“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

domingo, 7 de diciembre de 2014

Sobre el retrato La familia de Juan Carlos I, por Antonio López

[Respuestas completas a cuatro preguntas de Peio H. Riańo para El Confidencial]

¿Qué claves debería reunir el retrato de corte perfecto? Precisa representación de los rasgos físicos del retratado, siempre equilibrada con una adecuada idealización para no disminuir el carácter representativo, absolutamente esencial, del retrato de corte.

¿Cómo se combina el genio del artista con la propaganda del motivo? Eso del "genio" es un prejuicio romántico del que estamos tardando mucho en desprendernos. Es lo que explica que el retrato pintado por Antonio López, uno de los artistas cuyo supuesto "genio" es reconocido por la mayor parte de los que gustan de las cosas de la pintura, pase por ser un buen retrato sin que nos hayamos parado a mirarlo. Así que combinan a la perfección, porque cosa distinta habría sido que lo hubiera pintado, pongamos por caso, yo mismo

¿Tiene sentido hoy un retrato de corte? Es más, ¿es posible si ya no existe corte? Entonces, ¿para qué cree que se hace un retrato pictórico (con qué fines)? Lo siento, soy cualquier otra cosa que monárquico, así que para mí no tiene sentido que haya corte, si entiendo lo que quieres decir con esa palabra, luego un tal retrato no tiene razón de ser. Supongo que el hecho por Antonio López ahora responde a la idea de alguien, quizá el mismo que lo encargó, que es monárquico, que entiende que es necesario que haya una corte y que, por tanto, lo sea también el retrato del que hablamos.

¿Qué retratos de corte destacaría de la tradición española? Los que a todo el mundo le vienen a la cabeza: todos los de Tiziano, todos los de Velázquez. Lo maravilloso en los de uno y los del otro, aún pintando retratos de corte, no dejaran de pensar nunca en términos de pura pintura, si me permites decirlo así.

miércoles, 25 de junio de 2014

Klee en la Bauhaus


[Publicado en Descubrir el Arte, junio de 2013]

Hasta finales de junio la Fundación Juan March de Madrid acoge la estupenda exposición que, comisariada por Fabienne Eggelhöfer y Marianne Keller y después de mostrarse en el Zentrum Paul Klee de Berna, aborda los años en que el artista suizo impartió clases en la Bauhaus, entre 1921 y 1931. En ella podrá verse una selección de las cerca de 3.900 páginas que recogen los apuntes que empleaba para impartir sus clases junto con más de 140 pinturas, acuarelas, dibujos, fotografías, libros y otros documentos que permitirán explorar la relación entre el discurso teórico y la práctica artística y la imbricación entre la vida, la obra y la docencia del pintor.

En parte como consecuencia de la situación deplorable en la que Alemania había quedado después del fracaso de la I Guerra Mundial y de la necesidad de acometer una serie de reformas que revitalizaran la industria y estabilizaran una situación política enconada, la Bauhaus fue creada el 1 de abril de 1919 como resultado de la unión entre la Escuela Superior de Bellas Artes y la Escuela de Artes y Oficios del Gran Ducado de Sajonia. Su fundador y primer director, el arquitecto Walter Gropius, se inspiró en los gremios medievales para potenciar en la nueva institución el trabajo colectivo y, mediante la unión de la teoría y la práctica a la búsqueda de la obra de arte total, disolver la escisión tradicional de las disciplinas artísticas. Al fin y al cabo todas se sustentaban en un trabajo manual cuyo objetivo primordial, para Gropius, era crear objetos útiles para la vida cotidiana y viviendas que constituyeran los cimientos de una sociedad más justa tras la posguerra.
Después de abordar un curso preliminar que “servía para liberar a la individualidad de sus ataduras”, la Bauhaus incentivaba la especialización de los estudiantes en diferentes disciplinas y para ello les ofrecía una completa formación práctica que era enriquecida gracias a las clases sobre teoría de la forma y a asignaturas específicamente dedicadas a las ciencias exactas y naturales. La dirección de los talleres quedaba en manos de un maestro de taller, que supervisaba el trabajo manual, y un maestro de la forma, que fundamentalmente era responsable de los aspectos teóricos.


