“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

domingo, 16 de enero de 2011

Receta para malograr una comida

Todo el mundo sabe que Mark Rothko (1903-1970) siempre quiso ser un sacerdote o, quizá mejor, como él mismo confesó a la mujer de su amigo John Fisher, un profeta, que no deja de ser la forma más cabal de ser sacerdote. Ni siquiera él mismo sabía que acabaría dedicándose a la pintura hasta un día de otoño de 1923 en que fue a buscar a un amigo que estudiaba clases de arte y, al ver que los alumnos copiaban en sus papeles o en sus lienzos a una modelo desnuda, se dio cuenta de que a aquello debía consagrar su vida futura. Luego nosotros, e incluso él mismo, dimos en considerarle un pintor y no tanto por sus obras de los años veinte y treinta, de los horribles desnudos pretendidamente expresionistas a las banales estaciones de metro o a las boberías surrealistas bañadas de mitología de los años cuarenta, sino gracias a las abstractas superficies de sugestivo color que llegarían después.

Creo que esa convicción religiosa le venía ya de pequeño, y no sólo porque hubiera ido a nacer en el seno de una familia judía y rusa de Dvinsk (hoy en Lituania) que había sufrido los pogromos de 1905 y que había tenido que exiliarse a Estados Unidos poco a poco a partir de 1910. Cuentan que siendo adolescente escribió en hebreo una pieza teatral de carácter religioso, y que se pasó la juventud leyendo a Nietzsche y los trágicos griegos, a Shakespeare y Schopenhauer, a Dostoievski y Kierkegaard, y escuchando a Mozart más que a Wagner, aunque esto último no seré yo quien se lo reproche. El caso es que esa tendencia religiosa debió de acentuarse cuando en octubre de 1925 decidió apuntarse a las clases que el también judío, ruso y exiliado Max Weber daba en la Art Students League de Nueva York, pues éste atribuía al artista un papel profético, precisamente, y ―ahí es nada― consideraba el arte más una revelación que una representación. De alguna manera, las ideas de Weber dejaron una huella indeleble en Rothko, y quizá éste se acordó de las doctrinas de su profesor cuando contestó a la mujer de Fisher, que sentía ante sus cuadros “una sensación de magia y ritual cercana a lo religioso”, que no se consideraba un místico pero sí un profeta y no uno cualquiera, sino de un tipo especial, pues no vaticinaba “las desgracias por venir” sino que pintaba “las que ya están aquí”. Pero, qué queréis que os diga, todas las desgracias, sean pasadas, presentes o futuras, son cuestiones que no convienen a la experiencia gozosa de la comida… y era a comer a lo que se iba, de poder, al restaurante “Four Seasons” de Nueva York.

En unas notas redactadas tal vez en otoño de 1960 con motivo de la exposición que el Museum of Modern Art le dedicaría al año siguiente y desconocidas hasta el año 2007, Rothko señala que en la primavera de 1958 recibió una llamada para que se hiciera cargo de la decoración del “Four Seasons”. El exclusivo restaurante se hallaba situado en la planta baja de uno de los mejores rascacielos de Nueva York, el Seagram Building que, construido bajo proyecto de Ludwig Mies van der Rohe en asociación con Philip Johnson, acababa de ser concluido en el 375 de Park Avenue. Johnson y Phyllis Lambert, heredera de la fortuna de las destilerías Joseph E. Seagram & Sons Corporation, se dejaron llevar por las sugerencias del entonces todopoderoso director del MoMA, Alfred J. Barr, para elegir a Rothko como adjudicatario del trabajo y formalizaron el contrato el 25 de junio de ese mismo año. El encargo era, sin duda, el más relevante que se había encomendado hasta la fecha a uno de los pintores que habían formado parte del heterogéneo grupo de artistas de aquello que Robert Coates había llamado “expresionismo abstracto” en 1946. Así que Rothko debió de asumir la comisión con mucho ímpetu y mucha ilusión; de hecho, alquiló una antigua cancha de baloncesto, situada en la primera planta del número 222 de The Bowery, y la transformó en un nuevo taller donde pudo reconstruir, con muros falsos y un complicado sistema de poleas, el espacio verdadero del restaurante donde serían colgadas sus obras.
           
