"La celebración de lo que existe es también una poderosa elegía porque incluye el relato de lo que está a punto de dejar de existir".
“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte
miércoles, 27 de abril de 2011
miércoles, 20 de abril de 2011
Vida póstuma de las imágenes
Por alguna razón que desconozco, cuando pienso en el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (1866-1929) recuerdo con frecuencia la muerte de Bergotte en el quinto volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust... Debe de ser porque ambos inconmensurables proyectos tienen algo de aquellos teatros de la memoria que proliferaron durante el Renacimiento y el Barroco y porque ambos nos permiten asomarnos, siquiera por un momento, a esos “abismos inexplorados” de los que hablaba Proust para referirse a los efectos que ocasionaba la ingesta de los nuevos narcóticos a los que Bergotte era tan aficionado. Al fin y al cabo, Proust consiguió mediante los largos periodos y los circunloquios de su palabra escrita lo que Warburg pretendía lograr con la asociación de imágenes en los paneles de madera forrados de tela negra en los que, durante los últimos años de su vida, fue fijando con pequeñas pinzas imágenes de los rituales de los indios hopi junto a medievales manuscritos iluminados, sellos de correos junto a cuadros célebres de la historia de la pintura, fotografías de prensa junto a postales o recortes de publicidad junto a reproducciones de relieves o esculturas de la Antigüedad clásica: salvar un retazo de memoria y, por tanto, recobrar el tiempo perdido.
Pero, en realidad, ¿sabe alguien a ciencia cierta qué demonios hubiera pretendido Warburg si antes de morir hubiera tenido tiempo de preparar la publicación de las fotografías de aquellos paneles? ¿Puede alguien hoy siquiera suponer si Warburg hubiera querido publicar tales fotografías? Porque lo primero que habría que tener en cuenta es que la reconstrucción de esos materiales sólo ha sido acometida durante los últimos veinte años y que, por tanto, apenas sabemos algo de lo que habrían sido las intenciones primeras o últimas de Warburg. Ni siquiera están muy claros los orígenes del proyecto, aunque parece que la idea primigenia de construir un Bilderatlas o atlas de imágenes surgió a partir de la utilización de esos paneles por parte de Warburg para preparar sus conferencias desde que dictara en Roma, en 1912, su Arte italiano y astrología internacional en el palacio Schifanoia de Ferrara. Sólo se conservan unas cuantas fotografías de los paneles en el Warburg Institute de Londres, así que los intentos de reconstrucción del proyecto warburgiano que se han llevado a cabo fundamentalmente en Italia y Alemania no han satisfecho a todos los especialistas.
Parece ser que los paneles estaban distribuidos por asuntos significativos de la historia de la humanidad que se encarnaban, en las imágenes, a través de lo que Warburg llamó Pathosformel o “fórmulas del pathos” como el sufrimiento, la destrucción, el rapto, la redención, la ninfa (una de las cuestiones que más han dado que hablar a los estudiosos) o la ascensión hacia el sol. Esas fórmulas se repiten a lo largo de la historia, son estereotipos a los que acuden los artistas de todo tiempo y lugar, y por ello la primera conclusión a la que podemos llegar es que en arte no hay un original primitivo como tampoco hay derivaciones a partir de prototipos primeros.
Desde sus primeros ensayos firmados a comienzos de la última década del siglo XIX, Warburg se interesó siempre por la transmisión (y la transformación que sufrían durante ese viaje) de los símbolos y de los mitos (y de las formas en que esos símbolos o mitos se manifestaban) de la Antigüedad clásica al Renacimiento, de la relectura que durante el Renacimiento se hizo de los mitos clásicos y de su concreción en las distintas manifestaciones artísticas. Ese interés lo llevó a preocuparse por el estudio de la relación entre los artistas y sus comitentes y entre el contexto político, económico y social y las obras de arte a que daban lugar esas especiales condiciones para poder así, por tanto, reconstruir el ambiente original en que se crearon dichas obras. Ahora hacer uso de esta metodología de trabajo puede parecernos una mera cuestión de sentido común, pero en época de Warburg estaba lejos de serlo. Desde su punto de vista, la obra de arte quedaba transformada en la quintaesencia de todos esos condicionantes circunstanciales y, de esa manera, se convertía en un documento cultural de primer orden más allá de los valores estéticos que eran subrayados por los historiadores del arte que habían precedido a Warburg o que durante las dos primeras décadas del siglo XX publicaron las obras clave de la historiografía formalista. Más allá de los puros valores formales con que Heinrich Wölfflin pretendía establecer las “categorías de la visión” en El arte clásico (1888), Renacimiento y Barroco (1899) y, sobre todo, Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915), Warburg fue consciente de la conexión inherente que existía entre los distintos motivos visuales y su finalidad en la vida social de la época en la que se habían generado. En una fecha tan temprana como 1893, Warburg demostró la relación de El nacimiento de Venus y La Primavera de Sandro Botticelli con la literatura del momento y en particular con la poesía de Poliziano, pero además explicitó que, en esos cuadros, el artista había mantenido determinados motivos clásicos como la figura femenina cuyos cabellos y ropas se agitan mientras camina, corre o danza, que tiene su estricto correlato en el arte de la Antigüedad. Desde ese original punto de vista, la pintura de Botticelli era sólo un elemento más de un complejísimo contexto cultural y quedaba rescatada, de ese modo, del limbo ideal al que podía ser reducida por el simple análisis formal que bogaba por aquellos estertores finiseculares. Unos años más tarde, en 1907, volvió a aplicar su particular visión de la historia del arte en un estudio minucioso de la capilla que Francesco Sassetti se hizo construir y decorar en la iglesia de Santa Trinità en Florencia. Para Warburg, los frescos de Domenico Ghirlandaio sobre la historia de san Francisco y la decoración all’ antica de la capilla, el retablo y otros componentes demostraban que el Renacimiento era fundamentalmente una etapa de transición, y no sólo un momento esplendoroso de la historia de la humanidad (occidental). Warburg podía así concluir que “cada edad tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece”, según una aseveración que, si bien a primera vista podría parecer poco más que una boutade, cabe adivinar en la base de uno de los libros más célebres del más famoso de sus discípulos: Renacimiento y renacimientos del arte occidental (1960), de Erwin Panofsky.
Así las cosas, parece claro que lo que Warburg procuraba era ir mucho más allá de lo que lo hacían las dos corrientes historiográficas dominantes en la Europa del momento: la historicista, que tenía en Jakob Burckhardt a su principal representante y del que Warburg tomó no pocas conclusiones; y la formalista, con Wölfflin a la cabeza. Warburg partió de algunos hallazgos de ambas corrientes, pero para darles una nueva vuelta de tuerca: las formas cerradas o limitadas que veía el formalismo en las obras de arte eran para él aperturas pendulares o, como ha escrito George Didi-Huberman, “largas duraciones y grietas en el tiempo, latencias y síntomas, memorias enterradas y memorias surgidas, anacronismos y umbrales críticos”. Pues bien: esa tensión inherente a toda imagen se manifiesta extraordinariamente bien mediante la yuxtaposición de unas imágenes con otras, y eso fue lo que debió de revelársele a Warburg mientras preparaba sus conferencias y colocaba las reproducciones o fotografías de obras de arte, los recortes de periódico, las páginas de libros o los panfletos en los paneles forrados con tela negra que quedaban distribuidos a su alrededor. A la postre, mediante esa yuxtaposición significativa de imágenes podía alcanzarse un conocimiento radicalmente distinto al que se arriba a través de la palabra hablada o escrita puesto que, en cierto modo, el conocimiento por la imagen es previo a la verbalización. Didi-Huberman ha hablado de un “conocimiento por el montaje” que puede desvelar aspectos a los que no se puede llegar de ningún otro modo o que, directamente, son inefables y sólo pueden manifestarse a través de la aproximación de imágenes que, a priori, pueden parecer del todo incompatibles.