La historia de la institución está marcada por las ciudades en que estuvieron sus sedes, Weimar, Dessau y Berlín; por sus directores, los arquitectos Walter Gropius (1919-1928), Hannes Meyer (1928-1930) y Ludwig Mies van der Rohe (1930-1933); y por algunos conflictos con las autoridades civiles de turno o las disensiones que se produjeron entre los propios maestros en torno a los métodos y los contenidos de la enseñanza que allí se impartía. Por resumir, tres podrían ser los acontecimientos más relevantes de esa historia: por una parte, la exposición celebrada en 1923 para la que se creó una vivienda-modelo en cuyo interior se expusieron los trabajos que maestros y alumnos realizaban en las aulas con el fin de que llegaran más encargos para los talleres y, con ellos, una mejora en la autofinanciación; por otra, el reconocimiento en 1926 de la Bauhaus como una escuela superior de diseño, que vino acompañado por el nuevo objetivo de “estar al servicio de un desarrollo de la vivienda acorde con los tiempos, desde el mobiliario y los enseres del hogar más simples hasta el edificio terminado”; finalmente, el cierre de la institución por parte de los nacionalsocialistas en Dessau y su traslado a Berlín como institución privada hasta el 20 de julio 1933, cuando la Bauhaus fue definitivamente clausurada por los nazis.

Fue Gropius, precisamente, quien en octubre de 1920 ofreció a Klee la posibilidad de convertirse en eso que maravillosamente se llamaba maestro de la forma y ello a pesar de que apenas contaba con experiencia docente. Sin embargo, Klee no impartió clase hasta el 13 de mayo del año siguiente cuando, según sabemos por una carta que escribió a su esposa Lily, se produjo “una situación extraordinaria” que revela el carácter del pintor: al parecer había sorteado su peculiar introversión y había pasado “dos horas hablando libremente con la gente”. En los meses siguientes Klee impartió cada catorce días unas clases teóricas que se alternaban con la ejecución, por parte de los estudiantes y entre una y otra sesión, de un ejercicio práctico que tenía que concretar las explicaciones teóricas. Aunque en un principio Klee dedicó sus explicaciones a lo que en sus apuntes llama “teoría de la configuración pictórica”, y que en realidad estaban destinadas a desentrañar los misterios de la forma, durante un tiempo también se responsabilizó de las clases de dibujo y de desnudo. A su vez, también se hizo cargo sucesivamente del taller de encuadernación, del taller de metal, del taller de pintura sobre vidrio (técnica en la que ya había destacado en una etapa tan temprana como la que media entre 1902 y 1906) y del taller de tejeduría. 

De ese modo, en los períodos de mayor actividad Klee llegó a impartir entre 6 y 8 horas por semana, a las que habría que sumar las dedicadas a la preparación de las clases, así que paulatinamente fue experimentando un malestar creciente por el tiempo que dedicaba a la actividad docente y que le restaba el que pretendía dedicar a sus propias creaciones, una situación desde luego empeorada con el funcionamiento habitual de toda institución académica que se precie: como decía a su mujer en otra carta fechada el 5 de octubre de 1922, en la Bauhaus “nos reunimos, nos reunimos y nos reunimos”. No debe extrañar por ello que en 1927 prolongara sus vacaciones sin previo aviso y sin autorización por parte de la escuela y que, finalmente, renunciara a su puesto el 18 de septiembre de 1930 y aceptara la oferta de la Academia de Arte de Düsseldorf en abril de 1931.


La exposición se articula en cinco bloques temáticos que materializan los asuntos que afloran una y otra vez en los escritos de Klee y que, por ello, son esenciales para entender su obra y su concepción de la pintura: color, ritmo, naturaleza, construcción y movimiento. El color es, sin duda, uno de los elementos más importantes en la obra de Klee, hasta el punto de que, durante su viaje a Túnez en 1914, anotó en su diario: “Yo y el color somos uno”. En sus anotaciones, Klee sigue la Teoría de los colores de Goethe y La esfera de los colores del pintor Philipp O. Runge, y reconociendo que el rojo, el amarillo y el azul son los colores primarios y el verde, el violeta y el naranja son los complementarios, concierta con ellos sus obras principales. Por su parte, el ritmo es un componente igualmente relevante como cabría esperar de un pintor que fue además un virtuoso violinista; es por ello que en sus obras se repiten elementos pictóricos que se distribuyen según una estructura regular. A su vez, ese ritmo determina en buena medida la construcción y el movimiento, fundamentales en las reflexiones y en las pinturas de Klee pues, según él, son elementos centrales de la creación. Del movimiento derivan además, “todas las cosas”, y por ello en su producción abundan las flores o los astros que giran o las flechas. Por último, mediante un proceso de simplificación muy peculiar Klee intentará superar la tradicional imitación de la naturaleza con el ánimo de, a su vez, construir una obra “viva”, inspirándose para ello en las leyes del crecimiento vegetal o recurriendo a la reproducción de algunos de los avances científicos más relevantes del momento como los que constituían las visiones a través del microscopio.



