A cualquiera podría parecerle que lo que Denis Diderot escribió sobre una de las naturalezas muertas que Jean Siméon Chardin (1699-1779) presentó al Salón de 1763 es bien poca cosa: “El artista ha colocado sobre una mesa un florero de vieja porcelana china, dos galletas, un tarro lleno de aceitunas, una cesta de frutas, dos vasos de vino hasta la mitad, una naranja y un paté”. Pero si uno mira con detenimiento (y de eso se trata en esta ocasión más que nunca) uno de los bodegones de Chardin, caerá en la cuenta de que justamente lo que hizo Diderot es casi lo máximo a lo que puede aspirar si pretende decir algo relevante sobre ellos puesto que, delante de una de sus pinturas, apenas atinará a enumerar los objetos o los personajes que en ellas aparecen y eventualmente a describir lo que los protagonistas hacen o dejan de hacer. Porque, dicho sea desde ahora, el problema de la pintura de Chardin es el problema de la pintura, sin más. No es ya solo que su habilidad técnica “casi desafía cualquier análisis”, como en algún lugar ha escrito Michael Fried, sino que ese reto que su pintura propone nos empuja al borde del abismo que supone la pregunta sobre la pintura en general y, más allá, sobre la disciplina de la Historia del Arte en tanto que tal: delante de un “modesto” cuadro de Chardin, ¿acaso podemos hacer algo más que describir, o lo que es casi lo mismo, acaso podemos hacer algo más que ver y callar? Y, en ese sentido, ¿acaso no es a eso a lo que deben plegarse los historiadores del arte y con ellos todos los demás: solo describir, cada uno según su talento, recuperando así lo mejor de la tradición de su disciplina, esto es la práctica descriptiva, y olvidando algunas engorrosas y pocas veces acertadas explicaciones?
Basta con pasear uno de estos próximos días por la exposición que, comisariada por Pierre Rosenberg (quien desde los años sesenta del pasado siglo estudia la pintura de Chardin), se ha inaugurado en el Museo del Prado el 1 de marzo después de pasar por el Palazzo dei Diamanti de Ferrara, para percatarnos de nuestra incapacidad para explicar, por medio de la palabra, los prodigios de la pintura de Chardin. En sus cuadros no hay historia, no hay enseñanza, apenas hay anécdotas, y por tanto las palabras no llegan más que a describir, en el mejor de los casos, lo que se ve en la superficie escueta de los lienzos. Los asuntos de sus pinturas son banales, que es tanto como decir que le interesan en tanto que motivos meramente pictóricos: un ramo de claveles en un jarrón de porcelana blanca, una dama (quizá su primera esposa, Marguerite Saintard) que remueve el té humeante que disfrutará en breve, una niña absorta en el momento previo a echar al aire un volante con su raqueta o un joven que, asomado a un pretil, hace una pompa de jabón ayudado de una caña.
Pues bien, esas pinturas suyas producen un efecto especular en un espectador que, por cierto, es continuamente obviado por los personajes representados por Chardin en ellas: nunca es interpelado por ellos, nunca una mirada lo hace partícipe de lo que ocurre en el cuadro pero, sin embargo, goza de una especie de empatía y es como absorbido al interior del cuadro por la fuerza de la pintura. Tal circunstancia fue advertida ya por el abate Garrigues de Froment en 1753 y a mí me parece una de las claves para intentar comprender la pintura de Chardin: “Todos prestamos atención con ellos”. Y me lo parece porque el papel que desempeña la atención en los cuadros de Chardin es esencial; esa atención que los personajes ponen para desarrollar sus acciones triviales es precisamente la causa de su ensimismamiento (una palabra a la que a menudo se acude para explicar la pintura de Chardin) y, por tanto, la raíz misma de nuestro propio ensimismamiento cuando miramos sus cuadros. En ese sentido, soy de los que piensan que esta atención consagrada a algunas benditas distracciones (los naipes, la lectura, las peonzas, las pompas de jabón) como medios que logran un cierto estado de recogimiento está más allá de cualquier sentido moralizante y, de hecho, creo que Chardin entendía tal ensimismamiento como un estado de plenitud: ese que produce hacer castillos de naipes, girar una perinola, afilar un lapicero, inflar pompas de jabón o mirar la danza acompasada de las volutas de humo que salen del extremo incandescente de un cigarrillo o una pipa a sabiendas de que, mientras tanto, a nuestro alrededor el mundo prosigue con su frenesí imparable. Al fin y al cabo y como cualquiera sabe, estas son las actividades en las que más merece la pena disipar el tiempo que nos ha sido otorgado.