Para Warburg, las imágenes sobreviven más allá del momento preciso en que fueron creadas en unas determinadas coordenadas espacio-temporales y en un peculiar ambiente histórico, y por ello las imágenes se caracterizan justamente por estar cargadas de tiempo. Ese tiempo es a la par memoria y energía dinámica, una energía dinámica que, simplificando e incluso falseando el pensamiento warburgiano (en tanto que la dicotomía “forma y contenido” no tiene sentido en la concepción de la imagen que tuvo Warburg), podríamos decir que afecta tanto al signo como a su carga semántica; Warburg habló de “dinamogramas”, que son formas del tiempo que sobreviven o, para ser más exactos, gozan de una Nachleben, de una “vida póstuma”. Según Warburg, las imágenes deben ser rescatadas de esa “vida póstuma” por el historiador. De hecho, la tarea esencial del historiador es averiguar después por qué una determinada imagen ha sido redimida por los artistas del imparable devenir del tiempo y ha emergido en determinado momento y en determinado lugar gracias al trabajo de esos artistas; por ejemplo, se podría caracterizar una época de la humanidad occidental estudiando los modos en que el legado de la Antigüedad clásica (y sus imágenes) fue usado en dicha época. Como ha escrito Giorgio Agamben en un libro tan breve como bello, esta es la única manera de conseguir que el pasado se ponga de nuevo, “para nosotros, en movimiento, vuelva a hacerse posible”. Tal vez lo más interesante es que esa supervivencia que acertó a desvelar Warburg, esa Nachleben, es a la par formal e histórica: a lo largo de la historia, las imágenes se repiten tanto por sus matrices formales como por lo que esas matrices contienen de memoria, de carga semántica. En ese sentido, el Atlas Mnemosyne es una “historia de fantasmas para adultos”, como acertó a escribir el propio Warburg, entendiendo que un fantasma es antes que nada una “imagen que se aparece”, un espectro que es sustraído del imparable flujo temporal al que fue arrojado en un origen inmemorial y que emerge, como en una historia de fantasmas para niños, en el momento menos pensado. Y por ello el Atlas es también la culminación de esa operación de rescate llevada a cabo por el historiador, que no sólo salva las imágenes sino que, en el proceso de montaje de esas imágenes en los paneles del Atlas, da paso a un nuevo conocimiento fragmentario y discontinuo, en efecto, pero conocimiento al fin y al cabo y tan de moda en nuestro tiempo precisamente por ese carácter suyo perpetuamente inacabado y abierto. La historia del arte es, por ello, una historia esencialmente anacrónica y perpetuamente suspendida en la que no cabe hablar ni de progreso ni de decadencia como venía haciéndose desde los viejos tiempos de Giorgio Vasari. Por otro lado, la imagen es historia y, por tanto, está viva. En ella tiene lugar la conflagración de lo individual y lo colectivo: es por ello, como decía antes, un insoslayable documento de cultura. Como ha dicho Agamben, las imágenes son “la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado”. Y esa huella es Mnemosyne, que es la Memoria.
Por medio de ese conocimiento por el montaje que se revela en los paneles del Atlas, Warburg quiso poner en marcha una “teoría de la función de la memoria humana por imágenes”. Al fin y al cabo, un atlas no es más que una colección de mapas o láminas; pero más allá de esta modesta condición, el atlas es una invitación a establecer raras relaciones entre unos mapas y otros, o entre unas láminas y las siguientes. Aún recuerdo haberme quedado ensimismado ojeando las páginas de un antiguo atlas que había en casa de mis padres y haber olvidado, al poco de abrirlo, el objeto primero de mi búsqueda. Lo mismo me pasaba con una enorme enciclopedia, cuando saltaba de fotografía en fotografía o de diagrama en diagrama, y últimamente vuelve a ocurrirme cada vez que abro un buscador de Internet. ¿Cómo no entender, pues, este éxito póstumo que Warburg vive hoy en la época del pleno desarrollo de la Red?
En los últimos años ha tenido lugar en España una recuperación de su obra que comenzó, más o menos, en 2005 con la recopilación de algunos de sus textos más importantes en la antología El renacimiento del paganismo, editada por Felipe Pereda. En 2007 se publicó La curación infinita, que recoge las anotaciones autobiográficas que Warburg fue tomando durante su internamiento en el sanatorio suizo de Bellevue (Kreutzlingen) donde estuvo ingresado entre 1921 y 1924 tras ser diagnosticado de esquizofrenia y estado maníaco-depresivo, además de la correspondencia que cruzó con su psiquiatra Ludwig Binswanger y las notas que el médico tomó sobre la evolución del más insólito de sus pacientes. Al año siguiente se tradujo El ritual de la serpiente, la conferencia que Warburg dictó al final de su estancia en la clínica; a partir de la descripción del ritual mediante el cual los indios pueblo pretendían propiciar la lluvia, que había presenciado en 1895 al suroeste de Estados Unidos, Warburg aprovechó para reflexionar sobre el poder de las imágenes y los símbolos. Por último, a principios de este mismo año 2010 se publicó la versión en español del Atlas Mnemosyne con un largo estudio de Fernando Checa. Esta recuperación bibliográfica ha venido acompañada por la publicación de una serie de estudios en torno a su figura y su pensamiento, entre los que destacan, desde luego, el librito de Agamben al que me refería antes y los volúmenes que ha escrito en los últimos años Didi-Huberman: Ante el tiempo, Venus rajada y, quizá sobre todo, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Didi-Huberman es, además, comisario de la exposición que el Museo Centro de Arte Reina Sofía dedicó all historiador alemán: Atlas. ¿Cómo almacenar el mundo?, y él es, desde luego, el mejor comisario que una muestra de este tipo y alcance podía tener, a pesar de que más que una reflexión sobre las teorías de Warburg, la exposición fue una materialización exhaustiva de lo que Didi-Huberman piensa sobre las imágenes y lo que estas pueden aportar sobre nuestro conocimiento de la historia (nuestra historia), algo que ya puso de manifiesto en otros libros suyos anteriores que, sin estar relacionados directamente con Warburg, sí tenían a la imagen como objetivo esencial de reflexión. Me refiero sobre todo al estremecedor y muy necesario Imágenes sobre todo.