Por fortuna, hoy conocemos algunas de las opiniones que tanto Klee como sus clases promovieron entre sus alumnos. En general, revelan cierta fascinación por su personalidad y, sobre todo, por sus conocimientos, aunque no es extraño teniendo en cuenta que en sus clases podía desentrañar los misterios de la forma, aun en voz muy baja y de espaldas a los oyentes, recurriendo a una sonata para violín de Bach. Aún así, uno tiene la sensación de que buena parte de sus coetáneos no llegó a comprender muy bien lo que Klee realmente era y, por supuesto, no alcanzó a entender su extraordinario modo de entender el mundo y la creación artística tal vez porque, como él dijo al final de uno de los semestres de docencia, “les he mostrado aquí un camino… Yo personalmente he seguido otro”.


Esa incomprensión ya la había sufrido en otras ocasiones; antes de aceptar la oferta de Gropius para entrar en la Bauhaus, Klee había intentado ingresar sin éxito en la Academia de Stuttgart pues sus responsables rechazaban “el carácter lúdico” de su obra. Es esta naturaleza lúdica de la obra de Klee la que me parece cardinal. De hecho, en 1922 se publicó en Berlín el libro El arte de los enfermos mentales. Una contribución a la psicología y la psicopatología de la figuración del psiquiatra e historiador del arte Hans Prinzhorn. En la publicación, Prinzhorn exponía las seis pulsiones que impelen la creación artística y entre ellas enumeraba la necesidad de expresarse, la tendencia al orden y, justamente, el instinto de juego como fundamentos antropológicos de la creación artística. Sin duda Klee conoció y leyó el libro porque en esos años anduvo muy interesado por las manifestaciones artísticas de los enfermos mentales y, también, de los niños, es decir de aquellos que creaban sin estar mediatizados por las academias artísticas. No me parece casual que su obra también parezca arrastrada por esas pulsiones de las que habla Prinzhorn, exactamente igual que la de un niño como muy bien supieron ver, sin saberlo, los de Stuttgart. Para Lyonel Feininger, uno de sus compañeros en la Bauhaus, “igual que un niño despierto y atento, [Klee] encontraba eternamente nuevas y fascinantes todas las experiencias de los sentidos, de la vista y el oído, del tacto y el gusto”. Me pregunto si con su obra no pretendería dar un orden maravilloso y particular a lo que le rodeaba y, ejerciendo una irresistible voluntad de forma, revivir y volver a sentir con sus obras esas experiencias de las que hablaba Feininger. ¿Qué otra cosa podría ser el arte?

martes, 11 de marzo de 2014

War | Photography



[Publicado en Descubrir el Arte, Año XIV, n.º 175 (septiembre de 2013), pp. 79-85

Mis primeros recuerdos asociados a la “experiencia” de una guerra son probablemente los mismos que tiene buena parte de los que pertenecen a mi generación y adoptan la forma de unos fogonazos verdosos que atravesaban de extremo a extremo la pantalla del televisor una mañana de enero de 1991 mientras el locutor narraba los primeros escarceos de la primera guerra del Golfo; claro está que esos fogonazos eran los destellos de luz que dejaban los misiles estadounidenses en las cámaras de visión nocturna. Recuerdo también mi fascinación por la silueta geométrica del F-117 Nighthawk, el avión invisible a los radares diseñado por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Recuerdo también ahora que pensé con candidez que mi abuelo, quien entonces acababa de fallecer, al menos no tendría que ver las masacres que se cometerían todos los días, cada día, hasta que acabara la contienda. Al menos, digo, porque murió repentina e inmediatamente después de las comidas y las cenas de aquellas navidades. Lo que no pude pensar entonces es que mi abuelo ya había vivido una guerra y de forma harto diferente, pues había sido uno de los muchos niños que, durante la guerra civil, fueron trasladados a Barcelona desde Madrid. ¿Habría recordado algo de aquella huída obligada al ver las imágenes de los niños iraquíes o kuwaitíes en los campos de refugiados que aparecieron en la televisión y en los periódicos? Y, en caso de que sí, ¿cómo habría sido su nueva “experiencia mediatizada”?


Pocos días antes de que la primera guerra entre Estados Unidos y Sadam Hussein estallara, el filósofo francés Jean Baudrillard publicó en Liberation un artículo titulado “La Guerra del Golfo no tendrá lugar” que fue seguido por otros dos, uno sobre las cualidades específicas de aquel enfrentamiento y un tercero y último en que confirmaba su hipótesis de partida: para él, la guerra del Golfo no había tenido lugar. La que fue considerada “la madre de todas las batallas” enfrentaba a enemigos descompensados en lo que a fuerza militar se refería y además, como Baudrillard decía en el segundo de sus artículos, se trataba de una guerra “publicitaria, especulativa, virtual; de hecho esta guerra ya no responde a la fórmula de Clausewitz de la prolongación de la política por otros medios; resultaría más bien de la carencia de política prolongada por otros medios”. ¿Por qué era así? Seguía: “Todo lo que abunda en el sentido de la guerra, la escalada de fuerzas, el juego de la tensión, la concentración de armas, tal vez incluso la luz verde de la ONU, todo resulta ambiguo y, lejos de fortalecer la probabilidad de la confrontación, funciona como acumulación preventiva, como sustituto y diversión del paso a la guerra”.