Y hablando de cigarrillos, ahora que están en boca de todos… Cualquier fumador o ex fumador sabe que fumar ha sido siempre un acicate para el ensimismamiento y, además, una placentera actividad que parece destinada a, fundamentalmente, controlar el espacio y el tiempo. Las caladas se suceden según el ritmo que marca el fumador y el tiempo queda suspendido entre aspiración y exhalación, pues el humo sale por la boca para expandirse y disolverse ante la escasa distancia que media entre los ojos y la fumarada que, de esta manera y según un infinito juego de espirales efímeras, incentiva el ensimismamiento del consumidor, lo entretiene y a la par fija su concentración. Uno de los mejores cuadros de Chardin reproduce una tabaquera que sabemos que tenía ya en 1737, cuando se redactó el inventario de los bienes que poseía a la muerte de su primera esposa; era una caja de palisandro con cierres de acero, forrada con raso azul, y en ella Chardin guardaba sus utensilios de fumador. En el pequeño cuadro del Louvre, la pipa de larguísima cánula conserva en la cazoleta un ascua encendida que aún produce unos cuantos caracoles de humo; lo sorprendente no son solo el equilibrio compositivo y el acorde cromático, sino tal vez sobre todo que tanto el ascua como el humo introducen una dimensión temporal en el bodegón: el tiempo está sucediendo y ha tomado forma de ascua ardiente y humo blanquecino. El espacio, en la pintura, va de suyo (de hecho es lo que de verdad interesa a los pintores), pero no el tiempo, que ha de ser introducido en las obras mediante algún subterfugio como este; como en el lienzo de la tabaquera, Chardin consiguió suspender el tiempo en buena parte de sus pinturas, esas que representan acciones o gestos detenidos en un momento culminante que cambiará enseguida y que es, por ello, la materialización de un tiempo pleno.
Durante los sesenta años que duró su carrera, Chardin pintó unas trescientas obras y hoy se considera que un tercio de ellas son réplicas autógrafas de sus propios originales: aproximadamente cinco cuadros por año y menos invenciones aún, sobre todo porque la invención era para él menos importante que la pura observación, por decirlo así. Por ello se dedicó a la naturaleza muerta, la pintura de género y los retratos (y estos al final de su vida sobre todo), es decir a los géneros menos apreciados en una época, la suya, entregada por entero a las elevadas doctrinas de la pintura de historia y que a él muy poco le interesaban, tan poco que cuando en 1745 la princesa Luisa Ulrica de Suecia le encargó dos obras sobre asuntos relacionados respectivamente con “una educación estricta” y “una educación indulgente y persuasiva”, Chardin entregó dos cuadros que nada tenían que ver con la comisión: Las diversiones de la vida privada y La mujer ahorradora (ambos en el Nationalmuseum de Estocolmo). Y es que, en el fondo, la pintura de Chardin es pintura de nada, que es lo que en realidad pintan los mejores pintores; no en vano, como ha escrito el propio Fried, “fue el pintor francés más grande de su época”, que es como decir el mejor pintor francés... Chardin no pintó nunca nada, o al menos nada relevante en el sentido tradicional del término. Solo pintó para sí, por el placer de pintar o, dicho de otro modo, por el goce de reproducir lo que tenía ante sus ojos en su más maravilloso y efímero esplendor. Realmente, lo más probable es que Chardin pintara por el mero hecho de hacernos conscientes de nuestro propio mirar, para despertarnos de nuestro letargo cotidiano y revelarnos las sorpresas estupendas que aguardan en nuestra relación con las cosas porque es en ese trato cotidiano en el que se revela nuestro verdadero y más íntimo carácter.