Esta proliferación de ediciones o estudios sobre Warburg es muy satisfactoria, sin duda, pero también me ha recordado que la publicación en España, en 1972, de los Estudios de iconología de Panofksy, con una muy lúcida introducción a cargo de Enrique Lafuente Ferrari, dio pie a una inflación de estudios iconológicos en nuestro país que, al no sustentarse en la erudición ni en la capacidad hermenéutica de las que usaba el alemán, hizo un flaco favor a la historiografía española y causó un perjuicio del que aún no nos hemos recuperado, pues siguen abundando estudios “paraiconológicos” aplicados a las manifestaciones artísticas españolas de la Edad Moderna en las revistas españolas especializadas.
Como ha demostrado Agamben y ha recordado después Didi-Huberman, el problema ahora es, a través de Warburg, “volver a poner la imagen en el centro de toda reflexión sobre el cuerpo humano”, un cuerpo que es justamente lo que más olvidan (paradójicamente) los historiadores del arte, quienes suelen enredarse en meras cuestiones de iconología, y que es el que tantísima atención reclama cuando Bergotte, en la novela de Proust, no puede reprimir sus deseos de ver el aún no identificado “lienzo de pared amarilla” que debe de existir en la Vista de Delft de Vermeer. Ojalá me equivoque barruntando los nubarrones de análisis pseudowarburgianos que se avecinan, y que esta tardía aunque justa rehabilitación de los métodos historiográficos de Aby Warburg en España no haga tanto mal como al que dieron pie aquellas antiguas traducciones de los textos de Panofsky.
Pero, en realidad, ¿sabe alguien a ciencia cierta qué demonios hubiera pretendido Warburg si antes de morir hubiera tenido tiempo de preparar la publicación de las fotografías de aquellos paneles? ¿Puede alguien hoy siquiera suponer si Warburg hubiera querido publicar tales fotografías? Porque lo primero que habría que tener en cuenta es que la reconstrucción de esos materiales sólo ha sido acometida durante los últimos veinte años y que, por tanto, apenas sabemos algo de lo que habrían sido las intenciones primeras o últimas de Warburg. Ni siquiera están muy claros los orígenes del proyecto, aunque parece que la idea primigenia de construir un Bilderatlas o atlas de imágenes surgió a partir de la utilización de esos paneles por parte de Warburg para preparar sus conferencias desde que dictara en Roma, en 1912, su Arte italiano y astrología internacional en el palacio Schifanoia de Ferrara. Sólo se conservan unas cuantas fotografías de los paneles en el Warburg Institute de Londres, así que los intentos de reconstrucción del proyecto warburgiano que se han llevado a cabo fundamentalmente en Italia y Alemania no han satisfecho a todos los especialistas.
Parece ser que los paneles estaban distribuidos por asuntos significativos de la historia de la humanidad que se encarnaban, en las imágenes, a través de lo que Warburg llamó Pathosformel o “fórmulas del pathos” como el sufrimiento, la destrucción, el rapto, la redención, la ninfa (una de las cuestiones que más han dado que hablar a los estudiosos) o la ascensión hacia el sol. Esas fórmulas se repiten a lo largo de la historia, son estereotipos a los que acuden los artistas de todo tiempo y lugar, y por ello la primera conclusión a la que podemos llegar es que en arte no hay un original primitivo como tampoco hay derivaciones a partir de prototipos primeros.
Desde sus primeros ensayos firmados a comienzos de la última década del siglo XIX, Warburg se interesó siempre por la transmisión (y la transformación que sufrían durante ese viaje) de los símbolos y de los mitos (y de las formas en que esos símbolos o mitos se manifestaban) de la Antigüedad clásica al Renacimiento, de la relectura que durante el Renacimiento se hizo de los mitos clásicos y de su concreción en las distintas manifestaciones artísticas. Ese interés lo llevó a preocuparse por el estudio de la relación entre los artistas y sus comitentes y entre el contexto político, económico y social y las obras de arte a que daban lugar esas especiales condiciones para poder así, por tanto, reconstruir el ambiente original en que se crearon dichas obras. Ahora hacer uso de esta metodología de trabajo puede parecernos una mera cuestión de sentido común, pero en época de Warburg estaba lejos de serlo. Desde su punto de vista, la obra de arte quedaba transformada en la quintaesencia de todos esos condicionantes circunstanciales y, de esa manera, se convertía en un documento cultural de primer orden más allá de los valores estéticos que eran subrayados por los historiadores del arte que habían precedido a Warburg o que durante las dos primeras décadas del siglo XX publicaron las obras clave de la historiografía formalista. Más allá de los puros valores formales con que Heinrich Wölfflin pretendía establecer las “categorías de la visión” en El arte clásico (1888), Renacimiento y Barroco (1899) y, sobre todo, Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915), Warburg fue consciente de la conexión inherente que existía entre los distintos motivos visuales y su finalidad en la vida social de la época en la que se habían generado. En una fecha tan temprana como 1893, Warburg demostró la relación de El nacimiento de Venus y La Primavera de Sandro Botticelli con la literatura del momento y en particular con la poesía de Poliziano, pero además explicitó que, en esos cuadros, el artista había mantenido determinados motivos clásicos como la figura femenina cuyos cabellos y ropas se agitan mientras camina, corre o danza, que tiene su estricto correlato en el arte de la Antigüedad. Desde ese original punto de vista, la pintura de Botticelli era sólo un elemento más de un complejísimo contexto cultural y quedaba rescatada, de ese modo, del limbo ideal al que podía ser reducida por el simple análisis formal que bogaba por aquellos estertores finiseculares. Unos años más tarde, en 1907, volvió a aplicar su particular visión de la historia del arte en un estudio minucioso de la capilla que Francesco Sassetti se hizo construir y decorar en la iglesia de Santa Trinità en Florencia. Para Warburg, los frescos de Domenico Ghirlandaio sobre la historia de san Francisco y la decoración all’ antica de la capilla, el retablo y otros componentes demostraban que el Renacimiento era fundamentalmente una etapa de transición, y no sólo un momento esplendoroso de la historia de la humanidad (occidental). Warburg podía así concluir que “cada edad tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece”, según una aseveración que, si bien a primera vista podría parecer poco más que una boutade, cabe adivinar en la base de uno de los libros más célebres del más famoso de sus discípulos: Renacimiento y renacimientos del arte occidental (1960), de Erwin Panofsky.
Así las cosas, parece claro que lo que Warburg procuraba era ir mucho más allá de lo que lo hacían las dos corrientes historiográficas dominantes en la Europa del momento: la historicista, que tenía en Jakob Burckhardt a su principal representante y del que Warburg tomó no pocas conclusiones; y la formalista, con Wölfflin a la cabeza. Warburg partió de algunos hallazgos de ambas corrientes, pero para darles una nueva vuelta de tuerca: las formas cerradas o limitadas que veía el formalismo en las obras de arte eran para él aperturas pendulares o, como ha escrito George Didi-Huberman, “largas duraciones y grietas en el tiempo, latencias y síntomas, memorias enterradas y memorias surgidas, anacronismos y umbrales críticos”. Pues bien: esa tensión inherente a toda imagen se manifiesta extraordinariamente bien mediante la yuxtaposición de unas imágenes con otras, y eso fue lo que debió de revelársele a Warburg mientras preparaba sus conferencias y colocaba las reproducciones o fotografías de obras de arte, los recortes de periódico, las páginas de libros o los panfletos en los paneles forrados con tela negra que quedaban distribuidos a su alrededor. A la postre, mediante esa yuxtaposición significativa de imágenes podía alcanzarse un conocimiento radicalmente distinto al que se arriba a través de la palabra hablada o escrita puesto que, en cierto modo, el conocimiento por la imagen es previo a la verbalización. Didi-Huberman ha hablado de un “conocimiento por el montaje” que puede desvelar aspectos a los que no se puede llegar de ningún otro modo o que, directamente, son inefables y sólo pueden manifestarse a través de la aproximación de imágenes que, a priori, pueden parecer del todo incompatibles.