En efecto, la guerra acabó siendo sustituida por su representación en la pantalla de los televisores que la retransmitían en directo aunque, en realidad, la supuesta objetividad de ese “tiempo real” subrayaba un aspecto crucial: la conversión de la guerra en un simulacro y, para más señas, en un simulacro espectacular que, radicalmente mediatizado, podía ser contemplado como un mero espectáculo por un espectador distanciado. Han sido muchos los conflictos bélicos que se han sucedido hasta entonces que no han hecho más que confirmar, al menos en parte y para una parte muy determinada del mundo (la nuestra), la diagnosis de Baudrillard, y sobre todo después de que la espectacularización de la guerra se multiplicara exponencialmente tras el 11S, cuando las cabeceras de informativos de aquel día de septiembre y de los siguientes se montaron y mostraron como si se tratara de tráileres cinematográficos.


Por fortuna, muchos de nosotros hemos tenido únicamente esta experiencia mediatizada de la guerra y no conocemos otra. Por ceñirnos ahora solo a España, las generaciones que siguieron a la guerra civil y particularmente aquellas que ni siquiera tuvieron que sufrir las consecuencias de la posguerra han conocido la guerra como nunca antes podría haberse imaginado gracias, justamente, a la proliferación de unas imágenes que se supone que la retratan tal y como es. Pero, en verdad, solo se supone pues ese conocimiento está mediatizado por definición. Como en algún lugar ha escrito Susan Sontag, “el conocimiento de la guerra entre gente que no ha experimentado la guerra es producto del impacto de esas imágenes”, luego el modo en que tales imágenes son retransmitidas o publicadas o expuestas o, en caso contrario, manipuladas o escamoteadas o definitivamente destruidas, debería ser objeto de una reflexión que escape de la anestesia que promueve la misma inflación obscena de esas imágenes en los medios de información.


En cierto modo, dos exposiciones que pueden verse en estos días también invitan a reflexionar sobre las relaciones entre la guerra y la fotografía. Photography and the American Civil War, que podrá verse en el Metropolitan Museum de Nueva York hasta el 2 de septiembre, muestra más de 200 fotografías sobre el conflicto con el ánimo de “examinar la evolución del papel desempeñado por la cámara [fotográfica] durante la más sangrienta guerra de la nación”, entre otras cosas porque “después de 150 años, [el conflicto] aún ocupa un lugar preponderante en la imaginación del público americano”. Por su parte, War/Photography: Images of Armed Conflict and Its Aftermath recoge unas 150 fotografías realizadas entre 1855 y nuestros días que han sido expuestas, por decirlo así, temáticamente, recorriendo las fases cronológicas de un conflicto bélico y aunando tanto el punto de vista militar como el civil; en ese sentido, se pasa de los preparativos para la guerra al reclutamiento, el embarque, las rutinas diarias, la guerra propiamente dicha, las atenciones médicas y las repercusiones bélicas, desde el ineludible encuentro con la muerte a los prisioneros, los refugiados, las torturas, las ejecuciones, la posguerra y las huellas que todo ello deja en el imaginario colectivo.


Hoy ya sabemos de la maleabilidad a la que las fotografías y otras formas de persuasión están sometidas y cómo a menudo son difundidas para manipular la opinión pública más que para mantenerla informada, de modo que lo que antes llamé medios de información son en realidad, como gustaba decir Agustín García Calvo, “medios de formación”. Es posible que las imágenes, y en particular las relacionadas con la guerra, no cambien, pero sí varía y de qué manera el modo en que pueden ser y son percibidas por el modo en que pueden ser y son mostradas. Por decirlo de alguna manera, lo que miramos generalmente no es lo que vemos, y eso ocurre con particular intensidad con las imágenes relacionadas con los conflictos bélicos. Sobre nosotros influyen poderosamente las convenciones políticas, religiosas y culturales en un sentido amplio, y por ello lo que vemos depende en buena parte de nuestras expectativas. ¿Cuáles podrían ser tales expectativas si, como decía antes, para la mayoría de nosotros la experiencia de la guerra es una experiencia mediática y mediatizada o si asumimos que, como decía el propio Baudrillard, “a la catástrofe de lo real preferimos el exilio de lo virtual, cuyo espejo universal es la televisión”? ¿Qué ocurre cuando esa virtualidad viene dada por las fotografías? Uno acaba por maliciarse que, en esas imágenes de la guerra, como en otras cualesquiera, no hay mensajes transparentes u objetivos y ni son “verdad” ni pueden serlo.