Rothko tenía que pintar siete lienzos para decorar las paredes del restaurante: tres paneles estrechos que irían colocados sobre las puertas abatibles, otros tres más anchos para el muro de enfrente y uno más para la pared que había frente a la entrada. Sin embargo, a partir de ese verano de 1958 se embarcó en un periodo de intensa actividad. No pintó sólo siete sino treinta paneles, a la búsqueda de quién sabe qué; nunca especificó cuáles habría destinado al restaurante y cuáles no, y por supuesto tampoco su disposición final. Hoy nueve se encuentran en la Tate Gallery de Londres, y el resto se reparte entre la National Gallery de Washington, el Kawamura Memorial Museum of Art de Chiba-Ben, en Japón, y las respectivas colecciones de sus hijos y herederos.

John Fisher, editor de la revista Harper’s, coincidió con Rothko en un crucero por el Mediterráneo durante el verano siguiente, y dejó escritas unas impagables notas de su encuentro con el artista. Aunque debemos ser cautos con la cronología de los hechos según son narrados por Fisher, pues habían sucedido en 1959 y su texto sólo fue publicado en 1970, al parecer Rothko había afrontado, hasta entonces, tres series de paneles. De la primera y la segunda no había quedado del todo satisfecho e incluso había vendido algunos cuadros por separado, y además estaba cansado después de ocho meses de frenético trabajo diario, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, así que había decidido tomarse un respiro a la busca de un merecido descanso y, quizá, de una solución a los problemas que la decoración del restaurante le estaba planteando. El viaje fue crucial, pues a tenor de las anotaciones de Fisher, las tímidas dudas que Rothko había ido albergando durante esos meses previos sobre el proyecto acabaron por aflorar con libertad. A la vuelta del viaje, Rothko y su esposa Mell fueron a cenar al “Four Seasons” y el pintor quedó tan espantado del ambiente pretencioso del restaurante que decidió retirarse del encargo y devolver el dinero, aunque nunca explicó satisfactoriamente por qué lo hizo. La crítica de arte Dore Ashton, que entonces visitaba el taller de Rothko con asiduidad, tenía la impresión de que el pintor pensaba que sus cuadros colgarían en una mera cafetería de empleados, así que optó por no entregar sus pinturas al enterarse de su verdadero y presuntuoso destino. La buena de Ashton daba así un contenido político a lo que en realidad no lo tenía y conseguía, a la par, relacionar la actitud del pintor con su juventud anarquista, pero lo cierto es que, según los comitentes, Rothko sabía desde el principio a qué lugar iban a ir destinadas sus obras: un restaurante caro. Otros autores han interpretado, en la misma línea, que la oscuridad opresiva de sus paneles constituía un ataque a la salud radiante de sus comitentes, y otros, quizá más cerca de las intenciones del pintor, como una agresión a los distinguidos comensales. De hecho, Rothko llegó a confesar a Fisher que había afrontado la comisión “con la esperanza de pintar algo que le estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera en la sala”.


Es evidente que las pinturas que Rothko había realizado durante todo ese tiempo se avenían mal con “un sitio para que los bastardos más ricos de Nueva York vayan a comer y presumir”, según sus palabras, y tampoco ayudaba nada la única condición que el pintor había impuesto, al parecer, en el contrato: que el espacio destinado a sus pinturas estuviera del todo cerrado. De haberse consumado, el encargo habría satisfecho así un sueño largamente deseado por el pintor, tal y como expuso él mismo en esas notas previas a la exposición monográfica en el MoMA de 1961: la creación de un lugar pleno de significado ―place contained, diría él― y por completo suyo, un mundo interior absolutamente subyugador y formidable. Tal vez la razón última del fracaso de Rothko en el “Four Seasons” fuera ésa, es decir que el restaurante no sólo estaba abierto todo el día sino que, sobre todo, era un lugar destinado perpetuamente al ritual feliz y placentero de la comida y, por tanto, era un sitio del todo inapropiado para exponer sus enormes y filosóficos paneles.

