[Publicado en Descubrir el Arte, Año XIV,
n.º 175 (septiembre de 2013), pp. 79-85
Mis primeros recuerdos asociados a la “experiencia” de una guerra son probablemente los mismos que tiene buena parte de los que pertenecen a mi generación y adoptan la forma de unos fogonazos verdosos que atravesaban de extremo a extremo la pantalla del televisor una mañana de enero de 1991 mientras el locutor narraba los primeros escarceos de la primera guerra del Golfo; claro está que esos fogonazos eran los destellos de luz que dejaban los misiles estadounidenses en las cámaras de visión nocturna. Recuerdo también mi fascinación por la silueta geométrica del F-117 Nighthawk, el avión invisible a los radares diseñado por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Recuerdo también ahora que pensé con candidez que mi abuelo, quien entonces acababa de fallecer, al menos no tendría que ver las masacres que se cometerían todos los días, cada día, hasta que acabara la contienda. Al menos, digo, porque murió repentina e inmediatamente después de las comidas y las cenas de aquellas navidades. Lo que no pude pensar entonces es que mi abuelo ya había vivido una guerra y de forma harto diferente, pues había sido uno de los muchos niños que, durante la guerra civil, fueron trasladados a Barcelona desde Madrid. ¿Habría recordado algo de aquella huída obligada al ver las imágenes de los niños iraquíes o kuwaitíes en los campos de refugiados que aparecieron en la televisión y en los periódicos? Y, en caso de que sí, ¿cómo habría sido su nueva “experiencia mediatizada”?
Mis primeros recuerdos asociados a la “experiencia” de una guerra son probablemente los mismos que tiene buena parte de los que pertenecen a mi generación y adoptan la forma de unos fogonazos verdosos que atravesaban de extremo a extremo la pantalla del televisor una mañana de enero de 1991 mientras el locutor narraba los primeros escarceos de la primera guerra del Golfo; claro está que esos fogonazos eran los destellos de luz que dejaban los misiles estadounidenses en las cámaras de visión nocturna. Recuerdo también mi fascinación por la silueta geométrica del F-117 Nighthawk, el avión invisible a los radares diseñado por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Recuerdo también ahora que pensé con candidez que mi abuelo, quien entonces acababa de fallecer, al menos no tendría que ver las masacres que se cometerían todos los días, cada día, hasta que acabara la contienda. Al menos, digo, porque murió repentina e inmediatamente después de las comidas y las cenas de aquellas navidades. Lo que no pude pensar entonces es que mi abuelo ya había vivido una guerra y de forma harto diferente, pues había sido uno de los muchos niños que, durante la guerra civil, fueron trasladados a Barcelona desde Madrid. ¿Habría recordado algo de aquella huída obligada al ver las imágenes de los niños iraquíes o kuwaitíes en los campos de refugiados que aparecieron en la televisión y en los periódicos? Y, en caso de que sí, ¿cómo habría sido su nueva “experiencia mediatizada”?
Pocos
días antes de que la primera guerra entre Estados Unidos y Sadam Hussein
estallara, el filósofo francés Jean Baudrillard
publicó en Liberation un artículo
titulado “La Guerra del Golfo no tendrá lugar” que fue seguido por otros dos,
uno sobre las cualidades específicas de aquel enfrentamiento y un tercero y
último en que confirmaba su hipótesis de partida: para él, la guerra del Golfo
no había tenido lugar. La que fue considerada “la madre de todas las batallas” enfrentaba
a enemigos descompensados en lo que a fuerza militar se refería y además, como Baudrillard
decía en el segundo de sus artículos, se trataba de una guerra “publicitaria, especulativa, virtual; de hecho esta
guerra ya no responde a la fórmula de Clausewitz de la prolongación de la
política por otros medios; resultaría más bien de la carencia de política
prolongada por otros medios”. ¿Por qué era así? Seguía: “Todo lo que abunda en
el sentido de la guerra, la escalada de fuerzas, el juego de la tensión, la
concentración de armas, tal vez incluso la luz verde de la ONU, todo resulta
ambiguo y, lejos de fortalecer la probabilidad de la confrontación, funciona
como acumulación preventiva, como sustituto y diversión del paso a la guerra”.