Para Warburg, las imágenes sobreviven más allá del momento preciso en que fueron creadas en unas determinadas coordenadas espacio-temporales y en un peculiar ambiente histórico, y por ello las imágenes se caracterizan justamente por estar cargadas de tiempo. Ese tiempo es a la par memoria y energía dinámica, una energía dinámica que, simplificando e incluso falseando el pensamiento warburgiano (en tanto que la dicotomía “forma y contenido” no tiene sentido en la concepción de la imagen que tuvo Warburg), podríamos decir que afecta tanto al signo como a su carga semántica; Warburg habló de “dinamogramas”, que son formas del tiempo que sobreviven o, para ser más exactos, gozan de una Nachleben, de una “vida póstuma”. Según Warburg, las imágenes deben ser rescatadas de esa “vida póstuma” por el historiador. De hecho, la tarea esencial del historiador es averiguar después por qué una determinada imagen ha sido redimida por los artistas del imparable devenir del tiempo y ha emergido en determinado momento y en determinado lugar gracias al trabajo de esos artistas; por ejemplo, se podría caracterizar una época de la humanidad occidental estudiando los modos en que el legado de la Antigüedad clásica (y sus imágenes) fue usado en dicha época. Como ha escrito Giorgio Agamben en un libro tan breve como bello, esta es la única manera de conseguir que el pasado se ponga de nuevo, “para nosotros, en movimiento, vuelva a hacerse posible”. Tal vez lo más interesante es que esa supervivencia que acertó a desvelar Warburg, esa Nachleben, es a la par formal e histórica: a lo largo de la historia, las imágenes se repiten tanto por sus matrices formales como por lo que esas matrices contienen de memoria, de carga semántica. En ese sentido, el Atlas Mnemosyne es una “historia de fantasmas para adultos”, como acertó a escribir el propio Warburg, entendiendo que un fantasma es antes que nada una “imagen que se aparece”, un espectro que es sustraído del imparable flujo temporal al que fue arrojado en un origen inmemorial y que emerge, como en una historia de fantasmas para niños, en el momento menos pensado. Y por ello el Atlas es también la culminación de esa operación de rescate llevada a cabo por el historiador, que no sólo salva las imágenes sino que, en el proceso de montaje de esas imágenes en los paneles del Atlas, da paso a un nuevo conocimiento fragmentario y discontinuo, en efecto, pero conocimiento al fin y al cabo y tan de moda en nuestro tiempo precisamente por ese carácter suyo perpetuamente inacabado y abierto. La historia del arte es, por ello, una historia esencialmente anacrónica y perpetuamente suspendida en la que no cabe hablar ni de progreso ni de decadencia como venía haciéndose desde los viejos tiempos de Giorgio Vasari. Por otro lado, la imagen es historia y, por tanto, está viva. En ella tiene lugar la conflagración de lo individual y lo colectivo: es por ello, como decía antes, un insoslayable documento de cultura. Como ha dicho Agamben, las imágenes son “la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado”. Y esa huella es Mnemosyne, que es la Memoria.
Por medio de ese conocimiento por el montaje que se revela en los paneles del Atlas, Warburg quiso poner en marcha una “teoría de la función de la memoria humana por imágenes”. Al fin y al cabo, un atlas no es más que una colección de mapas o láminas; pero más allá de esta modesta condición, el atlas es una invitación a establecer raras relaciones entre unos mapas y otros, o entre unas láminas y las siguientes. Aún recuerdo haberme quedado ensimismado ojeando las páginas de un antiguo atlas que había en casa de mis padres y haber olvidado, al poco de abrirlo, el objeto primero de mi búsqueda. Lo mismo me pasaba con una enorme enciclopedia, cuando saltaba de fotografía en fotografía o de diagrama en diagrama, y últimamente vuelve a ocurrirme cada vez que abro un buscador de Internet. ¿Cómo no entender, pues, este éxito póstumo que Warburg vive hoy en la época del pleno desarrollo de la Red?
En los últimos años ha tenido lugar en España una recuperación de su obra que comenzó, más o menos, en 2005 con la recopilación de algunos de sus textos más importantes en la antología El renacimiento del paganismo, editada por Felipe Pereda. En 2007 se publicó La curación infinita, que recoge las anotaciones autobiográficas que Warburg fue tomando durante su internamiento en el sanatorio suizo de Bellevue (Kreutzlingen) donde estuvo ingresado entre 1921 y 1924 tras ser diagnosticado de esquizofrenia y estado maníaco-depresivo, además de la correspondencia que cruzó con su psiquiatra Ludwig Binswanger y las notas que el médico tomó sobre la evolución del más insólito de sus pacientes. Al año siguiente se tradujo El ritual de la serpiente, la conferencia que Warburg dictó al final de su estancia en la clínica; a partir de la descripción del ritual mediante el cual los indios pueblo pretendían propiciar la lluvia, que había presenciado en 1895 al suroeste de Estados Unidos, Warburg aprovechó para reflexionar sobre el poder de las imágenes y los símbolos. Por último, a principios de este mismo año 2010 se publicó la versión en español del Atlas Mnemosyne con un largo estudio de Fernando Checa. Esta recuperación bibliográfica ha venido acompañada por la publicación de una serie de estudios en torno a su figura y su pensamiento, entre los que destacan, desde luego, el librito de Agamben al que me refería antes y los volúmenes que ha escrito en los últimos años Didi-Huberman: Ante el tiempo, Venus rajada y, quizá sobre todo, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Didi-Huberman es, además, comisario de la exposición que el Museo Centro de Arte Reina Sofía dedicó all historiador alemán: Atlas. ¿Cómo almacenar el mundo?, y él es, desde luego, el mejor comisario que una muestra de este tipo y alcance podía tener, a pesar de que más que una reflexión sobre las teorías de Warburg, la exposición fue una materialización exhaustiva de lo que Didi-Huberman piensa sobre las imágenes y lo que estas pueden aportar sobre nuestro conocimiento de la historia (nuestra historia), algo que ya puso de manifiesto en otros libros suyos anteriores que, sin estar relacionados directamente con Warburg, sí tenían a la imagen como objetivo esencial de reflexión. Me refiero sobre todo al estremecedor y muy necesario Imágenes sobre todo.