Durante el viaje por Europa de 1959, Rothko volvió a tener ocasión de visitar el vestíbulo que Miguel Ángel había construido para la Biblioteca Laurenziana de Florencia a partir de 1524. Aunque lo había visitado durante otro viaje en 1950, manifestó a Fisher que era ahora cuando estaba trabajando bajo la influencia del florentino, pues “él logró exactamente el tipo de sensación que yo estoy buscando, hace que el espectador se sienta atrapado en una habitación con todas las puertas y ventanas tapiadas”. Con sus lienzos de sombríos tonos rojos y terrosos de los que emergen ciertas formas geométricas que podrían evocar elementos arquitectónicos como puertas y ventanas, Rothko habría logrado conferir una sensación claustrofóbica al comensal que estuviera sentado en una de las mesas del restaurante, pues en realidad nadie podría atravesar esa superficie de color bidimensional. Pero es que además, al final del viaje de 1959, Rothko y Fisher, con sus respectivas familias, visitaron Nápoles y, tras pasar un día en Pompeya, el pintor sostuvo “haber sentido una profunda afinidad entre su obra y los murales de la Villa de los Misterios”, que como sabéis debe su nombre a los hermosos frescos que representan supuestos ritos de iniciación en el culto a Baco y que fueron deconstruidos por Paul Veyne en 1998.

Con independencia de la intencionada finalidad que pudieran tener las notas publicadas por Fisher, lo que parece claro es que Rothko andaba preocupado por otorgar una densidad trascendente a sus obras. Entre los críticos de arte que más odiaba, y no eran pocos, se encontraba Emily Genauer, quien en The New York Herald Tribune había descrito sus cuadros como “fundamentalmente decorativos”, y yo creo que los miedos y la desconfianza de Rothko pasaban por ahí. Sobre todo porque eran los años en que las chucherías pop de Andy Warhol, Roy Lichtenstein y James Rosenquist, a quienes Rothko consideraba con razón unos “charlatanes y oportunistas”, comenzaban a ganar terreno a la profundidad filosófica del expresionismo abstracto. Si bien fue algo que le obsesionó durante buena parte de su carrera, a partir del encargo del “Four Seasons” Rothko se mostró cada vez más preocupado por la forma en que sus obras serían expuestas, o lo que es lo mismo, entre lo que el pretendía al pintarlas y la finalidad que se les daría en su destino, que él entendía como fundamentalmente trágica, entendiendo esta palabra casi en un sentido griego. Según le decía a Katherine Kuh, comisaria de una monográfica que el Art Institute de Chicago dedicó al pintor en 1954, “si existe necesidad y espíritu, se dan los mimbres para una transacción verdadera”. Y ya sabéis que cuando los artistas se ponen a hablar del espíritu, lo mejor es echar a correr… Rothko incluso creía en el potencial del arte para transmitir algunas verdades reveladas, y dio rienda suelta a esa vocación de trascendencia, a ese patetismo ―como él mismo lo llegó a denominar― en obras posteriores a la serie del “Four Seasons” y, en particular, en los paneles que pintó para la Philips Collection, para el comedor del Holyoke Centre de la Universidad de Harvard y, sobre todo, para la capilla que el matrimonio De Menil construyó en la Saint Thomas Catholic University de Houston, sin duda la obra más espiritual de Rothko.

No le faltó razón al decir a Fisher que “el mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán. La gente aguanta lo que sea hoy en día”, y yo añadiría que no sólo lo aguanta sino que, además, disfruta con ello. Estoy seguro de que alguno de los comensales que habría comido o cenado en el restaurante rodeado por las pinturas de Rothko sería uno de esos mismos que, durante un velatorio, no hubiera tenido ningún reparo en llevarse un canapé a la boca. Curiosa tradición americana que yo soy incapaz de entender, así que para mí es lógico, incluso conmovedoramente comprensible, que el pintor zanjara la posibilidad de que se diera tal frivolidad al no entregar sus cuadros.