Como escribió Proust en un texto bellísimo, “si todo esto nos parece bello al contemplarlo es porque a Chardin le pareció bello pintarlo, y le pareció bello pintarlo porque le parecía bello verlo”, o lo que es lo mismo, que esas cosas han sido, son y serán bellas toda vez que reparemos en ellas y las veamos de nuevo después de haberlas visto en un cuadro de Chardin: un jarrón de porcelana, una cafetera, un escritorio con los cajones abiertos, unos albaricoques. Después podremos solazarnos en las relaciones que se establecen entre ellas, en esos “ecos continuos” de los que hablaron los hermanos Edmund y Jules de Goncourt, siempre tan sagaces, como por ejemplo esos indescriptibles reflejos rojos que una pirámide de fresas silvestres provoca en los flancos de un vaso medio lleno de agua cristalina. Para mí es Chardin quien torna bellas a las cosas cuando las saca de su dulce mediocridad y las ilumina con su mágico pincel, y no me extraña nada que algunos de sus contemporáneos, como su amigo Charles-Nicolas Cochin o incluso el propio Diderot, se refirieran a él como un “gran mago” y a su pintura como una suerte de magia; una magia que, para el segundo, estaba “más allá de toda comprensión”. A través de su pintura, Chardin consiguió transfigurar las cosas, esas modestas cosas que lo acompañaban en su vida diaria y le procuraban placeres menudos, como los llamaba el mismo Proust, y logró detener por un instante el imparable flujo del tiempo al que tanto él como sus cosas fueron arrojados en algún momento. “Y es que este florero de porcelana es la porcelana, es que esas aceitunas están realmente separadas de la vista por el agua en que nadan; es que basta con coger esas galletas y comerlas, abrir esa naranja y exprimirla, ese vaso de vino y beberlo, esas frutas y pelarlas, ese paté y hundir el cuchillo en él”. Así Diderot en su Salon de 1763. Chardin pintó la pintura. ¿Acaso se puede decir algo más? ¿Acaso cabe decir algo?
“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte
lunes, 28 de marzo de 2011
lunes, 21 de marzo de 2011
Un silencio habitado
Al principio fue la sombra. Cuenta Plinio en la Historia natural que una muchacha de Corinto, desolada por la marcha del joven del que estaba enamorada, concibió la idea de trazar con una línea la sombra que proyectaba el rostro de su amado sobre un muro gracias a la luz temblorosa de una lucerna con el fin de mantenerlo cerca de sí venciendo de ese modo la distancia.
Al principio, por tanto, también fue el retrato. Y lo que el retrato significaba de victoria sobre la ausencia. Desde entonces se otorgó a este muy particular género pictórico el estatuto que mantuvo durante mucho tiempo en el arte occidental: imitar la presencia, hacer como si lo ausente estuviera ahí delante, vencer lo invencible, conseguir que los muertos revivieran como hubiera querido Leon Battista Alberti. Y decidme, ¿acaso existe mayor ausencia que la que la muerte impone? Creyendo en la eternidad la vida pierde buena parte de su sentido y uno puede echarse a dormir tranquilo. Pero el que no cree... Para él es necesario ese subterfugio radicalmente falso pero esperanzador, al menos durante el instante en que mira la efigie del que no está para engañarse a sabiendas de que se engaña y creer que sí está, y ahí delante. Todos, siempre, pretendemos soslayar la ausencia, que desgarra.
Ahí delante. Como asomados a una ventana mirando desde el más allá. Los retratos que genéricamente se denominan “del Fayum”, una región en la que se han encontrado muchos de ellos pero no la única, se pintaron entre los siglos I y III en la provincia romana de Egipto mientras el difunto aún estaba vivo. Seguramente esos retratos se utilizaban en origen como adorno de las paredes de la casa ya que, por lo general, el retratado aparenta una edad menor que la que en realidad tiene la momia a la que el retrato fue después asociado. Además, la tela sobre la que el retrato fue pintado es más antigua que la mortaja que envuelve la momia y se ha encontrado al menos un marco de madera en que fue colocado uno de esos retratos. Es decir, en origen eran retratos en el sentido en que hoy entendemos el término, pero lo que les da ese carácter excepcional es su destino posterior ya que, una vez muerto el retratado, su retrato se cosía a su momia y esta se guardaba en la propia casa en una suerte de “cámara de los antepasados” y en posición vertical, como cuenta Heródoto, luego la relación visual con el difunto y, en definitiva, con la muerte, era directa y visual. Cotidiana. La vida se desarrollaba como si el muerto estuviera vivo y esa costumbre es un reflejo de la experiencia habitual e insoslayable de la muerte, tan distinta a la nuestra en que la muerte es, precisamente, una trágica cesura. Finalmente, con el paso del tiempo y toda vez que se había diluido el recuerdo del muerto, las momias eran enterradas en fosas comunes donde se han conservado hasta la actualidad debido entre otras cosas a las altas temperaturas que se alcanzan en la zona.