Esta proliferación de ediciones o estudios sobre Warburg es muy satisfactoria, sin duda, pero también me ha recordado que la publicación en España, en 1972, de los Estudios de iconología de Panofksy, con una muy lúcida introducción a cargo de Enrique Lafuente Ferrari, dio pie a una inflación de estudios iconológicos en nuestro país que, al no sustentarse en la erudición ni en la capacidad hermenéutica de las que usaba el alemán, hizo un flaco favor a la historiografía española y causó un perjuicio del que aún no nos hemos recuperado, pues siguen abundando estudios “paraiconológicos” aplicados a las manifestaciones artísticas españolas de la Edad Moderna en las revistas españolas especializadas.
Como ha demostrado Agamben y ha recordado después Didi-Huberman, el problema ahora es, a través de Warburg, “volver a poner la imagen en el centro de toda reflexión sobre el cuerpo humano”, un cuerpo que es justamente lo que más olvidan (paradójicamente) los historiadores del arte, quienes suelen enredarse en meras cuestiones de iconología, y que es el que tantísima atención reclama cuando Bergotte, en la novela de Proust, no puede reprimir sus deseos de ver el aún no identificado “lienzo de pared amarilla” que debe de existir en la Vista de Delft de Vermeer. Ojalá me equivoque barruntando los nubarrones de análisis pseudowarburgianos que se avecinan, y que esta tardía aunque justa rehabilitación de los métodos historiográficos de Aby Warburg en España no haga tanto mal como al que dieron pie aquellas antiguas traducciones de los textos de Panofsky.
martes, 12 de abril de 2011
Lo real y sus milagros
Mirando la Medusa que Caravaggio (1571-1610) pintó hacia 1596 o 1597 y que hoy se expone en la Galleria degli Uffizi de Florencia, cualquiera podría haber afirmado eso que André Félibien puso en boca del pintor francés Nicolas Poussin a finales del siglo XVII, o al menos en un cierto sentido que sólo desvelaré al final y que poco tiene que ver con lo que Poussin quería, en realidad, decir: que el lombardo había venido al mundo a destruir la pintura. Al fin y al cabo todos sabéis que, entre las múltiples particularidades de Medusa, no era la menos destacada una mirada penetrante que según la leyenda petrificaba a los hombres hasta la muerte si cometían el error de mirarla directamente. Es por ello que Perseo utilizó un escudo de bronce como espejo para poder acercarse a Medusa, la única mortal entre las Gorgonas, y así cortarle la cabeza… y no me parece trivial que Caravaggio, que al parecer iba diciendo por ahí que todo pintor es Perseo, empleara un espejo para explorar unos cuantos gestos exagerados y acabar autorretratándose transmutado en Medusa. Por suerte Caravaggio evitó la posición frontal codificada y simbólica de las representaciones antiguas y en su pintura Medusa mira de soslayo, luego (sólo en parte) podemos esquivar su poder terrorífico. Una de las múltiples y muy relevantes consecuencias que puede deducirse de esta elección premeditada es que Caravaggio eligió el momento preciso en que Medusa, mirándose al espejo que le tiende Perseo, presiente su destino y grita, y el gesto queda congelado en su rostro en los momentos inmediatamente posteriores a la degollación. Pues bien, si me entretengo en él es porque comienza a desvelar una parte de los secretos de la pintura de Caravaggio y son precisamente ellos, y no los ojos de Medusa, los que aún hoy dejan perlático al espectador.
Aunque montó un pedazo de lienzo sobre un escudo realizado en madera de álamo, Caravaggio transformó su superficie convexa en cóncava mediante la combinación mesurada de luces y sombras y un cuidado cromatismo, es decir recurriendo únicamente a los recursos que cimientan la “fuerza de la pintura”. La cabeza de Medusa, pues, habita en el interior del escudo, y el movimiento de las serpientes que han sustituido sus cabellos por obra y envidia de Atenea contribuye a enfatizar la ficción espacial. Los nueve reptiles, por cierto, que alborotan su cabeza son retratos en el sentido estricto del término, pues son ejemplares de la Vipera aspis francisciredi, la más común y extendida de las sierpes que habitan en Italia. En ese sentido no está de más señalar que la obra fue encargada por el cardenal Francesco Maria del Monte (1549-1626) para regalarla al gran duque de Toscana, Francesco I de Médicis, de quien era ministro plenipotenciario en Roma. Ambos eran apasionados de la cultura clásica y también de la investigación naturalista y la experimentación científica, pero sin duda el gran duque sería capaz de adivinar algunas otras veladas alusiones en la obra que le enviaba el cardenal. Al fin y al cabo los Médicis ya habían recurrido al mito de Perseo como alegoría de la virtud y como advertencia a los enemigos, en especial en la escultura de Benvenuto Cellini que se expuso y se expone en la Loggia dei Lanzi en Florencia, pero la pintura de Caravaggio no sólo era un guiño al gusto del gran duque por las armaduras, habitual en su época entre miembros de la aristocracia, sino también a otra obra que se hallaba en las colecciones mediceas: un escudo con la cabeza de Medusa en su centro que Leonardo había pintado a finales del siglo XV y que hoy no se conoce. Quizá con este regalo Del Monte quería apuntalar la confianza que el Médicis tenía depositada en él y, a su vez, presentarle al joven talento que hacía un par de años le había descubierto un tal Maestro Valentino que vendía cuadros en las cercanías de la iglesia romana de San Luis de los Franceses, la misma que sería sede del primer triunfo público de Caravaggio a comienzos del siglo XVII. A ojos del cardenal Caravaggio no sólo era capaz de sobrepasar a los antiguos en la representación de aquel realismo mítico al que se referían los escritores antiguos, sino también al genio de Leonardo. De las obras del florentino, Caravaggio había aprendido no poco durante su estancia juvenil en Milán y en particular lo referente a lo que entonces se conocían como “afectos” o “movimientos del alma”, que se convertirían en uno de los fundamentos de la pintura del siglo XVII y que él exploraría en obras como Muchacho mordido por un lagarto o la Deposición de la Pinacoteca Vaticana.
El cardenal Del Monte había nacido en Venecia en el seno de una ilustre familia y pronto fue destinado a la carrera eclesiástica, de la que ahora me gustaría subrayar un episodio: en la corte del duque de Urbino, Francesco Maria II della Rovere, Del Monte se aficionó sobremanera a la pintura de Federico Barocci que, inspirada en parte en la sensualidad y la ternura de Correggio, se caracteriza también por una intensa y poética atención a los aspectos más modestos de la realidad, muy parecida a la que el cardenal pudo atisbar en la pintura del Caravaggio púber. En 1588 Del Monte fue promovido al cardenalato por el papa Sixto V y aprovechó su nueva posición para favorecer y promover las artes en Roma siguiendo el modelo mediceo; según ha estudiado Zygmunt Wazbinski, Del Monte llegó a proyectar un albergue para artistas pobres, pintores y escultores pero también músicos. Fue allí donde Caravaggio fue a parar en 1595 tras pasar un tiempo en el taller del célebre Caballero de Arpino, quien por entonces copaba algunos de los encargos públicos más notables. Algunos de los cuadros que Caravaggio pintó para el cardenal como La buenaventura o Los tramposos, testimonios de su quehacer primero y a la par de aquella Roma canalla en la que el papa Clemente VIII tuvo que prohibir la tenencia de armas y los duelos y restringir el carnaval y los juegos de dados y cartas, o como Los músicos o El tañedor de laúd, que refrendan el clima cultural que fomentaba Del Monte en su palacio, podrán verse en la exposición que se inaugura el próximo 18 de febrero en las Scuderie del Quirinal en Roma para celebrar el cuarto centenario de la muerte del pintor.