A toda esta complejidad tendríamos que añadir nuestras dificultades para poder definir qué sea una guerra toda vez que, junto a la progresiva disolución de los estados-nación, hasta hace un par de décadas las guerras enfrentaban a enemigos identificados e identificables, pero ahora los enemigos son ideas o conceptos menos definidos, más abstractos y, en ese sentido, más manejables, como el Mal o el Terror.


Aún cabe añadir un par de dificultades más: por un lado, la multiplicación ingobernable de imágenes que todos los días se publican en Internet hace que sea imposible decidir cuáles de ellas son las significativas y cuáles podrán quedar en la memoria colectiva; por otro, cabría preguntarse quién hace la foto y con qué fines. En War/Photography las hay realizadas por fotógrafos reconocidos internacionalmente, fotorreporteros, fotógrafos militares, amateurs y también artistas que de vez en cuando toman la cámara fotográfica, luego son muy diversas las motivaciones de aquellos que han realizado las fotografías de la exposición, a las que se añaden (o deberían añadirse) las motivaciones de aquellos quienes encargan los reportajes y que repercuten ineludiblemente en lo que llamaré el “control de la imagen”. ¿Qué suele ocurrir en casi todas ellas, y sobre todo cuando se muestran una detrás de otra en exposiciones como estas? Que tendemos a olvidar las circunstancias peculiares y particulares en que determinada imagen fue tomada y, lo que es peor, que tendemos a olvidar también las circunstancias peculiares y particulares de aquellos que, casi siempre de forma involuntaria, las protagonizan. Lo que me parece más relevante es que este podría ser el material que conformara no una determinada Historia de la Guerra pero sí su memoria o, mejor, la memoria de todas las guerras, porque al fin y al cabo son, en palabras de George Didi-Huberman, “imágenes pese a todo”.


Sin duda, la proliferación de imágenes atroces nos ha anestesiado hasta tal punto que uno podría considerarlas, en el contexto de una exposición, con una demasiado poco humana distancia estética que no considerara, que no podría considerar, el dolor de los otros. En el mejor de los casos, las imágenes deberían ser instrumentos para llegar a comprender ese dolor y, sobre todo, para ponerle remedio. Sin embargo, y desde este punto de vista, no podría preocupar más del estado de las cosas que Freedom Graffiti, el fotomontaje con que el artista sirio Tamman Azzamen consiguió acoplar una reproducción de El beso de Gustav Klimt a las paredes de un edificio derruido por las bombas durante el conflicto actual, tuviera más repercusión mediática que cualquiera de las fotografías que aparecen en los periódicos todos los días mostrando descarnadamente a los muertos, a los montones de muertos.


Dicho esto, lo que más me sorprende de War/Photography es que, desde el Museum of Fine Arts de Houston, la exposición itinerará por Los Ángeles, Washington y Nueva York, tres de las ciudades más importantes de unos Estados Unidos que, como no se ha cansado de reiterar Josep Fontana, fundamentan su hegemonía económica en su hegemonía militar. Quizá sea aquí donde radique que, pese a su extraordinaria exhaustividad y a la trascendencia que tiene todo el material expuesto, los comisarios no hayan podido soslayar la proyección de una determinada imagen de la guerra. Por ejemplo, en el catálogo de la exposición solo hay un par de referencias al mayor alegato que se hizo nunca contra la guerra y que, para ello, empleaba fotografías que mostraban los estragos que dejaba en los cuerpos de los soldados, el libro Krieg dem Kriege (La guerra contra la guerra; 1922) de Ernst Friedrich. Además, no hay ni un testimonio de las escandalosas vejaciones que algunos soldados estadounidenses perpetraron en Abu Ghraib en 2006. En definitiva, lo que quiero decir es que en un asunto como este es tan importante lo que se muestra como lo que se escamotea; o lo que es lo mismo: frente al ahorcamiento de Sadam o el linchamiento de Gaddafi, la ocultación del supuesto fin de un Bin Laden cuyos supuestos vecinos en Abbottabad, el lugar en que habría sido abatido, siguen dudando de que en realidad fuera su vecino.


