“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 21 de agosto de 2012

Como un juego de niños

“… acabad lo comenzado en las nubes”.
Johann W. Goethe, Sobre la arquitectura alemana, 1772

No sé por qué en los últimos años les ha dado a los pintores y a los escultores, y no digo ya a los arquitectos y a los diseñadores, por llamar estudios a los lugares en que trabajan para ir dando forma a esa “cierta idea que me viene a la mente” a la que se refería Rafael con una modestia que a aquellos les falta, como si esos estudios en que pretenden atrapar y materializar tal idea otorgaran a su trabajo una dignidad que deben de pensar que no tiene probablemente porque se hace con las manos. Algunos hay que llaman templo a su estudio como si fuera el lugar —sagrado, claro— en que se manifiesta la idea y a veces incluso se encarna; supongo yo que ellos se considerarán, por lógica, los sacerdotes de su arte, que crean y a su vez administran porque a la humanidad se lo deben. También sé de algunos de esos que consideran estudios a los lugares en que trabajan que oficialmente los llaman talleres, pero eso debe de ser fruto de su mala conciencia… De modo que me malicio que detrás de tanta pomposidad no puede haber más que un deseo, inconfesado por inconfesable pero también un tanto banal, por alejar su trabajo de lo que siempre fue: un intento por ir dando forma lentamente a la materia, sea esta cual sea, y, lo mejor de todo y a pesar de lo que ellos piensen, con sus propias manos.

Así que prefiero a los pintores, los escultores, los arquitectos y los diseñadores que trabajan en un taller donde, a diferencia de los impecablemente pulcros estudios en que todo parece estar colocado según un mortífero orden geométrico, las pinturas, las esculturas o los dibujos se mezclan en alegre montón con las herramientas de trabajo y con un modesto menaje que hace más llevadera la labor cotidiana: una cafetera, unos platos y unos vasos, unos cuantos cubiertos y un hornillo de gas. Y es que lo que parece claro, o así se le presenta a cualquiera que haya visitado un taller de pintor, de escultor, de arquitecto o de diseñador —dicho esto en el más pleno sentido de sus oficios—, es que en los talleres se manifiesta una prodigiosa discontinuidad que no existe, que no puede existir en los estudios, en los que todo queda ordenado y por tanto jerarquizado según una continuidad letal que permitirá, eso sí, que la idea se manifieste en todo su esplendor abstracto.

En realidad, es la discontinuidad lo que determina el carácter peculiar de los dos talleres de escultor que más me gustan, el de Brancusi y el de Giacometti y que tanto se diferencian, por cierto, de ese estudio que tanto predicamento tuvo y tiene y que perteneció al pintor Francis Bacon: basta con echar un vistazo somero a las fotografías que se conservan o a la reconstrucción que se ha propuesto en la Hugh Lane Gallery de Dublín para darse cuenta de que en medio del caos fingido afloran, acá y allá, las referencias para entender su pintura atormentada como, por ejemplo, la monografía que Jonathan Brown publicó sobre Velázquez o las botellas de whisky, así que me parece que su estudio es tan impostado como sus declaraciones a David Sylvester. En la visita que puede hacerse aún al taller de Brancusi muy cerca del Pompidou de París o en las fotos que Brassaï, Elie Lotar o sobre todo Ernst Scheidegger hicieron del taller de Giacometti, se manifiesta de forma palmaria que es justamente de aquella prodigiosa discontinuidad de los talleres de la que algo puede brotar casi espontáneamente como si de una planta se tratara, así que no me extraña nada que Giuseppe Penone haya dicho que “crear una escultura es un gesto vegetal”[1]. Como se verá, Mar Solís podría suscribir esta frase sin pensárselo dos veces.


La mañana de marzo que fuimos al lugar en que hace sus esculturas ella estaba cándidamente abochornada porque no había podido ni ordenarlo ni limpiarlo. Las disculpas que en otra ocasión me habrían puesto a la defensiva comenzaron a desvanecerse en el momento en que ella se refirió a él como su taller y acabaron por disolverse del todo cuando entramos en una enorme nave industrial de las afueras de Madrid en que las esculturas que ahora se exponen en el IVAM convivían con los martillos, las lijadoras, las cortadoras, los disolventes, las pinturas, los pinceles, los papeles, las maderas, las sillas, los sillones, los cuadernos, los lápices, las hojas de metal, “la prensa, la gubia y el barniz, las herramientas del carpintero” como dice Jorge Drexler en una canción y también el polvo, el mucho polvo y el serrín y las colillas de los cigarrillos que alguna vez fueron. Y todo, como decía, en un alegre montón, en un alborozado desbarajuste. Incluso al fondo del taller había una mesa con unos pocos vasos, unas cucharas, una tetera, una caja con magdalenas y un microondas al amparo de una postal que reproduce la célebre fotografía que Robert Mapplethorpe hizo en 1982 a Louise Bourgeois, como si la escultora fuera la diosa benéfica del lugar. No ha faltado quien ha relacionado las obras de una y otra y la propia Mar Solís reconoce la ascendencia de Bourgeois en su quehacer[2], pero me parece que hay cuestiones esenciales que diferencian las labores de las dos.