Comisariada por Rossella Vodret y Francesco Buranelli basándose en una idea de Claudio Strinati, la muestra nace con un objetivo esencial y bastante ambicioso: exponer únicamente la producción indiscutible de Caravaggio, es decir aquellas obras sobre las que nunca se ha cernido la sombra de la duda de los siempre quisquillosos especialistas. Pero lo más interesante quizá no sea esta decisión, de por sí excepcional aunque Caravaggio pintara poco (apenas cuarenta obras), sino que el recorrido por la exposición será temático y no estrictamente cronológico, con lo que se producirán muy sugestivos e inéditos paralelismos. Además, y como va dicho, la exposición se celebrará en Roma, lo que la convierte a una cita verdaderamente inusitada ya que las obras que no puedan verse en ella porque nunca se prestan por cuestiones obvias, podrán ser contempladas por el visitante in situ, o sea en las iglesias romanas por las que las obras de Caravaggio están diseminadas (San Luis de los Franceses, San Agustín, Santa María del Popolo) o, incluso, en el antiguo Casino Del Monte de la villa Boncompagni-Ludovisi y donde realizó su única pintura mural, una representación de Júpiter, Neptuno y Plutón como símbolos de tres de los Elementos (aire, agua, tierra) que refleja los intereses alquímicos del cardenal Del Monte.
Comisariada por Rossella Vodret y Francesco Buranelli basándose en una idea de Claudio Strinati, la muestra nace con un objetivo esencial y bastante ambicioso: exponer únicamente la producción indiscutible de Caravaggio, es decir aquellas obras sobre las que nunca se ha cernido la sombra de la duda de los siempre quisquillosos especialistas. Pero lo más interesante quizá no sea esta decisión, de por sí excepcional aunque Caravaggio pintara poco (apenas cuarenta obras), sino que el recorrido por la exposición será temático y no estrictamente cronológico, con lo que se producirán muy sugestivos e inéditos paralelismos. Además, y como va dicho, la exposición se celebrará en Roma, lo que la convierte a una cita verdaderamente inusitada ya que las obras que no puedan verse en ella porque nunca se prestan por cuestiones obvias, podrán ser contempladas por el visitante in situ, o sea en las iglesias romanas por las que las obras de Caravaggio están diseminadas (San Luis de los Franceses, San Agustín, Santa María del Popolo) o, incluso, en el antiguo Casino Del Monte de la villa Boncompagni-Ludovisi y donde realizó su única pintura mural, una representación de Júpiter, Neptuno y Plutón como símbolos de tres de los Elementos (aire, agua, tierra) que refleja los intereses alquímicos del cardenal Del Monte.
Independientemente de que las obras que se expongan lo sean sancionadas por la documentación o por la tradición histórica, uno podrá encarar sin excusas la pregunta más espinosa a la que se pueda enfrentar una vez vista la exposición y que, probablemente por tal dificultad, no será afrontada por la mayoría: ¿qué caracteriza a las pinturas de Caravaggio? Aquí va mi apuesta a sabiendas de que muy poco, acaso nada, tiene que ver con las obras de Caravaggio y que usaré muchos términos que no son sino convenciones.
El retorno al estudio del mundo real, rechazado por los artistas de la segunda mitad siglo XVI en favor de una cierta “idea” artística, junto a las pautas promovidas por el Concilio de Trento, que pretendían un acercamiento más apegado al relato de los Evangelios, constituyeron las raíces de la revolución caravaggista. Caravaggio partió de una tradición naturalista que hundía sus raíces en los últimos años del Quattrocento en la pintura de Vincenzo Foppa y, ya en el siglo XVI, en las creaciones de Girolamo Romanino, Girolamo Savoldo, Giovanni Battista Moroni o los Campi, pero llevó ese naturalismo a su punto más álgido a través de la representación de los momentos culminantes y dramáticos de la historia sagrada, acentuados por la tensión emocional del claroscuro como ocurre en la pavorosa Judith y Holofernes: mientras ella frunce el ceño concentrada y la vieja espera ávida la cabeza del tirano, él ahoga su grito y sus ojos se pierden en el vacío acusando ya la falta de un riego sanguíneo que, sin embargo, sale a borbotones del cuello. Progresivamente Caravaggio redujo a lo esencial los elementos narrativos subrayando aún más la dureza dramática del momento narrado; podrá apreciarse en El entierro de santa Lucía y se recordarán dos obras que no estarán en la exposición, La resurrección de Lázaro y La degollación del Bautista. Por si ello fuera poco, Caravaggio invade en muchas ocasiones y desde sus primeras obras el espacio del espectador para que no pierda ripio: cestos de fruta que proyectan su sombra sobre la mesa en que cuidadosamente se han colocado, mástiles de violín que uno apetece tocar, bancos en los que muy humanos santos apoyan su rodilla a la espera de la inspiración divina que ha llegado en forma de pilluelo romano, lápidas que esperan a cerrar el sepulcro por antonomasia, pies sucios que quedan a la altura de los ojos y que demuestran que Caravaggio estaba más cerca de la religiosidad que los tiempos imponían que algunos de los prelados que le encargaban las obras, coágulos de sangre que por un momento parecen convertirse en firma… Como ha escrito con mucho acierto Daniel Arasse, esa atención al detalle singularizado en la pintura “arruina el efecto moral en beneficio del júbilo de la mirada en el que se deshacen el cuadro y su saber”. Precisamente fue ése el vuelco que Caravaggio provocó en la tradición clásica del arte de la pintura, el mismo que ponía tan nervioso a ese adalid del clasicismo que fue Poussin: ya no la historia, sino sus componentes; ya no la enseñanza moral, sino el detalle efímero. En ese sentido, Caravaggio metió el dedo en la llaga como hace el incrédulo Tomás en el maravilloso cuadro de Potsdam.
