“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 12 de abril de 2011

Lo real y sus milagros

Mirando la Medusa que Caravaggio (1571-1610) pintó hacia 1596 o 1597 y que hoy se expone en la Galleria degli Uffizi de Florencia, cualquiera podría haber afirmado eso que André Félibien puso en boca del pintor francés Nicolas Poussin a finales del siglo XVII, o al menos en un cierto sentido que sólo desvelaré al final y que poco tiene que ver con lo que Poussin quería, en realidad, decir: que el lombardo había venido al mundo a destruir la pintura. Al fin y al cabo todos sabéis que, entre las múltiples particularidades de Medusa, no era la menos destacada una mirada penetrante que según la leyenda petrificaba a los hombres hasta la muerte si cometían el error de mirarla directamente. Es por ello que Perseo utilizó un escudo de bronce como espejo para poder acercarse a Medusa, la única mortal entre las Gorgonas, y así cortarle la cabeza… y no me parece trivial que Caravaggio, que al parecer iba diciendo por ahí que todo pintor es Perseo, empleara un espejo para explorar unos cuantos gestos exagerados y acabar autorretratándose transmutado en Medusa. Por suerte Caravaggio evitó la posición frontal codificada y simbólica de las representaciones antiguas y en su pintura Medusa mira de soslayo, luego (sólo en parte) podemos esquivar su poder terrorífico. Una de las múltiples y muy relevantes consecuencias que puede deducirse de esta elección premeditada es que Caravaggio eligió el momento preciso en que Medusa, mirándose al espejo que le tiende Perseo, presiente su destino y grita, y el gesto queda congelado en su rostro en los momentos inmediatamente posteriores a la degollación. Pues bien, si me entretengo en él es porque comienza a desvelar una parte de los secretos de la pintura de Caravaggio y son precisamente ellos, y no los ojos de Medusa, los que aún hoy dejan perlático al espectador.


Aunque montó un pedazo de lienzo sobre un escudo realizado en madera de álamo, Caravaggio transformó su superficie convexa en cóncava mediante la combinación mesurada de luces y sombras y un cuidado cromatismo, es decir recurriendo únicamente a los recursos que cimientan la “fuerza de la pintura”. La cabeza de Medusa, pues, habita en el interior del escudo, y el movimiento de las serpientes que han sustituido sus cabellos por obra y envidia de Atenea contribuye a enfatizar la ficción espacial. Los nueve reptiles, por cierto, que alborotan su cabeza son retratos en el sentido estricto del término, pues son ejemplares de la Vipera aspis francisciredi, la más común y extendida de las sierpes que habitan en Italia. En ese sentido no está de más señalar que la obra fue encargada por el cardenal Francesco Maria del Monte (1549-1626) para regalarla al gran duque de Toscana, Francesco I de Médicis, de quien era ministro plenipotenciario en Roma. Ambos eran apasionados de la cultura clásica y también de la investigación naturalista y la experimentación científica, pero sin duda el gran duque sería capaz de adivinar algunas otras veladas alusiones en la obra que le enviaba el cardenal. Al fin y al cabo los Médicis ya habían recurrido al mito de Perseo como alegoría de la virtud y como advertencia a los enemigos, en especial en la escultura de Benvenuto Cellini que se expuso y se expone en la Loggia dei Lanzi en Florencia, pero la pintura de Caravaggio no sólo era un guiño al gusto del gran duque por las armaduras, habitual en su época entre miembros de la aristocracia, sino también a otra obra que se hallaba en las colecciones mediceas: un escudo con la cabeza de Medusa en su centro que Leonardo había pintado a finales del siglo XV y que hoy no se conoce. Quizá con este regalo Del Monte quería apuntalar la confianza que el Médicis tenía depositada en él y, a su vez, presentarle al joven talento que hacía un par de años le había descubierto un tal Maestro Valentino que vendía cuadros en las cercanías de la iglesia romana de San Luis de los Franceses, la misma que sería sede del primer triunfo público de Caravaggio a comienzos del siglo XVII. A ojos del cardenal Caravaggio no sólo era capaz de sobrepasar a los antiguos en la representación de aquel realismo mítico al que se referían los escritores antiguos, sino también al genio de Leonardo. De las obras del florentino, Caravaggio había aprendido no poco durante su estancia juvenil en Milán y en particular lo referente a lo que entonces se conocían como “afectos” o “movimientos del alma”, que se convertirían en uno de los fundamentos de la pintura del siglo XVII y que él exploraría en obras como Muchacho mordido por un lagarto o la Deposición de la Pinacoteca Vaticana.

