Como explican sus responsables en el extenso ensayo introductorio publicado en el catálogo de la muestra, los objetivos esenciales de la exposición son “colocar las pinturas muebles de Rafael en el orden [cronológico] más preciso posible, explicar la variedad de sus estilos e investigar el papel del taller rafaelesco en el diseño y la producción de sus cuadros”. A su vez, se intentan definir las contribuciones de Giulio Pippi, llamado Giulio Romano (h. 1492/99-1546), y Giovanni Francesco Penni (h. 1496-1528), los más cercanos discípulos de Rafael durante sus últimos años, a la producción del artista. En definitiva, se pretende delimitar su modo de trabajar y su relación con Rafael, y también su libertad a la hora de abordar los encargos particulares que recibían independientemente de su participación en los proyectos encarados por el taller en su conjunto bajo la égida del maestro, aunque trabajaran a la vez, y con mucho protagonismo, para él. La exposición trata, pues, del último Rafael, pero también de estos otros dos artistas cruciales para conocer la producción última de aquél; es por ello que los límites cronológicos de la muestra se extienden en realidad hasta 1524 y 1525, años de la partida de Giulio y Penni desde Roma a Mantua y Nápoles respectivamente.
La escasez de documentos detallados sobre la actividad última de Rafael y sus discípulos plantea un problema casi irresoluble, ya que son muy pocos los datos concretos que se conocen del modo de trabajar del taller, del papel desempeñado por cada uno de los muchos ayudantes (Vasari dice que fueron unos 50, y seguramente hubo más) que tuvo Rafael y entre los que destacan Giulio y Penni, y de las obras que se podrían atribuir irrefutablemente a cada uno de ellos. Así las cosas y tal como declaran los propios comisarios, “el procedimiento adoptado en busca de esos objetivos por fuerza ha tenido que ser esencialmente visual”.
Esta metodología atribucionista ya fue empleada en otras exposiciones como las ya citadas, por ejemplo, sobre Maíno y Ribera. En ella es fundamental el estudio de la forma o las formas de las obras de arte como definitorias de un determinado estilo que es peculiar y distintivo de unos maestros respecto a otros o de estos en relación con sus discípulos. El atribucionista recurre a un análisis metódico y minucioso de las obras para intentar definir esos rasgos estilísticos, que son externos, por decirlo así, y que caracterizan a tal o cual pintor, según un método que alcanzó sus mayores éxitos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX aunque hunde sus raíces en las postrimerías del siglo XVIII. Fue, pues, característica de connaisseurs como el médico Giovanni Morelli, que desarrolló una peculiar técnica indiciaria, o de historiadores clásicos como Bernard Berenson, Max Friedländer, Roberto Longhi o Federico Zeri, entre otros. En todo caso, a la vista está que sigue siendo una metodología recurrente en nuestros días, pues el intento de reconstruir los catálogos razonados de los artistas más significativos y de otros secundarios es una de las facetas más importantes de la labor de los historiadores del arte. Ahora bien, dicha metodología tiene, cuando menos, un doble riesgo: por una parte, la atención exhaustiva a esos rasgos externos a la búsqueda ansiosa del autor de la obra podría limitar el juicio para desarrollar otros aspectos de mayor calado o para establecer unas ideas globales que permitan construir un discurso historiográfico más articulado con la cultura o el pensamiento de la época en que se realizaron las obras; además, tiene una deriva comercial que en ocasiones puede ser temeraria. A esas limitaciones se une, todavía, otra más evidente: que la pericia para diferenciar la producción de determinados artistas depende esencialmente del talento y la perspicacia del “ojo del experto” que, por lo demás, es subjetivo por definición. Por fortuna, aunque no siempre, tales peligros se han ido esquivando en los últimos años y los análisis formales han ido acompañados, en general, por el propósito de incardinar esas conclusiones con un discurso más ambicioso. En buena medida es lo que se ha logrado ahora al explicar la última fase de la carrera de Rafael, a pesar de las dificultades que entraña por la tendencia del propio artista a experimentar y a buscar nuevas vías de expresión y de adecuación a los asuntos tratados en sus obras, y aunque ello pudiera tener más atractivo e interés para los especialistas, no faltarán acicates para los demás. Por si fuera poco, habrá ocasión de ver la Santa Cecilia de la Pinacoteca Nazionale de Bolonia y la Sagrada Familia de Francisco I del Louvre o los retratos de Bindo Altoviti o Baldassare Castiglione.