Como cuenta Jean-Christophe Bailly en La llamada muda, en los retratos del Fayum se unen la tradición egipcia de la momificación y la grecorromana de las mascarillas funerarias. Pero no sólo: también dos concepciones distintas de la muerte y su significado. Mientras que para los egipcios la muerte era continuación, viaje y porvenir, para los griegos y los romanos significaba interrupción, acabamiento, fin. Y estos estremecedores retratos participan a la par de ambas nociones. Por ello son tan extraordinariamente conmovedores. Si la vida es ese regalo que queda suspendido entre dos piélagos de insondable oscuridad, estos retratos se mantienen en la cuerda floja, en el precario equilibrio que brinda el finísimo límite que separa la vida y la muerte, el pasado y el futuro. Son una cicatriz que se abre bajo el imparable curso del tiempo, y ya sabéis lo que pasa con las cicatrices: que la vida pulsa en su interior.
Estos retratos suspenden el tiempo, haciendo al más allá turbadoramente presente. Ese oscuro pozo sin fondo adquiere una cualidad sensitiva, estremecedoramente sensual. Apenas hay dos ojos que miran desde una noche oscura; son una ventana del alma, claro. Borrad los ojos a esos monigotes que distraídamente pintáis en el bloc de notas mientras habláis por teléfono y decidme si esos monigotes conservan un hálito de vida. Yo diría que les hace falta la mirada, una mirada, por vacía que esté. La vida acecha tras el globo ocular y estas miradas de los retratos del Fayum, de ojos enormes que recuerdan en su forma a los de las mascarillas funerarias de la tradición grecorromana, son el abismo del tiempo transformado en negrura. Esas almendras vivacísimas recuperan lo que nos une en el tiempo y en el espacio, hablan de lo eterno que en el fondo albergamos, por escaso que sea. De lo que nos une y de la escisión que se ha producido, que se está produciendo. Los retratos del Fayum plantean una pregunta, una duda, sólo con unos cuantos materiales pobres. Lino, madera, cera de abeja, clara de huevo, agua, yeso: lo que estaba allí, al alcance de la mano, que fue transfigurado por unos cuantos artífices capaces de cambiar esos materiales paupérrimos, modestísimos, para volverlos deslumbrantes. Creo que esa es la razón última de que los retratos sean tan familiares. Con unos pocos pedazos de materia, groseros y burdos, se frenó el imparable flujo del tiempo.
Y la vida se tornó un silencio habitado.
Al principio, por tanto, también fue el retrato. Y lo que el retrato significaba de victoria sobre la ausencia. Desde entonces se otorgó a este muy particular género pictórico el estatuto que mantuvo durante mucho tiempo en el arte occidental: imitar la presencia, hacer como si lo ausente estuviera ahí delante, vencer lo invencible, conseguir que los muertos revivieran como hubiera querido Leon Battista Alberti. Y decidme, ¿acaso existe mayor ausencia que la que la muerte impone? Creyendo en la eternidad la vida pierde buena parte de su sentido y uno puede echarse a dormir tranquilo. Pero el que no cree... Para él es necesario ese subterfugio radicalmente falso pero esperanzador, al menos durante el instante en que mira la efigie del que no está para engañarse a sabiendas de que se engaña y creer que sí está, y ahí delante. Todos, siempre, pretendemos soslayar la ausencia, que desgarra.