El cardenal Del Monte había nacido en Venecia en el seno de una ilustre familia y pronto fue destinado a la carrera eclesiástica, de la que ahora me gustaría subrayar un episodio: en la corte del duque de Urbino, Francesco Maria II della Rovere, Del Monte se aficionó sobremanera a la pintura de Federico Barocci que, inspirada en parte en la sensualidad y la ternura de Correggio, se caracteriza también por una intensa y poética atención a los aspectos más modestos de la realidad, muy parecida a la que el cardenal pudo atisbar en la pintura del Caravaggio púber. En 1588 Del Monte fue promovido al cardenalato por el papa Sixto V y aprovechó su nueva posición para favorecer y promover las artes en Roma siguiendo el modelo mediceo; según ha estudiado Zygmunt Wazbinski, Del Monte llegó a proyectar un albergue para artistas pobres, pintores y escultores pero también músicos. Fue allí donde Caravaggio fue a parar en 1595 tras pasar un tiempo en el taller del célebre Caballero de Arpino, quien por entonces copaba algunos de los encargos públicos más notables. Algunos de los cuadros que Caravaggio pintó para el cardenal como La buenaventura o Los tramposos, testimonios de su quehacer primero y a la par de aquella Roma canalla en la que el papa Clemente VIII tuvo que prohibir la tenencia de armas y los duelos y restringir el carnaval y los juegos de dados y cartas, o como Los músicos o El tañedor de laúd, que refrendan el clima cultural que fomentaba Del Monte en su palacio, podrán verse en la exposición que se inaugura el próximo 18 de febrero en las Scuderie del Quirinal en Roma para celebrar el cuarto centenario de la muerte del pintor.

Comisariada por Rossella Vodret y Francesco Buranelli basándose en una idea de Claudio Strinati, la muestra nace con un objetivo esencial y bastante ambicioso: exponer únicamente la producción indiscutible de Caravaggio, es decir aquellas obras sobre las que nunca se ha cernido la sombra de la duda de los siempre quisquillosos especialistas. Pero lo más interesante quizá no sea esta decisión, de por sí excepcional aunque Caravaggio pintara poco (apenas cuarenta obras), sino que el recorrido por la exposición será temático y no estrictamente cronológico, con lo que se producirán muy sugestivos e inéditos paralelismos. Además, y como va dicho, la exposición se celebrará en Roma, lo que la convierte a una cita verdaderamente inusitada ya que las obras que no puedan verse en ella porque nunca se prestan por cuestiones obvias, podrán ser contempladas por el visitante in situ, o sea en las iglesias romanas por las que las obras de Caravaggio están diseminadas (San Luis de los Franceses, San Agustín, Santa María del Popolo) o, incluso, en el antiguo Casino Del Monte de la villa Boncompagni-Ludovisi y donde realizó su única pintura mural, una representación de Júpiter, Neptuno y Plutón como símbolos de tres de los Elementos (aire, agua, tierra) que refleja los intereses alquímicos del cardenal Del Monte. 

Independientemente de que las obras que se expongan lo sean sancionadas por la documentación o por la tradición histórica, uno podrá encarar sin excusas la pregunta más espinosa a la que se pueda enfrentar una vez vista la exposición y que, probablemente por tal dificultad, no será afrontada por la mayoría: ¿qué caracteriza a las pinturas de Caravaggio? Aquí va mi apuesta a sabiendas de que muy poco, acaso nada, tiene que ver con las obras de Caravaggio y que usaré muchos términos que no son sino convenciones. 