¿Y qué me decís de los modelos que escogió? Es cierto que también se inspiró en la escultura antigua como parecen evidenciar la muchacha que espera la cabeza del Bautista en La degollación que pintó para el oratorio de los caballeros de Malta, el David y Goliat del Prado, La crucifixión de san Pedro que pintó para la capilla Cerasi o La Virgen de los peregrinos de la iglesia romana de San Agustín; o también en Miguel Ángel, como prueban La vocación o El martirio de san Mateo de la capilla Contarelli en la iglesia de San Luis de los Franceses o el San Juan Bautista de la Pinacoteca Capitolina. Pero ¿acaso no le rechazaron La dormición de la Virgen porque como modelo para la madre de Jesús no había elegido a una mujer cualquiera, sino precisamente a una mujer cualquiera? Os confesaré que una de las cosas que más me ha fascinado siempre del Baco de los Uffizi es que el dios tenga las uñas negras…
El retorno al estudio del mundo real, rechazado por los artistas de la segunda mitad siglo XVI en favor de una cierta “idea” artística, junto a las pautas promovidas por el Concilio de Trento, que pretendían un acercamiento más apegado al relato de los Evangelios, constituyeron las raíces de la revolución caravaggista. Caravaggio partió de una tradición naturalista que hundía sus raíces en los últimos años del Quattrocento en la pintura de Vincenzo Foppa y, ya en el siglo XVI, en las creaciones de Girolamo Romanino, Girolamo Savoldo, Giovanni Battista Moroni o los Campi, pero llevó ese naturalismo a su punto más álgido a través de la representación de los momentos culminantes y dramáticos de la historia sagrada, acentuados por la tensión emocional del claroscuro como ocurre en la pavorosa Judith y Holofernes: mientras ella frunce el ceño concentrada y la vieja espera ávida la cabeza del tirano, él ahoga su grito y sus ojos se pierden en el vacío acusando ya la falta de un riego sanguíneo que, sin embargo, sale a borbotones del cuello. Progresivamente Caravaggio redujo a lo esencial los elementos narrativos subrayando aún más la dureza dramática del momento narrado; podrá apreciarse en El entierro de santa Lucía y se recordarán dos obras que no estarán en la exposición, La resurrección de Lázaro y La degollación del Bautista. Por si ello fuera poco, Caravaggio invade en muchas ocasiones y desde sus primeras obras el espacio del espectador para que no pierda ripio: cestos de fruta que proyectan su sombra sobre la mesa en que cuidadosamente se han colocado, mástiles de violín que uno apetece tocar, bancos en los que muy humanos santos apoyan su rodilla a la espera de la inspiración divina que ha llegado en forma de pilluelo romano, lápidas que esperan a cerrar el sepulcro por antonomasia, pies sucios que quedan a la altura de los ojos y que demuestran que Caravaggio estaba más cerca de la religiosidad que los tiempos imponían que algunos de los prelados que le encargaban las obras, coágulos de sangre que por un momento parecen convertirse en firma… Como ha escrito con mucho acierto Daniel Arasse, esa atención al detalle singularizado en la pintura “arruina el efecto moral en beneficio del júbilo de la mirada en el que se deshacen el cuadro y su saber”. Precisamente fue ése el vuelco que Caravaggio provocó en la tradición clásica del arte de la pintura, el mismo que ponía tan nervioso a ese adalid del clasicismo que fue Poussin: ya no la historia, sino sus componentes; ya no la enseñanza moral, sino el detalle efímero. En ese sentido, Caravaggio metió el dedo en la llaga como hace el incrédulo Tomás en el maravilloso cuadro de Potsdam.
¿Y qué me decís de los modelos que escogió? Es cierto que también se inspiró en la escultura antigua como parecen evidenciar la muchacha que espera la cabeza del Bautista en La degollación que pintó para el oratorio de los caballeros de Malta, el David y Goliat del Prado, La crucifixión de san Pedro que pintó para la capilla Cerasi o La Virgen de los peregrinos de la iglesia romana de San Agustín; o también en Miguel Ángel, como prueban La vocación o El martirio de san Mateo de la capilla Contarelli en la iglesia de San Luis de los Franceses o el San Juan Bautista de la Pinacoteca Capitolina. Pero ¿acaso no le rechazaron La dormición de la Virgen porque como modelo para la madre de Jesús no había elegido a una mujer cualquiera, sino precisamente a una mujer cualquiera? Os confesaré que una de las cosas que más me ha fascinado siempre del Baco de los Uffizi es que el dios tenga las uñas negras…
“Y la luz existió”, dictó Yahvé en el Génesis. El impacto que las obras de Caravaggio ocasionaron en su época también estaba predeterminado por un novedoso empleo de la luz, una luz que es, a la par, compositiva y semántica; ya nunca más estaría al servicio de la historia, sino que sería la esencia de la misma, su causa y su raíz. La fuerza de la pintura ya no se fundamentaría en las proezas de la perspectiva sino en la luz y en la relación entre las figuras que constituyen la historia, y su contraposición radical con la sombra es el resumen figurativo del encuentro directo con lo divino y sus manifestaciones, pero también con el Gran Teatro de la Naturaleza, es decir lo real y sus milagros.
Y con ello vuelvo al comienzo porque ya os dije entonces que cualquiera podría ratificar lo que Poussin decía de Caravaggio. Sí, sin duda él destruyó la pintura, esa pobre muchacha que no para de excusar su supervivencia una y otra vez, pero del mismo modo que Perseo acabó con Medusa: según cuenta Ovidio en las Metamorfosis, de la sangre que goteó del cuello de la Gorgona procede la dureza luminosa del coral.
domingo, 10 de abril de 2011
El juicio del ojo
Son escasísimos los testimonios gráficos que muestran el interior de los talleres donde los artistas trabajaron durante el Renacimiento. Entre ellos quizá el más sugerente sea el grabado de Enea Vico que reproduce la academia del escultor, pintor y arquitecto Baccio Bandinelli (1480-1560) pues, a la luz de una vela y del fuego que arde en una chimenea, unos cuantos artistas departen, algún otro estudia y la mayoría se afana en dibujar ya que fue ese ejercicio, precisamente, el común denominador de la irreducible y prodigiosa variedad del arte florentino del siglo XVI. Ya desde tiempos de Cennino Cennini (h. 1370-h. 1440) el dibujo era “el fundamento del arte”, pero es que, además, en el transcurso de poco más de un siglo el concepto adquirió una relevancia que iba más allá de lo puramente técnico o formal. No era ya sólo que el dibujo fuera lo que distinguía a la arquitectura, la pintura y la escultura respecto a otras artes, sino que además se había colmado de una serie de connotaciones intelectuales con las que los propios artistas y sus colegas teóricos pretendían dar a sus disciplinas un carácter liberal para diferenciarlas de las artes meramente mecánicas, es decir aquéllas en que el ejercicio físico era más importante que el mental y, por tanto, eran peor consideradas que las que se basaban en el intelecto. Si bien Ghiberti ya había definido el dibujo como “una meditación que se realiza por materia y razonamientos”, uniendo así la práctica artística y el proceso mental del artista, la cuestión se complicó con el afianzamiento del neoplatonismo a lo largo del siglo XV y alcanzó su culminación a finales del XVI, cuando el disegno se convirtió en la génesis y el control de todo acto figurativo o, como escribió Lomazzo, en “il fundamento di tutto”. El ejercicio del dibujo podía incluso convertirse en una obsesión, de manera que, por ejemplo, el excéntrico Pontormo llegó a apuntar en su mal llamado Diario: “El domingo y el lunes yo mismo cociné un poco de ternera que me compró Bastiano y esos dos días me quedé en casa a dibujar y esas tres noches cené solo”. Dos días y tres noches sin salir de aquella extraña morada a la que subía, según cuenta Vasari, usando una escalera que luego recogía para que nadie lo importunara…
A caballo entre un siglo y otro e influyendo con su fuerza proteica por doquier, Miguel Ángel (1475-1564) fue seguramente el artista que más hizo por consolidar el papel desempeñado por el dibujo en el arte del Cinquecento y así parece constatarlo el hecho de que, cuando en 1563 se instituyó en Florencia la Accademia del Disegno sólo un año antes de que muriera, fueron el Gran Duque Cosme de Médicis y él mismo, a quien se otorgó así una dignidad insólita, los elegidos como patrones. No en vano, y según Francisco de Holanda, el florentino habría afirmado en algún momento que “el diseño, al que por otro nombre llaman dibujo, es base, fuente y cuerpo de la pintura, la escultura y la arquitectura, así como de toda otra forma de pintar siendo, pues, la raíz de todas estas ciencias”.