De hecho, de todas las reflexiones que Baudrillard hizo sobre la primera guerra del Golfo ninguna me parece tan escalofriante como que para él aquélla fuera a ser una guerra interminable “puesto que jamás se habrá iniciado”. ¿No sería ahora demasiado fácil decir que la guerra actual contra el Terror comenzó un día de septiembre de 2001?

jueves, 27 de febrero de 2014

La invención del Arte



Fue André Malraux quien, al comienzo de su estupendo libro El museo imaginario, nos advirtió de que un crucifijo románico no fue, en origen, una escultura, del mismo modo que una Madonna de Cimabue tampoco fue, en origen, una pintura, o que incluso la Atenea de Fidias no fue, en origen, una estatua. Tuvieron que transcurrir muchos siglos para que un crucifijo románico se convirtiera, fundamentalmente, en una escultura o que una Madonna de Cimabue fuera considerada, fundamentalmente, una pintura, y así sucesivamente. Que el crucifijo románico o una Madonna de Cimabue fueran removidos de los lugares a los que, en origen, estuvieron destinados para ser trasladados a esas instituciones modernas por antonomasia que son los museos y que con ello perdieran sus primeros significados y, por tanto, su original valor para ser sustituidos por otros significados y otros valores, fue una de las más importantes consecuencias de la invención del Arte, una categoría que sólo ha existido durante 500 años a lo sumo y que hace bien poco que ha terminado por disolverse tras una larga agonía que ha durado unas cuantas décadas. El acta de defunción comenzó a redactarla Marcel Duchamp en 1917 cuando decidió enviar un urinario a la primera exposición de la Society of Independent Artists, y le puso el punto final la Documenta 5 de Kassel de 1972, en la que el artista de verdad fue su comisario, Harald Szeemann. Aún no somos o no queremos ser muy conscientes de esa desaparición porque serían muchas las cosas que se llevaría por delante, y por ello aún en este mismo momento esa categoría del Arte es la causa de que podamos y queramos hacer listas de los Artistas (otra categoría) más revolucionarios de la Historia (y otra más) como la que llegará en las páginas siguientes. Al fin y al cabo me atrevería a decir que no hacemos otra cosa que listas, o al menos no hacemos alguna otra cosa con tanta repercusión como la que tienen listas como la de los 40 Principales.

Pero, como decía, el asunto no siempre fue así y no lo ha sido y no lo es en toda la superficie de la Tierra pese al fenómeno de la globalización, omnipresente en este nuestro mundo líquido. Hubo y hay tiempos y lugares en los que el Arte no existió ni existe y, además, no tuvo y no tiene por qué existir. Incluso en la cultura occidental, la nuestra, las artes existieron mucho antes de que se inventara el Arte y sus hacedores existieron mucho antes de que aparecieran los Artistas. Artes como la carpintería, la zapatería o la marroquinería, pero también la pintura, en nada se diferenciaban unas de las otras, y por ese motivo la formación de un sastre o un boticario era idéntica a la de un aprendiz del arte de la pintura. Por esa razón, entre otras, y durante muchos siglos los pintores formaron parte del mismo gremio al que pertenecían los boticarios y tuvieron abiertas bottegas, que no “estudios” como los que tienen ahora en los que la Idea se manifiesta en toda su plenitud. En tiempos más halagüeños las artes eran técnicas, pericias o habilidades, y como técnicas tenían que aprenderse, mientras los que luego llamaríamos Artistas eran aprendices, oficiales o maestros como en cualquier otro oficio. Hoy el Arte es el opio del Público y los Artistas son los dealers de una Idea que cortan en la blancura cegadora de unos estudios cuya geometría gélida ha sustituido al desorden sucio pero fructífero de los antiguos talleres.

Este proceso también se ha dado en otros ámbitos incluso menos materiales, si queremos, como la música y quizá valga la pena poner un ejemplo para aclarar si cabe lo que digo. En tiempos de Bach, la valoración y por tanto la aceptación de la música por parte de la feligresía (que muchas décadas después sería sustuida por el Público) era muy limitada, tanto en el tiempo como en el espacio. La música era entendida como algo sustancialmente efímero y circunstancial, puesto que las obras eran compuestas para una ocasión determinada y un lugar preciso, y sólo en casos muy excepcionales algunas de las composiciones que han jalonado la Historia de la Música Clásica volvían a escucharse. Por ello Bach sólo llegó a ver impresa una de sus numerosas cantatas, la BWV 71, que fue interpretada el 4 de febrero de 1708 con motivo de la inauguración del nuevo concejo municipal de Mühlhausen. Pues bien: ahora esa cantata puede escucharse siempre que a uno le apetezca e incluso puede ir a Leipzig a dejar unas flores en la tumba del músico y, de paso, ver la escultura que en el lateral meridional de la Thomaskirche lo muestra como un genio romántico que ha leído a Hegel, para acabar comprando unas chocolatinas en cuyo envoltorio se reproduce el retrato que le hiciera Elias Gottlob Haussmann en 1746. Y todo ello con independencia de que uno esté convencido o no de que después de Bach la Historia de la Música tomó la forma de un andante moderato hacia la más estruendosa decadencia.