Rothko no quedó a salvo, en todo caso. Ya sabéis que alguien que en todo momento tiene como referencia una cierta idea de trascendencia, sea ésta la que sea, corre el peligro de acabar autoinmolándose en pos, justo, de esa misma trascendencia. Y, en efecto, él se suicidó el 25 de febrero de 1970 cortándose las venas de sus muñecas después de haber ingerido una cantidad importante de antidepresivos. Para algunos amigos, su suicidio fue una suerte de “sacrificio ritual”. Tendido en el suelo del baño de su taller de la calle 69, en el East Side de Manhattan, esa mañana gélida su cuerpo consiguió adentrarse definitivamente en el rojo aterciopelado de sus cuadros.

martes, 11 de enero de 2011

Nabokoviana

"Y en el transcurso de estas inconsistentes aventuras, había habido centenares de chicas con las que había soñado, pero a las que nunca había llegado a conocer; que habían pasado rozándolo y dejándole durante un día o dos esa desesperanzada sensación de pérdida que hace de la belleza lo que es: un árbol distante y solitario, destacando en un horizonte dorado; ondulaciones luminosas en el arco interior de un puente; algo completamente inalcanzable".

Vladimir Nabokov, Risa en la oscuridad. Barcelona, Ed. Anagrama, 2001, p. 16

jueves, 6 de enero de 2011

Capiteles, dorado, blanco

“Alrededor de las columnas rosas, de donde brotan sus espléndidos capiteles,
 los días actuales se apresuran y zumban”.
Marcel Proust, Sobre la lectura

CAPITELES
En ningún otro lugar como en Venecia se tiene la sensación de caminar continuamente deslumbrado, y no sólo por los reflejos del sol sobre esa agua que penetra la ciudad por doquier, sino también por las reverberaciones que produce sobre la superficie siempre cambiante de los edificios. Sucede de una manera particularmente intensa en la pequeña plaza que se abre ante la fachada de la iglesia de San Giorgio Maggiore, donde en un día de sol uno queda literalmente cegado por la blancura inefable del mármol de Istria, pero también enfrente, cruzando la laguna, en la Piazzetta de San Marcos que tanto gustaba a Proust porque tenía la sensación de que allí las dos columnas de granito rosa, una coronada por el León de San Marcos y la otra con una escultura que representa a san Teodoro, “no pertenecen al presente, sino a otra época donde el presente tiene prohibido penetrar”. Él hablaba de una “emoción de ensueño” que sin duda le provocaba la luz de la que hablo, pero también los juegos con que se entretiene en los capiteles de las dos columnas, entrando y saliendo por sus recovecos porque son los capiteles el elemento en que la arquitectura abandona su acostumbrada abstracción y se deja llevar por los maravillosos retozos de las luces y las sombras en su eterna lucha contra la gravedad… Como los que se producen también en la fachada de la Biblioteca Marziana de Jacopo Sansovino: una serliana que es como una membrana por la que la luz opera su continua transformación, entreteniéndose de nuevo en los capiteles pero también en las metopas y en los triglifos y no digamos en las guirnaldas fingidas. Como en las gárgolas, los pináculos y los gabletes de las antiguas catedrales, esos miembros arquitectónicos no son más que arabescos necesarios en que el arte de la arquitectura se distrae, a medio camino siempre entre la firmitas de la que hablaba Vitruvio, y la luz, que es su contrapunto.
DORADO
Pero a lo mejor Proust recordaba también los brillos de los mosaicos dorados de San Marcos, que son como iconos bizantinos sacados al exterior para mostrar algo que ya es potencial en los propios iconos: su perpetuo y mágico cambio de aspecto. Porque si hay algo de sagrado en esos iconos como prentendían los iconódulos y tanto temieron siempre los iconoclastas no es precisamente que ellos sean la divinidad, sino ese brillo fluctuante, y por ello milagroso, del oro del fondo. Bien lo sabía el abad Suger, puesto que el oro, las piedras preciosas y las perlas —todos fulgurando en el interior de su abadía de Saint-Denis— lo trasladaban “de lo material a lo inmaterial”, aunque eso sólo fuera una manera de decir las cosas para esquivar las amonestaciones de san Bernardo y sus acólitos. Para él, la bendición del agua bendita era una danza maravillosa disfrutada por incontables dignatarios de la Iglesia vestidos “con decoro en las blancas vestiduras, espléndidamente ataviados con mitras pontificales y preciosas capas pluviales embellecidas con ornamentos circulares”. ¿Qué, sino una danza, podría ser la que los brillos de esos adornos y esas blancas vestiduras bailaban en torno al altar, una danza tan ligera como ligeras son las columnas de la Piazzetta de Venecia? Y por cierto ahora recuerdo que Proust escribió que “los días que estamos viviendo giran, se apresuran, zumbando en torno a las columnas, pero al llegar junto a ellas se detienen bruscamente, huyen como abejas espantadas”… Los días girando como abejas, unas abejas tan doradas como la miel que con paciencia y tesón producen…

