Por alguna razón que desconozco, cuando pienso en el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (1866-1929) recuerdo con frecuencia la muerte de Bergotte en el quinto volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust... Debe de ser porque ambos inconmensurables proyectos tienen algo de aquellos teatros de la memoria que proliferaron durante el Renacimiento y el Barroco y porque ambos nos permiten asomarnos, siquiera por un momento, a esos “abismos inexplorados” de los que hablaba Proust para referirse a los efectos que ocasionaba la ingesta de los nuevos narcóticos a los que Bergotte era tan aficionado. Al fin y al cabo, Proust consiguió mediante los largos periodos y los circunloquios de su palabra escrita lo que Warburg pretendía lograr con la asociación de imágenes en los paneles de madera forrados de tela negra en los que, durante los últimos años de su vida, fue fijando con pequeñas pinzas imágenes de los rituales de los indios hopi junto a medievales manuscritos iluminados, sellos de correos junto a cuadros célebres de la historia de la pintura, fotografías de prensa junto a postales o recortes de publicidad junto a reproducciones de relieves o esculturas de la Antigüedad clásica: salvar un retazo de memoria y, por tanto, recobrar el tiempo perdido.
Pero, en realidad, ¿sabe alguien a ciencia cierta qué demonios hubiera pretendido Warburg si antes de morir hubiera tenido tiempo de preparar la publicación de las fotografías de aquellos paneles? ¿Puede alguien hoy siquiera suponer si Warburg hubiera querido publicar tales fotografías? Porque lo primero que habría que tener en cuenta es que la reconstrucción de esos materiales sólo ha sido acometida durante los últimos veinte años y que, por tanto, apenas sabemos algo de lo que habrían sido las intenciones primeras o últimas de Warburg. Ni siquiera están muy claros los orígenes del proyecto, aunque parece que la idea primigenia de construir un Bilderatlas o atlas de imágenes surgió a partir de la utilización de esos paneles por parte de Warburg para preparar sus conferencias desde que dictara en Roma, en 1912, su Arte italiano y astrología internacional en el palacio Schifanoia de Ferrara. Sólo se conservan unas cuantas fotografías de los paneles en el Warburg Institute de Londres, así que los intentos de reconstrucción del proyecto warburgiano que se han llevado a cabo fundamentalmente en Italia y Alemania no han satisfecho a todos los especialistas.
Parece ser que los paneles estaban distribuidos por asuntos significativos de la historia de la humanidad que se encarnaban, en las imágenes, a través de lo que Warburg llamó Pathosformel o “fórmulas del pathos” como el sufrimiento, la destrucción, el rapto, la redención, la ninfa (una de las cuestiones que más han dado que hablar a los estudiosos) o la ascensión hacia el sol. Esas fórmulas se repiten a lo largo de la historia, son estereotipos a los que acuden los artistas de todo tiempo y lugar, y por ello la primera conclusión a la que podemos llegar es que en arte no hay un original primitivo como tampoco hay derivaciones a partir de prototipos primeros.
Desde sus primeros ensayos firmados a comienzos de la última década del siglo XIX, Warburg se interesó siempre por la transmisión (y la transformación que sufrían durante ese viaje) de los símbolos y de los mitos (y de las formas en que esos símbolos o mitos se manifestaban) de la Antigüedad clásica al Renacimiento, de la relectura que durante el Renacimiento se hizo de los mitos clásicos y de su concreción en las distintas manifestaciones artísticas. Ese interés lo llevó a preocuparse por el estudio de la relación entre los artistas y sus comitentes y entre el contexto político, económico y social y las obras de arte a que daban lugar esas especiales condiciones para poder así, por tanto, reconstruir el ambiente original en que se crearon dichas obras. Ahora hacer uso de esta metodología de trabajo puede parecernos una mera cuestión de sentido común, pero en época de Warburg estaba lejos de serlo. Desde su punto de vista, la obra de arte quedaba transformada en la quintaesencia de todos esos condicionantes circunstanciales y, de esa manera, se convertía en un documento cultural de primer orden más allá de los valores estéticos que eran subrayados por los historiadores del arte que habían precedido a Warburg o que durante las dos primeras décadas del siglo XX publicaron las obras clave de la historiografía formalista. Más allá de los puros valores formales con que Heinrich Wölfflin pretendía establecer las “categorías de la visión” en El arte clásico (1888), Renacimiento y Barroco (1899) y, sobre todo, Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915), Warburg fue consciente de la conexión inherente que existía entre los distintos motivos visuales y su finalidad en la vida social de la época en la que se habían generado. En una fecha tan temprana como 1893, Warburg demostró la relación de El nacimiento de Venus y La Primavera de Sandro Botticelli con la literatura del momento y en particular con la poesía de Poliziano, pero además explicitó que, en esos cuadros, el artista había mantenido determinados motivos clásicos como la figura femenina cuyos cabellos y ropas se agitan mientras camina, corre o danza, que tiene su estricto correlato en el arte de la Antigüedad. Desde ese original punto de vista, la pintura de Botticelli era sólo un elemento más de un complejísimo contexto cultural y quedaba rescatada, de ese modo, del limbo ideal al que podía ser reducida por el simple análisis formal que bogaba por aquellos estertores finiseculares. Unos años más tarde, en 1907, volvió a aplicar su particular visión de la historia del arte en un estudio minucioso de la capilla que Francesco Sassetti se hizo construir y decorar en la iglesia de Santa Trinità en Florencia. Para Warburg, los frescos de Domenico Ghirlandaio sobre la historia de san Francisco y la decoración all’ antica de la capilla, el retablo y otros componentes demostraban que el Renacimiento era fundamentalmente una etapa de transición, y no sólo un momento esplendoroso de la historia de la humanidad (occidental). Warburg podía así concluir que “cada edad tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece”, según una aseveración que, si bien a primera vista podría parecer poco más que una boutade, cabe adivinar en la base de uno de los libros más célebres del más famoso de sus discípulos: Renacimiento y renacimientos del arte occidental (1960), de Erwin Panofsky.