Como decía antes, la llegada al solio pontificio de León X en marzo de 1513 coincidió aproximadamente con una intensificación de la actividad de Rafael que ya no frenó hasta su muerte. Basta, de hecho, con enumerar los encargos que abordó desde entonces: la decoración al fresco de las Estancias Vaticanas, que había comenzado a finales de 1508 en tiempos del papa Julio II con la Estancia de la Signatura, que fue progresivamente delegando en sus discípulos y que dejó inacabada al morir; los cartones preparatorios para la serie de diez tapices con episodios de la vida de san Pedro y san Pablo destinados a la parte inferior de la Capilla Sixtina; la decoración al fresco de la galería y el baño o stufetta del cardenal Bibbiena, de la Sala de los Palafreneros y de las Logias Vaticanas, además de la llamada Galería de Psique de la Villa Farnesina, propiedad del banquero Agostino Chigi; y la ejecución de retratos oficiales como el de León X con Giulio de Medici y Luigi dei Rossi o los de Lorenzo y Giuliano de Medici. A todo ello ha de sumarse su dedicación cada vez más concentrada a la arquitectura: tras la muerte de Bramante en 1514, Rafael fue nombrado arquitecto de la basílica de San Pedro; recibió el encargo de construir una villa all’antica en el Monte Mario que se conoce como Villa Madama; diseñó un palacio en Florencia y tres en Roma, amén del proyecto para su propia casa; diseñó todos los elementos, arquitectónicos y decorativos, de la Capilla Chigi en la iglesia de Santa Maria del Popolo; y en 1515 fue nombrado una suerte de superintendente de las antigüedades de Roma, cargo con el que han de relacionarse tanto su proyecto de traducción y potencial publicación del tratado de arquitectura de Vitruvio como el de la reconstrucción arqueológica de la Roma antigua. Finalmente, habría que sumar las obras que hizo por propia iniciativa y entre las que habría que contar, por ejemplo y nada menos, con el retrato de Castiglione, el de la Velata y el doble de Andrea Navagero y Agostino Beazzano.
Esta actividad frenética y polifacética desbordó las capacidades, de por sí muy destacables, de Rafael quien, sin embargo y movido por una ambición artística ilimitada y un carácter inquieto, no se dejó amilanar por la trascendencia de todos esos proyectos que, eso sí, le obligaron a organizar un grupo de ayudantes estable sobre el que ejerció un liderazgo alentador y desprendido que, a su vez, le ganó la admiración, el respeto y el afecto de los que trabajaron con él. Dicho taller seguía unos métodos ya establecidos en la Italia del Quattrocento, pero que Rafael llevaría a un grado de eficacia suprema debida, también, a su talante. Podría esto generar cierta extrañeza entre nosotros, deudores de una cierta idea romántica del genio, pero entonces no ocurría como pudiéramos pensar. De hecho, Rafael fue progresivamente delegando la ejecución de los proyectos, lo que le acarreó algunas críticas ya en la época y sobre todo de sus competidores, Miguel Ángel y Sebastiano del Piombo, pero no la ideación de los mismos, de la que él fue siempre el principal responsable. De esa manera, las singularidades de los miembros del taller se diluían en la obra colectiva consumada siempre bajo auspicios del maestro, lo que confería a los proyectos una uniformidad identificable.
Desde este punto de vista es reconocible la necesidad expresada por los comisarios de saber “qué es del maestro y qué no, y a través de esa indagación tratar de comprender qué era lo que intentaba lograr Rafael, y el cómo y por qué”. Las dificultades no son banales por varias razones. La labor pictórica fundamental de Rafael en Roma fue la ejecución al fresco de grandes proyectos decorativos que necesariamente influyeron en el funcionamiento del taller pero, por razones obvias, la exposición se reduce a las pinturas muebles que, en primer lugar, no tienen una relación estilística estrecha con los frescos, y en segundo, representan la tercera actividad en importancia tras los proyectos arquitectónicos y las grandes decoraciones al fresco, aunque Rafael se implicó mucho más en ellas pues no en vano promovían su prestigio y su fama más allá de Roma, para lo que contribuyó indeciblemente su difusión a través de la estampa. A ello habría que añadir la variedad estilística del propio Rafael, cuyas primeras obras de juventud apenas se relacionan con las últimas que pintó, y su capacidad para maridar el estilo empleado en sus obras y el asunto del que trataran. Finalmente, la contribución de los discípulos suma una dificultad inherente al estudio de su última etapa.