Artes ha habido siempre probablemente porque una de las características primordiales del Homo sapiens es no poder tener las manos quietas. El concepto de Arte tardaría mucho en llegar para complicarlo todo y después de pasar por una primera etapa de nacimiento e infancia durante el Renacimiento, alcanzar la mayoría de edad durante la Revolución Francesa y eclosionar durante la enfermedad romántica, que unió definitivamente a todas las artes bajo un ideal, el del Arte, un invento moderno con el que se consiguió domeñar la insobornable heterogeneidad de las artes para poder, entre otras cosas, jerarquizarlas y para explicar su evolución a lo largo de la Historia, una Historia dominada por la Razón y el Progreso. Antes de que eso ocurriera, durante mucho tiempo no hubo que dar explicaciones a la existencia del crucifijo románico o de una Madonna de Cimabue porque, en contra de lo que quisieran las autoridades eclesiásticas, “eran” Cristo crucificado o la Virgen María, pero en un indeterminado momento las cosas comenzaron a cambiar y hubo que explicar por qué esos objetos eran valiosos independientemente de su función originaria y pasarían a ser valiosos no por su función religiosa o política o lo que fuera, sino por ser “artísticos”. Las explicaciones comenzaron a darlas los especialistas, que en principio fueron los mismos artistas pero que progresivamente fueron sustituidos por los conocedores y definitivamente por los críticos de arte, los profesores de Universidad o los historiadores del arte que, no por casualidad, son críticos de arte o profesores de Universidad. Todos ellos fueron más o menos culpables de la transformación de las obras de arte en proyecciones de las neuras del artista o, en el peor de los casos, en conceptos, en ideas, según un proceso que ha alcanzado su paroxismo en nuestra época: de tal manera se han creído los artistas que sus obras son conceptos o ideas que consideran las antiguas escuelas de Bellas Artes como sucedáneos de la cárcel de Alcatraz, y lo mismo pasa a los que interpretan sus obras, quienes para poder hablar sobre el Arte, y en particular sobre el Arte Contemporáneo, sin ser objeto de la más desalmada de las burlas han debido estudiar un Philosophy Degree en Harvard durante cinco años para doctorarse después con una tesis sobre el concepto de aletheia en Martin Heidegger o sobre los límites del lenguaje en el Tractatus logicus-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. Desde mi punto de vista, en esto radica que la complejidad de algunos discursos de los especialistas en Arte actuales parezca, más bien, una justificación de su propia profesión: si la cosa no fuera tan complicada, los especialistas en Arte no serían necesarios y por tanto se quedarían sin sueldo y sin bolos.

Una de las cuestiones más divertidas sobre este asunto es que la progresiva conquista de la autonomía del Arte coincidió aproximadamente con la entrada del Hombre en escena o, por decirlo de algún modo, con su conversión en protagonista de la Historia tras alcanzar una relativa autonomía con respecto a Dios, que hasta entonces lo había tutelado como el más opresor de los padres; no lo digo yo, sino Pico della Mirandola en el Discurso sobre la dignidad del hombre de 1482. Desde entonces nos hemos acostumbrado a privilegiar la iniciativa personal y hemos concedido una relevancia extraordinaria a los nombres y a los rostros a los que generalmente llamamos “genios”, personajes autónomos y libres que iluminan el mundo (“faros” los llamó Baudelaire) y lo guían a algún lugar nuevo, aunque no sepamos muy bien dónde. Teniendo en cuenta que el desarrollo del arte occidental ha estado íntima y originariamente vinculado con la mímesis o imitación de la naturaleza, Giotto pasa por ser el recuperador de la volumetría de la pintura y la escultura clásicas tras siglos de oscuridad y el primero que atisbó las potencialidades plásticas de ese invento que es la perspectiva; Jan van Eyck perfeccionó la técnica de la pintura al óleo, esencial para representar la realidad con una minuciosidad milimétrica; Leonardo avanzó en el ilusionismo pictórico gracias al sfumato; Tiziano otorgó un nuevo valor al color y a la pincelada abierta y deshecha; Caravaggio descubrió el claroscuro, gracias al cual Rembrandt iluminó el misterio de la condición humana; Goya fue precursor del Romanticismo, el Realismo y el Surrealismo; Kandinsky acabó con la tiranía de la mímesis y volcó la pintura hacia la abstracción; Picasso destruyó y recompuso toda la Historia del Arte a lo largo de su muy prolífica carrera; y Warhol lo convirtió todo en chuchería.