Lucio Fontana, Venecia era toda de oro, 1961. Pintura alquídica sobre lienzo, 149 x 149 cm.
Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, inv. 547 (1975.55)
[Mi amigo Javier Docampo, que no hay día que no me sorprenda,
me lo mandó después de leer esta entrada]
BLANCO
Las blancas vestiduras de las que habló Suger debían parecerle lo suficientemente puras, y luminosas, como para pulular en torno al cáliz de la consagración eucarística. Al fin y al cabo, el blanco ha simbolizado en muchas culturas la pureza, la castidad, la virginidad y la inocencia, o también la higiene, la limpieza y la paz o la divinidad. Pero lo que todo el mundo sabe es que el blanco, con el tiempo, amarillea —como en la Santa Sindone, por cierto—, o sencillamente se torna dorado. Matisse, a vueltas siempre con el color, era muy consciente y, por ello, cuando acometió las obras de la capilla del Rosario en Vence —su única obra religiosa, y esto es un decir—, cuyo interior es tan blanco como un paño de pureza, abrió unos ligeros y muy sutiles ventanales en los que colocó vidrieras de color puro: el azul ultramar del mar Mediterráneo, el verde botella de los cactos que abundan en Vence, un solar amarillo limón. Y, así, consiguió que el techo y los muros blancos, las blancas baldosas del suelo y los blancos paneles cerámicos, se transfiguraran y dejaran de sentirse las dimensiones reales del espacio arquitectónico de la capilla, que se tornó maravillosamente ligera como por milagro. Un milagro del arte que, como acaba Proust su texto Sobre la lectura, ocurre “a plena luz del día”.

martes, 4 de enero de 2011

Del vino, Tiziano y otros prodigios

Que el vino es, junto con la cerveza y el whisky, una de las bebidas más maravillosas que uno pueda echarse al coleto es algo que nadie en su sano paladar puede poner en duda, y sobre todo si es de calidad. Si lo era o no el que tomaban los antiguos es algo que aventuro que nunca podremos saber al menos con total seguridad, pero sí debía de serlo a tenor de lo que Filóstrato el Viejo, un escritor del siglo III d. C., afirma de sus propiedades: “hace a los hombres ricos, dominantes en la asamblea, dadivosos con los amigos, guapos y, si son bajos, de cuatro codos de altura”, para añadir después que “cuando uno ha bebido hasta hartarse, puede reunir todas estas cualidades y apropiárselas mentalmente”. Uno querría hacerse también con ellas, por decirlo así, físicamente, pero los griegos bebían unos caldos tan fuertes ―aunque los diluían con agua o miel― que bastaban unas pocas copas para quedar al borde del delirio, ese estado casi febril en que uno deja de lado justo lo que nunca debe olvidar: su cuerpo. Los antiguos conocían muy bien esa prodigiosa cualidad transformadora del vino, y por eso la atribuyeron también a Dioniso, el dios de la embriaguez divina y, por tanto, del vino mismo. Ante su presencia, el mundo cotidiano en que los hombres acostumbraban a convivir se transfiguraba, y un torrente de vida surgía de maternales profundidades.