Así las cosas, parece claro que lo que Warburg procuraba era ir mucho más allá de lo que lo hacían las dos corrientes historiográficas dominantes en la Europa del momento: la historicista, que tenía en Jakob Burckhardt a su principal representante y del que Warburg tomó no pocas conclusiones; y la formalista, con Wölfflin a la cabeza. Warburg partió de algunos hallazgos de ambas corrientes, pero para darles una nueva vuelta de tuerca: las formas cerradas o limitadas que veía el formalismo en las obras de arte eran para él aperturas pendulares o, como ha escrito George Didi-Huberman, “largas duraciones y grietas en el tiempo, latencias y síntomas, memorias enterradas y memorias surgidas, anacronismos y umbrales críticos”. Pues bien: esa tensión inherente a toda imagen se manifiesta extraordinariamente bien mediante la yuxtaposición de unas imágenes con otras, y eso fue lo que debió de revelársele a Warburg mientras preparaba sus conferencias y colocaba las reproducciones o fotografías de obras de arte, los recortes de periódico, las páginas de libros o los panfletos en los paneles forrados con tela negra que quedaban distribuidos a su alrededor. A la postre, mediante esa yuxtaposición significativa de imágenes podía alcanzarse un conocimiento radicalmente distinto al que se arriba a través de la palabra hablada o escrita puesto que, en cierto modo, el conocimiento por la imagen es previo a la verbalización. Didi-Huberman ha hablado de un “conocimiento por el montaje” que puede desvelar aspectos a los que no se puede llegar de ningún otro modo o que, directamente, son inefables y sólo pueden manifestarse a través de la aproximación de imágenes que, a priori, pueden parecer del todo incompatibles.
Para Warburg, las imágenes sobreviven más allá del momento preciso en que fueron creadas en unas determinadas coordenadas espacio-temporales y en un peculiar ambiente histórico, y por ello las imágenes se caracterizan justamente por estar cargadas de tiempo. Ese tiempo es a la par memoria y energía dinámica, una energía dinámica que, simplificando e incluso falseando el pensamiento warburgiano (en tanto que la dicotomía “forma y contenido” no tiene sentido en la concepción de la imagen que tuvo Warburg), podríamos decir que afecta tanto al signo como a su carga semántica; Warburg habló de “dinamogramas”, que son formas del tiempo que sobreviven o, para ser más exactos, gozan de una Nachleben, de una “vida póstuma”. Según Warburg, las imágenes deben ser rescatadas de esa “vida póstuma” por el historiador. De hecho, la tarea esencial del historiador es averiguar después por qué una determinada imagen ha sido redimida por los artistas del imparable devenir del tiempo y ha emergido en determinado momento y en determinado lugar gracias al trabajo de esos artistas; por ejemplo, se podría caracterizar una época de la humanidad occidental estudiando los modos en que el legado de la Antigüedad clásica (y sus imágenes) fue usado en dicha época. Como ha escrito Giorgio Agamben en un libro tan breve como bello, esta es la única manera de conseguir que el pasado se ponga de nuevo, “para nosotros, en movimiento, vuelva a hacerse posible”. Tal vez lo más interesante es que esa supervivencia que acertó a desvelar Warburg, esa Nachleben, es a la par formal e histórica: a lo largo de la historia, las imágenes se repiten tanto por sus matrices formales como por lo que esas matrices contienen de memoria, de carga semántica. En ese sentido, el Atlas Mnemosyne es una “historia de fantasmas para adultos”, como acertó a escribir el propio Warburg, entendiendo que un fantasma es antes que nada una “imagen que se aparece”, un espectro que es sustraído del imparable flujo temporal al que fue arrojado en un origen inmemorial y que emerge, como en una historia de fantasmas para niños, en el momento menos pensado. Y por ello el Atlas es también la culminación de esa operación de rescate llevada a cabo por el historiador, que no sólo salva las imágenes sino que, en el proceso de montaje de esas imágenes en los paneles