodo de intensa actividad. No pintó sólo siete sino treinta paneles, a la búsqueda de quién sabe qué; nunca especificó cuáles habría destinado al restaurante y cuáles no, y por supuesto tampoco su disposición final. Hoy nueve se encuentran en la Tate Gallery de Londres, y el resto se reparte entre la National Gallery de Washington, el Kawamura Memorial Museum of Art de Chiba-Ben, en Japón, y las respectivas colecciones de sus hijos y herederos.
John Fisher, editor de la revista Harper’s, coincidió con Rothko en un crucero por el Mediterráneo durante el verano siguiente, y dejó escritas unas impagables notas de su encuentro con el artista. Aunque debemos ser cautos con la cronología de los hechos según son narrados por Fisher, pues habían sucedido en 1959 y su texto sólo fue publicado en 1970, al parecer Rothko había afrontado, hasta entonces, tres series de paneles. De la primera y la segunda no había quedado del todo satisfecho e incluso había vendido algunos cuadros por separado, y además estaba cansado después de ocho meses de frenético trabajo diario, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, así que había decidido tomarse un respiro a la busca de un merecido descanso y, quizá, de una solución a los problemas que la decoración del restaurante le estaba planteando. El viaje fue crucial, pues a tenor de las anotaciones de Fisher, las tímidas dudas que Rothko había ido albergando durante esos meses previos sobre el proyecto acabaron por aflorar con libertad. A la vuelta del viaje, Rothko y su esposa Mell fueron a cenar al “Four Seasons” y el pintor quedó tan espantado del ambiente pretencioso del restaurante que decidió retirarse del encargo y devolver el dinero, aunque nunca explicó satisfactoriamente por qué lo hizo. La crítica de arte Dore Ashton, que entonces visitaba el taller de Rothko con asiduidad, tenía la impresión de que el pintor pensaba que sus cuadros colgarían en una mera cafetería de empleados, así que optó por no entregar sus pinturas al enterarse de su verdadero y presuntuoso destino. La buena de Ashton daba así un contenido político a lo que en realidad no lo tenía y conseguía, a la par, relacionar la actitud del pintor con su juventud anarquista, pero lo cierto es que, según los comitentes, Rothko sabía desde el principio a qué lugar iban a ir destinadas sus obras: un restaurante caro. Otros autores han interpretado, en la misma línea, que la oscuridad opresiva de sus paneles constituía un ataque a la salud radiante de sus comitentes, y otros, quizá más cerca de las intenciones del pintor, como una agresión a los distinguidos comensales. De hecho, Rothko llegó a confesar a Fisher que había afrontado la comisión “con la esperanza de pintar algo que le estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera en la sala”.
Es evidente que las pinturas que Rothko había realizado durante todo ese tiempo se avenían mal con “un sitio para que los bastardos más ricos de Nueva York vayan a comer y presumir”, según sus palabras, y tampoco ayudaba nada la única condición que el pintor había impuesto, al parecer, en el contrato: que el espacio destinado a sus pinturas estuviera del todo cerrado. De haberse consumado, el encargo habría satisfecho así un sueño largamente deseado por el pintor, tal y como expuso él mismo en esas notas previas a la exposición monográfica en el MoMA de 1961: la creación de un lugar pleno de significado ―place contained, diría él― y por completo suyo, un mundo interior absolutamente subyugador y formidable. Tal vez la razón última del fracaso de Rothko en el “Four Seasons” fuera ésa, es decir que el restaurante no sólo estaba abierto todo el día sino que, sobre todo, era un lugar destinado perpetuamente al ritual feliz y placentero de la comida y, por tanto, era un sitio del todo inapropiado para exponer sus enormes y filosóficos paneles.