El elenco de asuntos abordado por Rafael en sus pinturas muebles de la etapa romana es más reducido que en periodos anteriores, y casi todo tiene un carácter religioso. De algún modo es esta la causa principal de que la narración expositiva pudiera examinarse a través de cuatro grandes grupos temáticos: los cuadros de altar; las variaciones sobre la Sagrada Familia, que ya le había interesado antes; la pintura de historia, si entendemos por tal el Ezequiel de Galleria Palatina de Florencia y la copia de la Transfiguración; y los retratos.
Los cuadros de altar pintados en Roma estuvieron destinados a la exportación a varias ciudades italianas y a Francia. Salvo los cuadros enviados a Francia y datados en 1518 (la Sagrada Familia de Francisco I, el San Miguel y la Santa Margarita, las tres del Louvre), no se pueden fechar con exactitud y es probable que su ejecución se prolongara en el tiempo. La participación de discípulos es incuestionable en la Virgen del pez, el Pasmo de Sicilia o la Visitación del Prado. Esta última es un ejemplo perfecto de las dificultades a las que me refiero: se atribuye a Penni, pero las figuras de las mujeres deben de ser de Giulio Romano; el paisaje, a su vez, es más propio de Penni, aunque, como dicen los comisarios, “Giulio también sabía evocar distintos estados de la atmósfera”.
Además de estas cuestiones habría que contar con las influencias que Rafael pudo tener de otros artistas como Sebastiano del Piombo o Leonardo, y particularmente durante la llamada “fase oscura”, que se inicia hacia 1516 y 1517 y que tal vez se manifiesta mejor en tres de las Sagradas Familias: la Virgen del Divino Amor del Museo de Capodimonte de Nápoles, la Sagrada Familia del roble y la Perla, estas dos últimas del Prado. Parece que Rafael se centró más en la gama cromática, las texturas, la expresión de los personajes y la iluminación de los paisajes del fondo y las escenas principales marcando así un nuevo rumbo en su trayectoria pero, eso sí, ninguna está documentada y no hay unanimidad en las fechas ni en los ayudantes que pudieron contribuir en la ejecución.
Como decía al comienzo, uno de los asuntos cardinales de la exposición es dilucidar la intervención de los discípulos de Rafael, y, en particular, de Penni y Giulio, sus colaboradores más destacados en general y los más importantes en el grupo de pinturas muebles. En ese sentido, se han incluido pinturas atribuidas a uno y otro para compararlas con las que Rafael pudo realizar con su ayuda. De Penni se muestran la Natividad de la abadía de la Santísima Trinidad de Cava dei Tirreni, la Virgen con el niño y san Juanito de Kingston Lacy y la Sagrada Familia pequeña del Louvre, y a través de ellas Henry y Joannides han determinado su colaboración en la Virgen del pez o en la Virgen del Divino Amor. De Giulio Romano se exponen la Madonna Hertz, la Madonnina del Louvre, la Sagrada Familia Borghese, la Madonna Wellington y la Sagrada Familia Spínola, que ayudan a identificar sus intervenciones en la Sagrada Familia de Francisco I, la Santa Margarita y la Sagrada Familia del roble. Por cierto que no entiendo muy bien por qué en una exposición atribucionista como esta se ha añadido el Candelabro Borghese, por muy bello que sea y aunque fuera representado en la última. Una sala desgajada del conjunto por los problemas que podría haber acarreado trasladar la obra está consagrada a la copia de la Transfiguración que se conserva en el Prado y que revela la importancia que los dibujos, que por otra parte jalonan toda la muestra, tienen en esta convocatoria.
Al final quedan los retratos, tanto oficiales como “de amistad”. Entre los primeros destacan los del cardenal Bibbiena, Giuliano de Medici y Lorenzo de Medici, y delatan, en conjunto, que Rafael recurrió en ellos más a sus ayudantes que en los retratos de sus íntimos. Lo demuestra también el de Isabel de Requesens, que se asigna casi en su totalidad a Giulio Romano. Sin embargo, en los llamados retratos “de amistad” hubo una mayor implicación del maestro por razones evidentes. En ellos, liberado de la tiranía de la innovación compositiva que afectaba a los oficiales, Rafael pudo centrarse en la mera ejecución que, unida a las gamas oscuras que realzan el rostro y por tanto al retratado como tal, conceden a las efigies una mayor energía psicológica. Acaso el colofón ideal a esta exposición podría ser el Autorretrato con Giulio Romano del Louvre, pues no solo ofrece el aspecto último que tuvo el último Rafael sino que, de aceptarse la identidad de su acompañante, brinda la posibilidad de asomarse, siquiera por un instante, al ambiente de camaradería y mutua confianza que debió de existir en aquel prodigioso taller.
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