del Atlas, da paso a un nuevo conocimiento fragmentario y discontinuo, en efecto, pero conocimiento al fin y al cabo y tan de moda en nuestro tiempo precisamente por ese carácter suyo perpetuamente inacabado y abierto. La historia del arte es, por ello, una historia esencialmente anacrónica y perpetuamente suspendida en la que no cabe hablar ni de progreso ni de decadencia como venía haciéndose desde los viejos tiempos de Giorgio Vasari. Por otro lado, la imagen es historia y, por tanto, está viva. En ella tiene lugar la conflagración de lo individual y lo colectivo: es por ello, como decía antes, un insoslayable documento de cultura. Como ha dicho Agamben, las imágenes son “la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado”. Y esa huella es Mnemosyne, que es la Memoria.
Por medio de ese conocimiento por el montaje que se revela en los paneles del Atlas, Warburg quiso poner en marcha una “teoría de la función de la memoria humana por imágenes”. Al fin y al cabo, un atlas no es más que una colección de mapas o láminas; pero más allá de esta modesta condición, el atlas es una invitación a establecer raras relaciones entre unos mapas y otros, o entre unas láminas y las siguientes. Aún recuerdo haberme quedado ensimismado ojeando las páginas de un antiguo atlas que había en casa de mis padres y haber olvidado, al poco de abrirlo, el objeto primero de mi búsqueda. Lo mismo me pasaba con una enorme enciclopedia, cuando saltaba de fotografía en fotografía o de diagrama en diagrama, y últimamente vuelve a ocurrirme cada vez que abro un buscador de Internet. ¿Cómo no entender, pues, este éxito póstumo que Warburg vive hoy en la época del pleno desarrollo de la Red?
En los últimos años ha tenido lugar en España una recuperación de su obra que comenzó, más o menos, en 2005 con la recopilación de algunos de sus textos más importantes en la antología El renacimiento del paganismo, editada por Felipe Pereda. En 2007 se publicó La curación infinita, que recoge las anotaciones autobiográficas que Warburg fue tomando durante su internamiento en el sanatorio suizo de Bellevue (Kreutzlingen) donde estuvo ingresado entre 1921 y 1924 tras ser diagnosticado de esquizofrenia y estado maníaco-depresivo, además de la correspondencia que cruzó con su psiquiatra Ludwig Binswanger y las notas que el médico tomó sobre la evolución del más insólito de sus pacientes. Al año siguiente se tradujo El ritual de la serpiente, la conferencia que Warburg dictó al final de su estancia en la clínica; a partir de la descripción del ritual mediante el cual los indios pueblo pretendían propiciar la lluvia, que había presenciado en 1895 al suroeste de Estados Unidos, Warburg aprovechó para reflexionar sobre el poder de las imágenes y los símbolos. Por último, a principios de este mismo año 2010 se publicó la versión en español del Atlas Mnemosyne con un largo estudio de Fernando Checa. Esta recuperación bibliográfica ha venido acompañada por la publicación de una serie de estudios en torno a su figura y su pensamiento, entre los que destacan, desde luego, el librito de Agamben al que me refería antes y los volúmenes que ha escrito en los últimos años Didi-Huberman: Ante el tiempo, Venus rajada y, quizá sobre todo, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Didi-Huberman es, además, comisario de la exposición que el Museo Centro de Arte Reina Sofía dedicó all historiador alemán: Atlas. ¿Cómo almacenar el mundo?, y él es, desde luego, el mejor comisario que una muestra de este tipo y alcance podía tener, a pesar de que más que una reflexión sobre las teorías de Warburg, la exposición fue una materialización exhaustiva de lo que Didi-Huberman piensa sobre las imágenes y lo que estas pueden aportar sobre nuestro conocimiento de la historia (nuestra historia), algo que ya puso de manifiesto en otros libros suyos anteriores que, sin estar relacionados directamente con Warburg, sí tenían a la imagen como objetivo esencial de reflexión. Me refiero sobre todo al estremecedor y muy necesario Imágenes sobre todo.