Por ello no es extraño que durante los últimos años hayan sido varias las exposiciones que se han celebrado sobre los dibujos de Miguel Ángel. Por ejemplo, en 2003 el Museo del Louvre aprovechó la publicación del catálogo razonado de los que conserva del artista, sus discípulos y algunos copistas, para mostrar los más destacados; entre 2005 y 2006 fueron el Teyler Museum y el British Museum los que aunaron esfuerzos para mostrar una exhaustiva selección; y a comienzos de 2010, en el Muscarelle Museum de Williamsburg (Virginia), otra exposición profundizó en la relación entre los estudios anatómicos del florentino y sus dibujos de arquitectura. Sin embargo, la que abrirá el próximo 8 de octubre en la Albertina de Viena, comisariada por Achim Gnann, se diferencia de sus predecesoras por su asombroso tamaño. Si bien la Albertina conserva únicamente ocho autógrafos, la colaboración de instituciones que cuentan con importantes colecciones de originales miguelangelescos como la Casa Buonarroti , el Louvre, el Metropolitan, el Teylers, la Royal Library y el British, permitirá que se expongan nada menos que ciento veinte dibujos. De esa manera será posible recorrer la obra de Miguel Ángel desde los tempranos dibujos de formación a los diseños preparatorios para el cartón de la Batalla de Cascina o los frescos de la bóveda y del Juicio Final de la Sixtina , y así hasta las últimas Crucifixiones.
Dos de mis preferidos son Tres hombres vestidos con capas y girados hacia la izquierda y el increíble Desnudo sentado y dos estudios de brazos. El primero, fechado hacia 1492-96, es una de las más emocionantes evidencias de la franqueza con que el joven artista se enfrentó a sus mayores. Al parecer es copia de un fragmento del perdido fresco que Masaccio pintó en el claustro de Santa Maria del Carmine de Florencia para conmemorar la consagración de la iglesia, que fue una de las obras más determinantes para el desarrollo de la pintura en los años posteriores a su ejecución entre 1425 y 1427. El segundo es un estudio pormenorizado de uno de los ignudi de la Sixtina y está datado hacia 1511. Fue durante su trabajo para decorar al fresco la capilla cuando Miguel Ángel más recurrió a la sanguina, que prácticamente dejó de utilizar a favor del lápiz negro tras su establecimiento definitivo en Roma en 1534, pero la importancia del dibujo no sólo reside en este argumento, sino fundamentalmente en que es uno de los más hermosos ejemplos de cómo Miguel Ángel consideró que la belleza era el reflejo de la divinidad en el mundo y que el cuerpo masculino desnudo era justamente la manifestación más evidente y perfecta de la belleza divina. Esta concepción ya era palmaria en los dibujos preparatorios para esa “escuela del mundo” que fue el cartón para la Batalla de Cascina, como puede apreciarse en dos desnudos masculinos vistos de espaldas (hacia 1501-4), o incluso en alguno de sus estudios para la Sibila Libia de la Sixtina o en la Virgen con el Niño de la Casa Buonarroti. Con los años, y al tiempo que fue experimentado unas cada vez más agudas crisis religiosas agudizadas por las penurias de la vejez, Miguel Ángel fue matizando sus aspiraciones y renegó incluso de la belleza mortal, puesto que lo alejaba de las cosas del puro espíritu. La Piedad que pertenece a la colección de la Albertina , y que se expondrá en esta ocasión, anuncia en torno a 1530-36 el drama físico que se materializa en el cuerpo exánime de Cristo en las últimas Piedades: la Rondanini (comenzada en 1547), la Bandini (1550-55) y la de Palestrina (hacia 1555).
Según el catálogo publicado por Charles de Tolnay entre 1975 y 1980, se conservan en torno a seiscientos folios con dibujos de Miguel Ángel. Aunque a priori pudiera parecer una cantidad considerable, son muy pocos en comparación con los conservados de otros artistas coetáneos y, sobre todo, teniendo en cuenta que él trabajó durante más de setenta años. Las causas de esta escasez son numerosas y no falta entre ellas la propia furia destructiva de Miguel Ángel, que no se contuvo a la hora de quemar muchas de sus hojas. Pero, a la par, el trabajo casi exclusivo y en ocasiones descorazonador para los pontífices o los miembros de la familia Médicis y su propio perfeccionismo enfermizo pueden hacernos sospechar que para él nada era más cómodo que dar rienda suelta a su intelletto en una modesta hoja de papel lista para dibujar sobre ella.
De hecho, Miguel Ángel ejercitó su extraordinario talento a través del dibujo continuo y meticuloso quizá a la búsqueda de esa naturalidad o sprezzatura que escamotea el esfuerzo real y que él tanto apreciaba, y si bien apenas sabemos nada de su concepción teórica del disegno, sí está claro que fue un neoplatónico recalcitrante durante buena parte de su vida, si no toda. En alguna ocasión dijo, según Vasari, que “el juicio del artista no radica en la mano sino en el ojo”, aunque bien es cierto que era esa misma mano la que después debía obedecer al intelecto ya fuera para esculpir o para dibujar, liberando la idea circunscrita en el bloque marmóreo como escribiera en el acaso más célebre de sus sonetos o atrapándola en el papel con el lápiz negro, la pluma o la sanguina. El arte, pues, representaba para él la idea que el artista tiene en la mente y esa idea se transmite al papel a través de la mano, que dibuja. Para Miguel Ángel, el disegno fue tanto la idea mental como su formulación y el dibujo resultante del proceso de concreción de tal idea.
Sin embargo, y más allá de esta “intelectualización” del dibujo, sus papeles se caracterizan porque fueron casi siempre utilizados por ambas caras. En ocasiones, la diferencia de fechas entre el anverso y el reverso de los folios es significativa, y a veces los dibujos van acompañados por fragmentos de cartas, poemas, proyectos diversos o cuentas domésticas. Todos esos rasgos implican que Miguel Ángel otorgaba un valor instrumental a sus dibujos y no los consideraba obras acabadas tal y como los apreciamos ahora, y esa vocación funcional se explicita también en la costumbre que tenía de enviar diseños suyos a sus discípulos según un método de trabajo que quizá él mismo aprendió en el taller de Ghirlandaio, estableciendo en ocasiones una relación estrechísima entre las obras de sus acólitos y sus propias ideas que tiene su mejor ejemplo en algunas pinturas de Sebastiano del Piombo. De la importancia que el ejercicio cotidiano del dibujo tenía para él da fe uno fechado hacia 1525 y conservado en el British Museum, en el que junto a unos estudios para una Virgen con el Niño, Miguel Ángel exhorta a su joven discípulo Antonio Mini: “Disegnia Antonio, disegnia Antonio, disegnia e non perdere tempo”.
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