Así que, como no podía ser de otra manera, Mar Solís trabaja en un taller. Ella siempre se refiere a la construcción de sus esculturas y lo hace como si se tratara de un trabajo artesanal —¿qué, si no? — y a las seis manos que usa para ir dándoles la forma definitiva, las suyas y las de sus dos colaboradores. Evidentemente, eso solo puede hacerse en un taller y no en un estudio, entre otras cosas porque el carácter del espacio en que uno trabaja puede condicionar y de hecho condiciona su labor. Bien lo sabe la propia Mar, quien cuando anduvo de becaria por Londres únicamente consiguió alquilar un minúsculo apartamento que la obligó a dedicarse a dibujar porque el espacio ínfimo no daba para más. Después, los trazos de esos dibujos que iba haciendo en sus cuadernos fueron convirtiéndose, progresivamente, en recortes que hacía con las tijeras o con el cúter y que iban modificando el aspecto de las hojas de los cuadernos, y en un estadio posterior esos recortes fueron uniéndose unos con otros, intersecándose y entremezclándose para crear volúmenes de papel que solo en muy pocas ocasiones requirieron añadir otros materiales ajenos al cuaderno en que en esos momentos trabajaba. Fue como dar rienda suelta a la vocación escultórica y espacial que hay en todo dibujo, o lo que es lo mismo: a través de un mero proceso de investigación formal y sin explicitar esas neuras tan propias de los artistas contemporáneos que acaban tiñendo sus obras de intensísimas vivencias personales —que, dicho sea de paso, solo interesan al propio artista—, Mar Solís consiguió que el dibujo de sus cuadernos se hiciera escultura por una doble razón: la vocación espacial que hay, como digo, en todo dibujo, y que es análoga a la que ha impelido a Mar en su trabajo escultórico desde el comienzo.

Como en esto del arte de lo que se trata es de no tener las manos quietas, tal vez lo más prodigioso de sus cuadernos es que los recortes que van conformando esas pequeñas esculturas de papel pueden ser montadas y desmontadas a placer introduciendo unos recortes en otros, moviendo las manos y los papeles todos a una para que el que tiene el cuaderno en su poder, o sea entre sus manos, se convierta, jugando y jugando, en un escultor propiamente dicho mientras reitera el juego que antes, mucho antes quizá, Mar Solís llevó a cabo para ir dando forma a sus cuadernos-escultura. Cuando estábamos trasteando con esos preciosos cuadernos, Mar dijo que aquello era “como un juego de niños”[3] y yo recordé entonces aquello que Schiller dijo en su Epístola XIV a propósito de la producción de las formas artísticas: que eran originadas por el impulso congénito de los hombres a jugar, y que es lo que parece que hace Mar Solís cuando está en su taller. Efectivamente, parece indudable la relación ancestral y primigenia entre el arte y el juego; Huizinga ha escrito cosas maravillosas sobre ello:

“Cualquiera que haya concurrido a una sesión aburrida con un lápiz en la mano sabe de esto. En ese juego despreocupado, apenas consciente, que consiste en trazar líneas y llenar planos, surgen fantásticos motivos ornamentales, a veces enlazados con formas humanas o animales, igualmente caprichosas. Prescindiendo de la cuestión de a qué impulsos subconscientes pretende atribuir la psicología este arte del aburrimiento, sin preocupación alguna podemos denominar juego a esta función, aunque, sin duda, del grado más bajo, a la par del juego de un nene, ya que le falta, por completo, la estructura superior del juego social organizado”[4].