Según se recoge en una leyenda antigua y ha contado después maravillosamente Walter F. Otto, todos los 5 de enero manaba vino en el templo de Dioniso de la isla de Andros, y seguía haciéndolo durante siete días consecutivos quizá porque sus habitantes eran los más fieles en el culto al dios. A Tiziano no debió de costarle gran esfuerzo imaginar cómo pudiera ser una celebración báquica en Andros pues, según cuenta su contemporáneo Francesco Priscianese, tenía un excelente gusto para los vinos. De hecho, La bacanal de los andrios fue el último cuadro que pintó, entre 1523 y 1526, para el llamado “camerino de alabastro” que Alfonso I d’Este, tercer duque de Ferrara, tenía en el corredor cubierto que unía el antiguo castillo de San Michele con el nuevo palacio ducal de la ciudad por encima del nivel de la calle. Sin lugar a dudas, el camerino era una de las estancias más bellas del Renacimiento, pues el programa decorativo que el duque había previsto para ese gabinete privado habría estado formado por una serie de cuadros realizados por pintores tan notables como Fra Bartolommeo, Giovanni Bellini, Dosso Dossi, Rafael y el propio Tiziano. Pero, por diversas circunstancias y casi todas luctuosas, resultó del todo imposible culminarlo según el proyecto inicial.

Como el resto de pintores, Tiziano tuvo que atenerse a un preciso programa iconográfico cuyo significado, sin embargo, aún no se ha aclarado con éxito y unanimidad. En este caso en particular, el pintor se ciñó a lo narrado por el propio Filóstrato en un pasaje de sus Imágenes en que describe un cuadro antiguo que representaba la llegada de Dioniso a la isla de Andros, donde lo aguardaban, ebrios de vino, sus habitantes. Enlazando las diversas posturas e incluso superponiendo unas figuras con otras, Tiziano elaboró una composición compleja para, al fin y al cabo, traducir en puro ornamento las emociones internas de los distintos personajes de la obra. Durante el festín previo a la llegada del dios, los andrios se entregan a los placeres de la bebida, al movimiento acompasado de la danza, a la repetición monótona pero gustosa de la música pastoril y a los devaneos amorosos. Parece como si el único objetivo del artista hubiera sido trasladar ese sentimiento de alegre indolencia a su comitente, el duque de Ferrara. Alejado de los afanes del mundo, retirado en la soledad de su estudio y rodeado por unas cuantas bellísimas pinturas que celebraban el poder fascinante del vino, del amor y de la música, Alfonso podría recordar o incluso quizá volver a leer aquellos versos en que Horacio se preguntaba: “¿A quién no hicieron hablar las copas colmadas, a quién no aliviaron en su estrecha pobreza?”.

sábado, 1 de enero de 2011

Y la pintura fue luz

Hay lugares en los que las artes parecen confabularse para que uno se sienta, aunque sea efímeramente, congraciado con el mundo y sobre todo con el hombre, tan pródigo siempre en otros excesos y no de los mejores. Sin duda uno de ellos es la Capilla del Rosario que Henri Matisse (1869-1954) construyó y decoró entre 1948 y 1951 en una de las múltiples laderas de Vence, un pequeño pueblo de la Riviera francesa encaramado a los llamados Alpes Marítimos.
Años antes, en enero de 1941, Matisse fue operado de una grave afección intestinal. Durante la convalecencia conoció a Monique Bourgeois, una joven enfermera con la que volvió a coincidir a finales de 1943 cuando entonces era ella la afectada por una tuberculosis de la que se recuperaba en el Foyer Lacordaire, residencia cercana a la villa Le Rêve que el pintor había adquirido en Vence por si Niza, ciudad en que vivía con asiduidad, tenía que ser evacuada ante un eventual ataque aéreo por parte de las potencias del Eje. Todavía se conserva una fotografía del pequeño estudio que Matisse tenía en la villa. Algunas pinturas, algo de ajuar doméstico, una jaula para unas palomas blancas y otra más grande para ciertos pájaros, flores, flores y flores como siempre y una preciosa celosía por la que pasaba la luz para iluminar el angosto interior, tan tímidamente que Françoise Gilot llegó a declarar que cuando lo visitó con Picasso tuvo que esperar un buen rato para que sus pupilas se acostumbraran a la penumbra y todos esos objetos fueran revelándose poco a poco, como por milagro, y manifestándose en todo su color…