Esta proliferación de ediciones o estudios sobre Warburg es muy satisfactoria, sin duda, pero también me ha recordado que la publicación en España, en 1972, de los Estudios de iconología de Panofksy, con una muy lúcida introducción a cargo de Enrique Lafuente Ferrari, dio pie a una inflación de estudios iconológicos en nuestro país que, al no sustentarse en la erudición ni en la capacidad hermenéutica de las que usaba el alemán, hizo un flaco favor a la historiografía española y causó un perjuicio del que aún no nos hemos recuperado, pues siguen abundando estudios “paraiconológicos” aplicados a las manifestaciones artísticas españolas de la Edad Moderna en las revistas españolas especializadas.
Como ha demostrado Agamben y ha recordado después Didi-Huberman, el problema ahora es, a través de Warburg, “volver a poner la imagen en el centro de toda reflexión sobre el cuerpo humano”, un cuerpo que es justamente lo que más olvidan (paradójicamente) los historiadores del arte, quienes suelen enredarse en meras cuestiones de iconología, y que es el que tantísima atención reclama cuando Bergotte, en la novela de Proust, no puede reprimir sus deseos de ver el aún no identificado “lienzo de pared amarilla” que debe de existir en la Vista de Delft de Vermeer. Ojalá me equivoque barruntando los nubarrones de análisis pseudowarburgianos que se avecinan, y que esta tardía aunque justa rehabilitación de los métodos historiográficos de Aby Warburg en España no haga tanto mal como al que dieron pie aquellas antiguas traducciones de los textos de Panofsky.
Sin saber mucho del tema, tengo algunas dudas sobre la metodología de Warburg. Si su intención primigenia - por lo menos, la que podemos deducir - era establecer un repertorio de imágenes alusivas a las emociones más significativas del ser humano, ¿por qué no optó por hacer un estudio de su evolución a través del dibujo? No en balde el dibujo ha constituido la expresión más directa de los sentimientos del hombre, no sólo por lo que tiene de espontáneo sino por su connotación reflexiva. ¿Se interesó Warburg por el dibujo? En relación a la importancia que concede a los símbolos y a los mitos, me inclino a pensar que sí, pero me gustaría que me lo confirmaras si lo sabes. Por otro lado, ¿tuvo algo que ver la lectura de la Historia del Arte de la Antigüedad de Winckelmann a la hora de configurar sus opiniones acerca de la transmisión de imágenes de la Antigüedad Clásica?
ResponderEliminar< Atlas estaba sentado , con las piernas bien abiertas, cargando el mundo sobre los hombros. Hiperión le preguntó:
ResponderEliminar- supongo, Atlas, que te pesará más cada vez que cae un aerolito y se clava en la tierra.
- Exactamente -contestó Altas-, y, por el contrario, a veces me siento aliviado cuando un pájaro levanta el vuelo. >
Enrique Anderson Imbert.
No sabes Jose lo bien que me hubiera venido hace unos meses leer esto para hacer cierto comentario.
Yo creo que Warburg era un poeta, buscando crear un album de sentimientos para comprender lo que le rodeaba, el dolor, la esperanza..todo a su medida.
Genial tuu texto. Chapeaux
Silvia,
ResponderEliminarYo creo que la intención primigenia de W no era "establecer un repertorio de imágenes alusivas a las emociones más significativas del ser humano" sino algo mucho más complejo.
Esa complejidad explica que no solo le interesara el dibujo, sino todas las "Bildformel". A todo esto, no todo dibujo es espontáneo o reflexivo, creo. ¿Qué piensas tú? Por último, seguro que leyó a Winckelmann con devoción, pero no sé hasta qué punto eso pudo influir en su idea de la supervivencia de la Antigüedad. En fin... Lo suyo es complicar las cosas.
Bueno José…tu reflexión es un pelín complicada para mí, porque no te creas que en la universidad nos han hablado mucho de Warburg…de hecho la primera vez que oí hablar de él fue en un curso del departamento de Arte Medieval en 4º de carrera, así que imagínate…prácticamente no sé nada sobre él, sólo me aventuraba a apuntar una mera impresión, nada más. En cuanto al dibujo, por supuesto que no todo dibujo es espontáneo; lo que quería decir es que a través del dibujo como manifestación espontánea es como mejor se muestran los sentimientos del hombre, o por lo menos es uno de los mejores caudales para ello. Tengo bastantes amigos que dibujan, y en los bocetos que hacen casi sin querer, por ejemplo mientras hablan conmigo, es fácil darse cuenta de lo que están pensando justo en ese momento. Por eso pienso que estudiar ese tipo de dibujo específico podría habérle servido a Warburg.Me refería a eso.
ResponderEliminarSaludos!