Como decía, no por casualidad nuestra visita al taller comenzó, por el propio deseo de la escultora, con los cuadernos de dibujo que ha ido haciendo durante los últimos años. No podía ser de otro modo porque en ellos ya está, in nuce, la escultura que será. En la obra de Mar Solís el dibujo es inherente al proceso escultórico o, mejor dicho, dibujo y escultura no son dos fases del proceso creativo, sino la misma. De hecho, tampoco es casual que algunas de las esculturas que ahora expone hayan, por decirlo de algún modo, vuelto a su origen convirtiéndose en los dibujos que sus sombras proyectan sobre el suelo o sobre las paredes de las salas de la exposición o que se transforman en dibujos propiamente dichos, expandiéndose por el piso y por los muros y rompiendo así los límites impuestos necesariamente a la escultura tanto por la naturaleza del material del que está hecha como por la propia concepción inicial de dicha escultura. Más de una vez Mar Solís ha confesado que está obsesionada con las sombras que arrojan sus obras, el tratamiento que les da la luz natural[5], y es que no en vano es la luz, y no tanto las herramientas o las manos del escultor, las que terminan por hacer la escultura; la luz es, en verdad, la que ahueca, la que ahonda, la que realza, la que hace brillar, la que subraya y acentúa, la que esculpe. De ese modo, los contornos de la escultura se transforman, de nuevo, en dibujo, y por ello dibujo y escultura son una y la misma cosa, una y la misma obra. Mar Solís devuelve a la escultura a su estado primigenio, el del mero dibujo, evidenciando de tal manera esa mutación milagrosa, esa transformación que me pregunto si no será la finalidad de toda producción artística si es que de tal cosa podemos hablar aún.

En todo caso, y por supuesto, las obras de Mar Solís también están impregnadas de sus vivencias, y particularmente sus cuadernos de viaje, que siempre están relacionados con experiencias vividas en Damasco o en Lanzarote por poner solo dos ejemplos entre otros. Pero, como decía, sus esculturas están más allá de esas vivencias porque son, sobre todo, búsqueda formal a partir del material y contra el material. En esta ocasión expone esculturas realizadas con madera de caoba, una madera amable cuyas vetas, muy unidas entre sí, la hacen muy moldeable y maleable y presta a ser de-formada para crear la escultura y, con ella, modificar el espacio que la rodea. Mar Solís va decantando la forma con la materia y en contra de la materia a la búsqueda de esa concepción primigenia que después es modificada durante el proceso de trabajo. Es en esa ejecución donde la escultura cobra vida para no perderla ya y otorga vida a la par al espacio circundante, que la condiciona y que es a su vez poderosamente condicionado por ella. Ello es fruto de esa vocación espacial a la que me refería antes, que parte de los dibujos y que culmina en la sala de exposiciones con un brevísimo ensayo en el taller. Mar Solís materializa así una poética del espacio en la que el interior y el exterior de las esculturas se confunden. Cada una por separado constituye una suma de espacios: los que crea cada escultura y los que crean sus sombras o, en su defecto y todavía a veces ensamblándose y fusionándose a ellas y con ellas, los dibujos que se diseminan por suelos y paredes; todos al unísono dan lugar a la creación de un espacio único que es aún más subyugante en la sala de exposiciones porque se une a los espacios que crean las demás esculturas unidos a sus sombras o a sus dibujos en un continuum. Tan importante es, pues, el espacio que crean las esculturas como el que media entre ellas[6], distanciándolas y enmaridándolas a la vez, pues configuran una suerte de tela de araña en la que el espectador es atrapado; es aquí, quizá, donde mayor conexión encuentro entre las esculturas de Mar Solís con algunas de las obras de Bourgeois. Las obras de Mar Solís son esculturas, sí, pero también son instalaciones puesto que intervienen en el espacio y lo transforman y, por tanto, lo des-cubren o ayudan a re-des-cubrirlo, a re-dibujarlo. A la vocación espacial se une esa vocación escenográfica que tan importante es en la labor de Mar Solís y que ha sido subrayada en más de una ocasión pero, en todo caso, con su trabajo propone no ya solo una modificación escenográfica del espacio, sino también una invitación al espectador a pasear entre sus esculturas y, lo que es más importante aún, a adentrarse en ellas para sentir una paradójica sensación.

Por un lado, el espectador experimenta la tranquilidad acogedora que puede disfrutar al amparo de los árboles; las esculturas de Mar Solís le ofrecen cobijo y el espacio que configuran espera a ser habitado como un rincón gozoso y tranquilizador. De nuevo Penone lo ha expresado mucho mejor de lo que yo pudiera pretender:

“El espacio nos precede. El espacio ha precedido a nuestros antepasados. El espacio continuará después de nosotros. Fosilizar los gestos segura o posiblemente realizados en cierto lugar disminuye el uso potencial del espacio, pero define el propio espacio”[7].