Monique no sólo posó como modelo de algunos retratos pintados entonces por Matisse sino que también lo ayudó a pintar esos papeles (de los que hablaré en breve) que después el pintor recortaba y pegaba obsesivamente a la búsqueda del color y la forma puros, al menos hasta que decidió ingresar en un convento dominico en el que tomó el nombre de Hermana Jacques-Marie. Fue en septiembre de 1946 cuando retornó a Vence y reanudó su relación con Matisse, y a comienzos de 1947 le expuso el proyecto que las monjas tenían de construir una nueva capilla junto al colegio de la Orden. El 4 de diciembre Matisse mantuvo una reunión con el joven novicio Louis-Bertrand Rayssiguier, con quien instauró después una prolija y muy extensa correspondencia en torno al proyecto, y en poco más de dos horas establecieron las líneas maestras para la construcción de la nueva capilla, sólo modificadas en cuestiones de detalle durante los años siguientes.
El contraste entre la trivial calle residencial por la que se accede al recinto de la capilla y esta última no puede ser mayor, a pesar de tener la sensación de haber culminado una larga peregrinación cuyo objetivo último es visitar esa aparentemente sencilla construcción. Al fin y al cabo se trata de una planta rectangular y un alzado sin sobresaltos que constituyen un paralelogramo casi tan perfecto como la blancura de sus muros, rematados por una techumbre de tejas azules levemente violáceas que alternan con otras blancas que riman a la perfección con ese “bello cielo real” característico del Mediterráneo francés que tan bien definió Paul Valéry en El cementerio marino. Uno tiene la impresión de que la orografía del terreno y la función litúrgica del edificio han alcanzado una perfecta conjunción. El interior es engañosamente pequeño (15 m de longitud tiene el eje más largo) y en él predominan también aparentemente los muros blancos conjugando un espacio sólo ficticiamente simétrico: una supuesta nave es intersectada por una suerte de crucero en el lado occidental, mientras en el lado meridional se abre un pequeño espacio a modo de coro para las sillas de las monjas. En el punto de encuentro entre la nave y el crucero está el compacto altar, foco de todo el conjunto, cuyas disposición y rotunda simplicidad permiten que el oficiante tenga una relación directísima tanto con las religiosas como con la feligresía, repartida en el lado largo de la nave. Lo único que establece una simbólica separación entre ellos son los candelabros y el crucifijo que, sobre el altar, también fueron diseñados por Matisse como lo fue todo el conjunto, pues sólo requirió algún asesoramiento de los arquitectos Auguste Perret y Milon de Peillon.
Las tres puertas de acceso, los muros interiores y el techo son blancos, y blancas son las baldosas cuadradas de mármol separadas en sus intersecciones por rombos de color verde oscuro que se extienden por el zócalo frontal de la plataforma sobre la que se eleva el altar. Una cuarta puerta, que da al confesionario, es asimismo blanca aunque está labrada como si de una celosía se tratara. Las paredes oriental y septentrional están parcialmente cubiertas por cuadradas baldosas que forman tres paneles cerámicos con pinturas cuyos límites negros constituyen unos “paneles de signos”. Para Matisse eran “la esencia espiritual” del monumento: un Santo Domingo, patrono de la Orden y fundador del Rosario, junto al presbiterio; una Virgen con el Niño rodeada de flores en la nave; y las catorce estaciones del Via Crucis a los pies de esa misma nave, resumidas en lacónicas pero dramáticas escenas jeroglíficas identificadas y ordenadas mediante números.