En
efecto, la guerra acabó siendo sustituida por su representación en la pantalla
de los televisores que la retransmitían en directo aunque, en realidad, la
supuesta objetividad de ese “tiempo real” subrayaba un aspecto crucial: la
conversión de la guerra en un simulacro y, para más señas, en un simulacro
espectacular que, radicalmente mediatizado,
podía ser contemplado como un mero espectáculo por un espectador distanciado. Han sido muchos los
conflictos bélicos que se han sucedido hasta entonces que no han hecho más que
confirmar, al menos en parte y para una parte muy determinada del mundo (la
nuestra), la diagnosis de Baudrillard, y sobre todo después de que la
espectacularización de la guerra se multiplicara exponencialmente tras el 11S,
cuando las cabeceras de informativos de aquel día de septiembre y de los
siguientes se montaron y mostraron como si se tratara de tráileres
cinematográficos.
Por
fortuna, muchos de nosotros hemos tenido únicamente esta experiencia
mediatizada de la guerra y no conocemos otra. Por ceñirnos ahora solo a España,
las generaciones que siguieron a la guerra civil y particularmente aquellas que
ni siquiera tuvieron que sufrir las consecuencias de la posguerra han conocido
la guerra como nunca antes podría haberse imaginado
gracias, justamente, a la proliferación de unas imágenes que se supone que la
retratan tal y como es. Pero, en verdad, solo se supone pues ese conocimiento
está mediatizado por definición. Como
en algún lugar ha escrito Susan Sontag, “el conocimiento de la guerra entre
gente que no ha experimentado la guerra es producto del impacto de esas
imágenes”, luego el modo en que tales imágenes son retransmitidas o publicadas
o expuestas o, en caso contrario, manipuladas o escamoteadas o definitivamente
destruidas, debería ser objeto de una reflexión que escape de la anestesia que
promueve la misma inflación obscena de esas imágenes en los medios de
información.
En
cierto modo, dos exposiciones que pueden verse en estos días también invitan a reflexionar
sobre las relaciones entre la guerra y la fotografía. Photography and the American Civil War, que podrá verse en el
Metropolitan Museum de Nueva York hasta el 2 de septiembre, muestra más de 200
fotografías sobre el conflicto con el ánimo de “examinar la evolución del papel
desempeñado por la cámara [fotográfica] durante la más sangrienta guerra de la
nación”, entre otras cosas porque “después de 150 años, [el conflicto] aún
ocupa un lugar preponderante en la imaginación del público americano”. Por su
parte, War/Photography: Images of Armed
Conflict and Its Aftermath recoge unas 150 fotografías realizadas entre
1855 y nuestros días que han sido expuestas, por decirlo así, temáticamente,
recorriendo las fases cronológicas de un conflicto bélico y aunando tanto el
punto de vista militar como el civil; en ese sentido, se pasa de los
preparativos para la guerra al reclutamiento, el embarque, las rutinas diarias,
la guerra propiamente dicha, las atenciones médicas y las repercusiones
bélicas, desde el ineludible encuentro con la muerte a los prisioneros, los
refugiados, las torturas, las ejecuciones, la posguerra y las huellas que todo
ello deja en el imaginario colectivo.
Hoy ya sabemos
de la maleabilidad a la que las fotografías y otras formas de persuasión están
sometidas y cómo a menudo son difundidas para manipular la opinión pública más
que para mantenerla informada, de modo que lo que antes llamé medios de
información son en realidad, como gustaba decir Agustín García Calvo, “medios
de formación”. Es posible que las imágenes, y en particular las relacionadas
con la guerra, no cambien, pero sí varía y de qué manera el modo en que pueden
ser y son percibidas por el modo en que pueden ser y son mostradas. Por decirlo
de alguna manera, lo que miramos generalmente no es lo que vemos, y eso ocurre
con particular intensidad con las imágenes relacionadas con los conflictos
bélicos. Sobre nosotros influyen poderosamente las convenciones políticas,
religiosas y culturales en un sentido amplio, y por ello lo que vemos depende en
buena parte de nuestras expectativas. ¿Cuáles podrían ser tales expectativas si,
como decía antes, para la mayoría de nosotros la experiencia de la guerra es
una experiencia mediática y mediatizada o si asumimos que, como decía el propio
Baudrillard, “a la catástrofe de lo real preferimos el exilio de lo virtual,
cuyo espejo universal es la televisión”? ¿Qué ocurre cuando esa virtualidad
viene dada por las fotografías? Uno acaba por maliciarse que, en esas imágenes
de la guerra, como en otras cualesquiera, no hay mensajes transparentes u
objetivos y ni son “verdad” ni pueden serlo.