Las obras de arte pueden ser muchas cosas y de hecho lo son, pero para nosotros hoy son sobre todo testimonios históricos o, por decirlo de otro modo, son encarnaciones, realizadas con unos cuantos materiales más o menos modestos, de la Historia, de modo que Giotto, Van Eyck, Leonardo, Miguel Ángel y Tiziano son precursores o representantes plenos del Renacimiento, mientras Caravaggio y Rembrandt son genios del Barroco. Los responsables primeros de que hoy esto sea así para nosotros son Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) y Luigi Lanzi (1732-1810), el primero por presentar la Historia del Arte Antiguo de forma sistemática, científica, ordenada y, en tanto que dependiente de unas leyes y unos conceptos, artificial e ilusoria; y el segundo por ordenar la Historia de la Pintura Italiana por escuelas nacionales, de modo que la Escuela Napolitana se diferencia de la Romana tanto como ésta de la Florentina y la última de la primera. Aunque parezca mentira, la concepción de la Historia del Arte que ambos nos legaron hace más de 200 años sigue vigente en los museos de todo el mundo y, dado que los museos son los lugares de la epifanía del Arte y de su Historia, esa concepción se da por bella, por buena y por verdadera, aunque ésta sea una convicción propiamente occidental. Mediante este subterfugio científico, las obras de arte pasaron de ser eternas a ser arrojadas al flujo perpetuo de la temporalidad, y eso ocurría justo cuando faltaban muy pocos años para que se fundaran los Estados-Nación que protagonizarían la Historia durante los dos últimos siglos. De algún modo, la Historia que se narraba en museos y universidades justificaba la existencia de unos Estados-Nación cuyas esencias habían sido consagradas por sus genios nacionales como Velázquez, Poussin o Durero, y daba solidez a la identidad de las nacionalidades: Velázquez, pintor español; Poussin, pintor francés; Durero, pintor germano. Después ese mismo discurso acabaría por fundamentar la necesidad de que se crearan y se mantuvieran una disciplina como la Historia del Arte o entes como el Público, la Crítica de Arte o incluso las Revistas de Arte como ésta y, en un círculo vicioso, daría argumentos poderosos a la existencia y al mantenimiento del Mercado que, hoy por hoy, es el que dictamina sobre lo que sea el Arte y lo que no.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, parece necesario deducir que probablemente no haya, entre las disciplinas humanísticas, una tan paradójica como la Historia del Arte, que pretende dar un orden a lo que no lo tiene, al pretender historiar unas manifestaciones artísticas que, por definición, son eternas y, además, no progresan: las pinturas del triclinio de Livia son tan válidas como los frescos de Giotto o los murales de Rothko, y además estos últimos no anulan a los demás. Ya lo señaló Mark Twain: la diferencia entre la realidad y la ficción es que esta última ha de ser congruente, así que, ¿se puede hacer Historia del Arte? Bueno, más bien se trata de dar un orden sistemático pero absolutamente convencional a eso que llamamos Arte para intentar explicarlo, y por eso entre otras cosas se hacen listas de Artistas Revolucionarios. ¿Lo fue Brunelleschi el día en que, nada más levantarse de la cama, llamó por teléfono a Donatello para decirle que ese día iban a pasarlo en grande midiendo ruinas de edificios antiguos y por la noche, después de trasegar dos jarras de vino de la casa, iban a inventar el Renaissance Artists’ Club del que formarían parte Alberti, Masaccio y Ghiberti, por ejemplo, y todos en gozosa montonera para sacar a la Humanidad de ese pozo oscuro que había sido la Edad Media? Si creemos que las cosas fueron así, sin duda Brunelleschi fue un revolucionario. Pero consideremos ahora que no puede haber artista sin obra de arte, pero sí obras de arte sin artista, y preguntémonos qué hacemos entonces con la propia aparición del arte de la pintura, que lo hizo de un modo perfecto en las paredes de la cueva francesa de Chauvet allá por el año 32.000 a. C., y a cuyo hacedor, a cuyo artista, nunca pondremos nombre…

Para mí que, si ha habido artistas revolucionarios, han sido aquellos que nos han desvelado un nuevo modo de ver el mundo, aunque en realidad el mundo ya esté ahí, delante de nosotros. Lo que consiguió Chardin al pintar una modesta pipa de fumar fue advertirnos de la eternidad del humo que desprende, del calor que su cazoleta emana, del aroma que su tabaco exhala, del mismo modo que lo que consiguió Matisse al pintar unas ramas de glicinia fue advertirnos de la eternidad de su color malva o que lo que logró Klee al pintar el cielo de Túnez fue advertirnos de la eternidad de su quietud calma. Las obras de arte, si verdaderamente lo son, nos recuerdan justamente que las cosas del mundo son eternas y por ello los artistas, si verdaderamente lo son, las celebran y nos hacen partícipes de esa celebración, con certidumbre de su maravilla. Si no fuera así, nosotros mismos moriríamos de inmediato.