El retorno al estudio del mundo real, rechazado por los artistas de la segunda mitad siglo XVI en favor de una cierta “idea” artística, junto a las pautas promovidas por el Concilio de Trento, que pretendían un acercamiento más apegado al relato de los Evangelios, constituyeron las raíces de la revolución caravaggista. Caravaggio partió de una tradición naturalista que hundía sus raíces en los últimos años del Quattrocento en la pintura de Vincenzo Foppa y, ya en el siglo XVI, en las creaciones de Girolamo Romanino, Girolamo Savoldo, Giovanni Battista Moroni o los Campi, pero llevó ese naturalismo a su punto más álgido a través de la representación de los momentos culminantes y dramáticos de la historia sagrada, acentuados por la tensión emocional del claroscuro como ocurre en la pavorosa Judith y Holofernes: mientras ella frunce el ceño concentrada y la vieja espera ávida la cabeza del tirano, él ahoga su grito y sus ojos se pierden en el vacío acusando ya la falta de un riego sanguíneo que, sin embargo, sale a borbotones del cuello. Progresivamente Caravaggio redujo a lo esencial los elementos narrativos subrayando aún más la dureza dramática del momento narrado; podrá apreciarse en El entierro de santa Lucía y se recordarán dos obras que no estarán en la exposición, La resurrección de Lázaro y La degollación del Bautista. Por si ello fuera poco, Caravaggio invade en muchas ocasiones y desde sus primeras obras el espacio del espectador para que no pierda ripio: cestos de fruta que proyectan su sombra sobre la mesa en que cuidadosamente se han colocado, mástiles de violín que uno apetece tocar, bancos en los que muy humanos santos apoyan su rodilla a la espera de la inspiración divina que ha llegado en forma de pilluelo romano, lápidas que esperan a cerrar el sepulcro por antonomasia, pies sucios que quedan a la altura de los ojos y que demuestran que Caravaggio estaba más cerca de la religiosidad que los tiempos imponían que algunos de los prelados que le encargaban las obras, coágulos de sangre que por un momento parecen convertirse en firma… Como ha escrito con mucho acierto Daniel Arasse, esa atención al detalle singularizado en la pintura “arruina el efecto moral en beneficio del júbilo de la mirada en el que se deshacen el cuadro y su saber”. Precisamente fue ése el vuelco que Caravaggio provocó en la tradición clásica del arte de la pintura, el mismo que ponía tan nervioso a ese adalid del clasicismo que fue Poussin: ya no la historia, sino sus componentes; ya no la enseñanza moral, sino el detalle efímero. En ese sentido, Caravaggio metió el dedo en la llaga como hace el incrédulo Tomás en el maravilloso cuadro de Potsdam. 

¿Y qué me decís de los modelos que escogió? Es cierto que también se inspiró en la escultura antigua como parecen evidenciar la muchacha que espera la cabeza del Bautista en La degollación que pintó para el oratorio de los caballeros de Malta, el David y Goliat del Prado, La crucifixión de san Pedro que pintó para la capilla Cerasi o La Virgen de los peregrinos de la iglesia romana de San Agustín; o también en Miguel Ángel, como prueban La vocación o El martirio de san Mateo de la capilla Contarelli en la iglesia de San Luis de los Franceses o el San Juan Bautista de la Pinacoteca Capitolina. Pero ¿acaso no le rechazaron La dormición de la Virgen porque como modelo para la madre de Jesús no había elegido a una mujer cualquiera, sino precisamente a una mujer cualquiera? Os confesaré que una de las cosas que más me ha fascinado siempre del Baco de los Uffizi es que el dios tenga las uñas negras…

  
“Y la luz existió”, dictó Yahvé en el Génesis. El impacto que las obras de Caravaggio ocasionaron en su época también estaba predeterminado por un novedoso empleo de la luz, una luz que es, a la par, compositiva y semántica; ya nunca más estaría al servicio de la historia, sino que sería la esencia de la misma, su causa y su raíz. La fuerza de la pintura ya no se fundamentaría en las proezas de la perspectiva sino en la luz y en la relación entre las figuras que constituyen la historia, y su contraposición radical con la sombra es el resumen figurativo del encuentro directo con lo divino y sus manifestaciones, pero también con el Gran Teatro de la Naturaleza, es decir lo real y sus milagros. 

Y con ello vuelvo al comienzo porque ya os dije entonces que cualquiera podría ratificar lo que Poussin decía de Caravaggio. Sí, sin duda él destruyó la pintura, esa pobre muchacha que no para de excusar su supervivencia una y otra vez, pero del mismo modo que Perseo acabó con Medusa: según cuenta Ovidio en las Metamorfosis, de la sangre que goteó del cuello de la Gorgona procede la dureza luminosa del coral.

3 comentarios:

  1. "¿Y no basta con abrir los ojos y mirar para convencernos de que la realidad es,en realidad, el más auténtico de los milagros?"

    Eso pensaba Oliverio Girondo...¿qué opinaría Caravaggio?

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  2. "A lo largo del tiempo me he encontrado con muchos otros individuos que también poseían su don. El don de la escritura [...] Quien tiene el don suele saberlo, y si la suerte lo acompaña puede llegar a convertirse en un virtuoso" (Marzal. Los pobres desgraciados... p. 17) Que la suerte te acompañe, amigo, porque el don ya lo tienes.

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  3. Medem
    1998
    01:27:43 - 01:29:57

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