A toda
esta complejidad tendríamos que añadir nuestras dificultades para poder definir
qué sea una guerra toda vez que, junto a la progresiva disolución de los
estados-nación, hasta hace un par de décadas las guerras enfrentaban a enemigos
identificados e identificables, pero ahora los enemigos son ideas o conceptos menos
definidos, más abstractos y, en ese sentido, más manejables, como el Mal o el
Terror.
Aún cabe
añadir un par de dificultades más: por un lado, la multiplicación ingobernable de
imágenes que todos los días se publican en Internet hace que sea imposible
decidir cuáles de ellas son las significativas y cuáles podrán quedar en la
memoria colectiva; por otro, cabría preguntarse quién hace la foto y con qué
fines. En War/Photography las hay
realizadas por fotógrafos reconocidos internacionalmente, fotorreporteros,
fotógrafos militares, amateurs y también artistas que de vez en cuando toman la
cámara fotográfica, luego son muy diversas las motivaciones de aquellos que han
realizado las fotografías de la exposición, a las que se añaden (o deberían
añadirse) las motivaciones de aquellos quienes encargan los reportajes y que
repercuten ineludiblemente en lo que llamaré el “control de la imagen”. ¿Qué
suele ocurrir en casi todas ellas, y sobre todo cuando se muestran una detrás
de otra en exposiciones como estas? Que tendemos a olvidar las circunstancias
peculiares y particulares en que determinada imagen fue tomada y, lo que es
peor, que tendemos a olvidar también las circunstancias peculiares y
particulares de aquellos que, casi siempre de forma involuntaria, las
protagonizan. Lo que me parece más relevante es que este podría ser el material
que conformara no una determinada Historia de la Guerra pero sí su memoria o,
mejor, la memoria de todas las guerras, porque al fin y al cabo son, en
palabras de George Didi-Huberman, “imágenes pese a todo”.
Sin
duda, la proliferación de imágenes atroces nos ha anestesiado hasta tal punto
que uno podría considerarlas, en el contexto de una exposición, con una
demasiado poco humana distancia estética que no considerara, que no podría
considerar, el dolor de los otros. En el mejor de los casos, las imágenes
deberían ser instrumentos para llegar a comprender ese dolor y, sobre todo,
para ponerle remedio. Sin embargo, y desde este punto de vista, no podría
preocupar más del estado de las cosas que Freedom
Graffiti, el fotomontaje con que el artista sirio Tamman Azzamen consiguió
acoplar una reproducción de El beso
de Gustav Klimt a las paredes de un edificio derruido por las bombas durante el
conflicto actual, tuviera más repercusión mediática que cualquiera de las
fotografías que aparecen en los periódicos todos los días mostrando
descarnadamente a los muertos, a los montones de muertos.
Dicho
esto, lo que más me sorprende de War/Photography
es que, desde el Museum of Fine Arts de Houston, la exposición itinerará por
Los Ángeles, Washington y Nueva York, tres de las ciudades más importantes de
unos Estados Unidos que, como no se ha cansado de reiterar Josep Fontana, fundamentan
su hegemonía económica en su hegemonía militar. Quizá sea aquí donde radique
que, pese a su extraordinaria exhaustividad y a la trascendencia que tiene todo
el material expuesto, los comisarios no hayan podido soslayar la proyección de una determinada imagen de la guerra. Por
ejemplo, en el catálogo de la exposición solo hay un par de referencias al
mayor alegato que se hizo nunca contra la guerra y que, para ello, empleaba
fotografías que mostraban los estragos que dejaba en los cuerpos de los
soldados, el libro Krieg dem Kriege (La guerra contra la guerra; 1922) de Ernst
Friedrich. Además, no hay ni un testimonio de las escandalosas vejaciones que
algunos soldados estadounidenses perpetraron en Abu Ghraib en 2006. En
definitiva, lo que quiero decir es que en un asunto como este es tan importante
lo que se muestra como lo que se escamotea; o lo que es lo mismo: frente al
ahorcamiento de Sadam o el linchamiento de Gaddafi, la ocultación del supuesto
fin de un Bin Laden cuyos supuestos vecinos en Abbottabad, el
lugar en que habría sido abatido, siguen dudando de que en realidad fuera su
vecino.
De
hecho, de todas las reflexiones que Baudrillard hizo sobre la primera guerra
del Golfo ninguna me parece tan escalofriante como que para él aquélla fuera a
ser una guerra interminable “puesto que jamás se habrá iniciado”. ¿No sería
ahora demasiado fácil decir que la guerra actual contra el Terror comenzó un
día de septiembre de 2001?
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