Durante el viaje por Europa de 1959, Rothko volvió a tener ocasión de visitar el vestíbulo que Miguel Ángel había construido para la Biblioteca Laurenziana de Florencia a partir de 1524. Aunque lo había visitado durante otro viaje en 1950, manifestó a Fisher que era ahora cuando estaba trabajando bajo la influencia del florentino, pues “él logró exactamente el tipo de sensación que yo estoy buscando, hace que el espectador se sienta atrapado en una habitación con todas las puertas y ventanas tapiadas”. Con sus lienzos de sombríos tonos rojos y terrosos de los que emergen ciertas formas geométricas que podrían evocar elementos arquitectónicos como puertas y ventanas, Rothko habría logrado conferir una sensación claustrofóbica al comensal que estuviera sentado en una de las mesas del restaurante, pues en realidad nadie podría atravesar esa superficie de color bidimensional. Pero es que además, al final del viaje de 1959, Rothko y Fisher, con sus respectivas familias, visitaron Nápoles y, tras pasar un día en Pompeya, el pintor sostuvo “haber sentido una profunda afinidad entre su obra y los murales de la Villa de los Misterios”, que como sabéis debe su nombre a los hermosos frescos que representan supuestos ritos de iniciación en el culto a Baco y que fueron deconstruidos por Paul Veyne en 1998.
Con independencia de la intencionada finalidad que pudieran tener las notas publicadas por Fisher, lo que parece claro es que Rothko andaba preocupado por otorgar una densidad trascendente a sus obras. Entre los críticos de arte que más odiaba, y no eran pocos, se encontraba Emily Genauer, quien en The New York Herald Tribune había descrito sus cuadros como “fundamentalmente decorativos”, y yo creo que los miedos y la desconfianza de Rothko pasaban por ahí. Sobre todo porque eran los años en que las chucherías pop de Andy Warhol, Roy Lichtenstein y James Rosenquist, a quienes Rothko consideraba con razón unos “charlatanes y oportunistas”, comenzaban a ganar terreno a la profundidad filosófica del expresionismo abstracto. Si bien fue algo que le obsesionó durante buena parte de su carrera, a partir del encargo del “Four Seasons” Rothko se mostró cada vez más preocupado por la forma en que sus obras serían expuestas, o lo que es lo mismo, entre lo que el pretendía al pintarlas y la finalidad que se les daría en su destino, que él entendía como fundamentalmente trágica, entendiendo esta palabra casi en un sentido griego. Según le decía a Katherine Kuh, comisaria de una monográfica que el Art Institute de Chicago dedicó al pintor en 1954, “si existe necesidad y espíritu, se dan los mimbres para una transacción verdadera”. Y ya sabéis que cuando los artistas se ponen a hablar del espíritu, lo mejor es echar a correr… Rothko incluso creía en el potencial del arte para transmitir algunas verdades reveladas, y dio rienda suelta a esa vocación de trascendencia, a ese patetismo ―como él mismo lo llegó a denominar― en obras posteriores a la serie del “Four Seasons” y, en particular, en los paneles que pintó para la Philips Collection , para el comedor del Holyoke Centre de la Universidad de Harvard y, sobre todo, para la capilla que el matrimonio De Menil construyó en la Saint Thomas Catholic University de Houston, sin duda la obra más espiritual de Rothko.
No le faltó razón al decir a Fisher que “el mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán. La gente aguanta lo que sea hoy en día”, y yo añadiría que no sólo lo aguanta sino que, además, disfruta con ello. Estoy seguro de que alguno de los comensales que habría comido o cenado en el restaurante rodeado por las pinturas de Rothko sería uno de esos mismos que, durante un velatorio, no hubiera tenido ningún reparo en llevarse un canapé a la boca. Curiosa tradición americana que yo soy incapaz de entender, así que para mí es lógico, incluso conmovedoramente comprensible, que el pintor zanjara la posibilidad de que se diera tal frivolidad al no entregar sus cuadros.
Rothko no quedó a salvo, en todo caso. Ya sabéis que alguien que en todo momento tiene como referencia una cierta idea de trascendencia, sea ésta la que sea, corre el peligro de acabar autoinmolándose en pos, justo, de esa misma trascendencia. Y, en efecto, él se suicidó el 25 de febrero de 1970 cortándose las venas de sus muñecas después de haber ingerido una cantidad importante de antidepresivos. Para algunos amigos, su suicidio fue una suerte de “sacrificio ritual”. Tendido en el suelo del baño de su taller de la calle 69, en el East Side de Manhattan, esa mañana gélida su cuerpo consiguió adentrarse definitivamente en el rojo aterciopelado de sus cuadros.