Sin embargo, en la fachada oriental y tras el altar se abre un doble ventanal que ocupa casi toda la altura del edificio con vidrieras de puros y vívidos colores: un solar amarillo limón, el verde botella que remite a los cactos de costillas que abundan en Vence y el azul ultramar del cielo mediterráneo. Lo mismo ocurre tras el coro de monjas y en la pared que se alza frente al panel de la Virgen con el Niño, pues dos juegos de altos y estrechos vitrales iluminan el interior de la capilla a través de nuevas vidrieras que, dispuestas simétricamente, parecen remitir de igual forma a la vegetación del lugar. El interior de la capilla parece ser tan permeable al mundo exterior y mantiene con él una relación tan estrecha como la del techo de tejas bicromas con el cielo.
Matisse hizo muchas y muy preciosas declaraciones sobre su trabajo en Vence, pues al fin y al cabo lo consideraba su obra maestra o, por decirlo de otro modo, el lugar donde se concentraban todos los felices hallazgos de su carrera. Una de las cuestiones esenciales era “ofrecer la impresión de espacio ilimitado a pesar de sus dimensiones reducidas” ya que para él “la función de toda la pintura decorativa consiste en ampliar las superficies, en hacer que no se sientan las dimensiones de la pared”, y ése era el sentido en que se podía decir “que el arte imita a la naturaleza: por el carácter vital que un trabajo creativo confiere a la obra de arte”. Esa vitalidad venía dada en la capilla de Vence, por un lado, por lo que él mismo llamó “la ley de los contrastes”: contrastes entre el color arrebatado de las vidrieras en contraposición (y en equilibrio) al blanco y negro de las cerámicas o de los hábitos de las dominicas, entre la alegría cromática de las vidrieras y el drama histórico del Via Crucis o entre la luz subyugante y el espacio que ella misma genera y un volumen arquitectónico que es particularmente anodino. Pero, por otro y quizá sobre todo, esa energía concentrada procedía de lo que siempre le había preocupado: sencillamente la luz. Durante su convalecencia de 1942 y aún después Matisse comenzó a recortar y combinar papeles previamente coloreados con tonos puros dando rienda a una investigación estrictamente artística e inédita, y ese mismo procedimiento fue el que puso en marcha en las vidrieras de Vence. Lo prodigioso es que, en este caso, esos puros colores (y Matisse siempre recurrió a la palabra “pureza” para referirse a las obras en Vence) son atravesados por la luz de manera que ésta es milagrosamente consustancial a esos mismos colores y opera una maravillosa transformación en el interior de la capilla, de manera que ningún apelativo me parece más acertado que el que George Duthuit dedicó al pintor: para él su suegro era, ni más ni menos, “el sastre de la luz”.

Matisse diseñó todo el ajuar del interior y también las casullas y el resto de atuendos litúrgicos. En 1952 y por tanto un año después de la consagración de la capilla, Alfred Barr Jr. vio algunos de los bocetos para las casullas en el estudio que Matisse tenía en Niza y le parecieron “gigantes mariposas”, y tan ligera como una de ellas me parece el conjunto de Vence. Incluso la enorme cruz de doce metros de altura que lo corona es como un “hilo de humo que se eleva delgado y ligero en la tranquilidad de la noche”, según dijo Matisse a Henri Laurens en octubre de 1949 mientras la diseñaba. Él quería que “todos los que visiten este lugar lo abandonen felices y tranquilos”, y en ese sentido, quizá el único posible, la capilla es un lugar religioso en sentido etimológico: un sitio que religa, que une en comunión.
Matisse acabó viéndola como “una flor. No es más que una flor, pero es una flor”, y  Duthuit, en su texto iluminador, terminó preguntándose retóricamente “¿dónde aquello que puebla el universo está abocado a una irremediable y maravillosa ligereza?”. Para mí que allí, encima de la ladera, bajo aquel “calmo techo surcado de palomas” como escribió Valéry. Las mismas que, rodeadas de flores, Matisse tenía en su estudio.