¿Podría ser casual que Cuadernos de Rincón se titulara aquella exposición que Mar Solís organizó en la Galería Raquel Ponce de Madrid, o que Rincones fuera el título de la muestra que se organizó en el Palacio de Pimentel de Valladolid?

Por otro lado, también existe en las esculturas de Mar Solís una amenaza latente y continua que procede de la ligereza solo aparente del material y de sus contornos vivos, sinuosos en su mayor parte y, no obstante, cortantes y lacerantes siempre. Las maderas que conforman las esculturas se deslizan unas contra otras y engendran las formas que a su vez generan otras formas, pero no se resuelven en una continuidad sino que subrayan, con sus cortes, con sus discontinuidades, su condición de fragmentos. De la unión de esos fragmentos, de esos pecios, nace la escultura y con ella el espacio, modificado por siempre, y de ahí nace también esa amenaza, ese aviso, como ocurre también en los bosques, entre los árboles.

De la misma manera que la escultura vuelve a convertirse en dibujo en algunas de las obras que se exponen en el IVAM, en ocasiones la madera de caoba retorna a su condición arbórea ya que, en efecto y como quería Penone, crear una escultura es un gesto vegetal. Debajo de las formas ojivales que adoptan las esculturas me acordé del célebre panfleto en que Goethe defiende con denuedo los hallazgos de la arquitectura alemana frente a las injurias clasicistas del abate Laugier comparando la catedral de Estrasburgo con

“un árbol enormemente ancho, que con miles de ramas y millones de ramitas y hojas, tantas como los granos de arena que hay junto al mar, anuncia la magnificencia de su maestro, el Señor”[8].

Dejando aparte las veleidades religiosas y espirituales del Goethe joven, ¿acaso no podríamos pensar que las esculturas de Mar Solís presentan esa misma milagrosa ligereza de los árboles de los que sale la madera con que talla sus obras?

Junto con la lucha con el material, en las obras de Mar Solís se evidencia además el enfrentamiento con el peso y con la gravedad que determina la creación escultórica. Al ser recreado en la sala de exposiciones, el desafío que la escultura presenta a la atracción de la tierra, venciéndolo aunque sea momentáneamente con los lábiles apoyos puntuales con los que las esculturas se sostienen en el suelo o en la pared, el espectador se enfrenta a una de las emociones más intensas que pueda tener: la del peso de su propio cuerpo, como ocurre cuando salta sobre una cama elástica o goza por un instante del vuelo ficticio mientras se balancea en un columpio y consigue frenar, transitoriamente, las fuerzas gravitatorias que nos atan, por momentos con demasiada fuerza, al suelo que pisamos.

Y ahora para acabar ya vuelvo al comienzo: el taller donde Mar Solís va dando forma a sus esculturas desde los dibujos que hace sobre el papel artesanal fue en origen una antigua fábrica de hélices destinadas a coronar los modernos molinos de viento, unas hélices que recuerdan la ligereza del viento que las mueve, pero también la portentosa discontinuidad de su soplo. Esa misma discontinuidad es la que hay en el taller de Mar Solís, la que se celebra del mismo modo en la sala de exposiciones y que antes se ha manifestado entre las paredes de su taller donde ella se pone manos a la obra con la alegría que caracteriza a los juegos de los niños. Como si todo lo sólido se desvaneciera en el aire. Y la madera, también.




[1] Citado en Celant, Germano: Giuseppe Penone. Milán-París, Electa-L. & M. Durand-Desseret, 1989, p. 158.
[2] Revuelta, Laura: “Mar Solís. Coreografía escultórica”, en Cuadernos del IVAM, n.º 18 (2012), pp. 48-55.
[3] Lo ha repetido en otras ocasiones; véase, por ejemplo, la entrevista que le hizo Isabel Bugallal y que se publicó en La Opinión Coruña el martes 8 de julio de 2008.
[4] Huizinga, Johan: Homo ludens. Madrid, Alianza, 2011, p. 213
[5] En la entrevista de Braulio Ortiz publicada en El diario de Sevilla el 21 de abril de 2011.
[6] Marín Medina, José: “Mar Solís: escenario de esculturas”, en El Cultural, 13 de febrero de 2009.
[7] Op. cit., p. 116.
[8] Goethe, Johann W.: Escritos de arte. Traducción, edición y notas de Miguel Salmerón. Madrid, Editorial Síntesis, p. 35.

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