Ahí delante. Como asomados a una ventana mirando desde el más allá. Los retratos que genéricamente se denominan “del Fayum”, una región en la que se han encontrado muchos de ellos pero no la única, se pintaron entre los siglos I y III en la provincia romana de Egipto mientras el difunto aún estaba vivo. Seguramente esos retratos se utilizaban en origen como adorno de las paredes de la casa ya que, por lo general, el retratado aparenta una edad menor que la que en realidad tiene la momia a la que el retrato fue después asociado. Además, la tela sobre la que el retrato fue pintado es más antigua que la mortaja que envuelve la momia y se ha encontrado al menos un marco de madera en que fue colocado uno de esos retratos. Es decir, en origen eran retratos en el sentido en que hoy entendemos el término, pero lo que les da ese carácter excepcional es su destino posterior ya que, una vez muerto el retratado, su retrato se cosía a su momia y esta se guardaba en la propia casa en una suerte de “cámara de los antepasados” y en posición vertical, como cuenta Heródoto, luego la relación visual con el difunto y, en definitiva, con la muerte, era directa y visual. Cotidiana. La vida se desarrollaba como si el muerto estuviera vivo y esa costumbre es un reflejo de la experiencia habitual e insoslayable de la muerte, tan distinta a la nuestra en que la muerte es, precisamente, una trágica cesura. Finalmente, con el paso del tiempo y toda vez que se había diluido el recuerdo del muerto, las momias eran enterradas en fosas comunes donde se han conservado hasta la actualidad debido entre otras cosas a las altas temperaturas que se alcanzan en la zona.
Como cuenta Jean-Christophe Bailly en La llamada muda, en los retratos del Fayum se unen la tradición egipcia de la momificación y la grecorromana de las mascarillas funerarias. Pero no sólo: también dos concepciones distintas de la muerte y su significado. Mientras que para los egipcios la muerte era continuación, viaje y porvenir, para los griegos y los romanos significaba interrupción, acabamiento, fin. Y estos estremecedores retratos participan a la par de ambas nociones. Por ello son tan extraordinariamente conmovedores. Si la vida es ese regalo que queda suspendido entre dos piélagos de insondable oscuridad, estos retratos se mantienen en la cuerda floja, en el precario equilibrio que brinda el finísimo límite que separa la vida y la muerte, el pasado y el futuro. Son una cicatriz que se abre bajo el imparable curso del tiempo, y ya sabéis lo que pasa con las cicatrices: que la vida pulsa en su interior.
Estos retratos suspenden el tiempo, haciendo al más allá turbadoramente presente. Ese oscuro pozo sin fondo adquiere una cualidad sensitiva, estremecedoramente sensual. Apenas hay dos ojos que miran desde una noche oscura; son una ventana del alma, claro. Borrad los ojos a esos monigotes que distraídamente pintáis en el bloc de notas mientras habláis por teléfono y decidme si esos monigotes conservan un hálito de vida. Yo diría que les hace falta la mirada, una mirada, por vacía que esté. La vida acecha tras el globo ocular y estas miradas de los retratos del Fayum, de ojos enormes que recuerdan en su forma a los de las mascarillas funerarias de la tradición grecorromana, son el abismo del tiempo transformado en negrura. Esas almendras vivacísimas recuperan lo que nos une en el tiempo y en el espacio, hablan de lo eterno que en el fondo albergamos, por escaso que sea. De lo que nos une y de la escisión que se ha producido, que se está produciendo. Los retratos del Fayum plantean una pregunta, una duda, sólo con unos cuantos materiales pobres. Lino, madera, cera de abeja, clara de huevo, agua, yeso: lo que estaba allí, al alcance de la mano, que fue transfigurado por unos cuantos artífices capaces de cambiar esos materiales paupérrimos, modestísimos, para volverlos deslumbrantes. Creo que esa es la razón última de que los retratos sean tan familiares. Con unos pocos pedazos de materia, groseros y burdos, se frenó el imparable flujo del tiempo.
Y la vida se tornó un silencio habitado.
miércoles, 16 de marzo de 2011
Un retrato de Palladio que no lo es tanto
A diferencia de su coetáneo Vignola en Regola delli cinque ordini d’architettura o de su seguidor Vincenzo Scamozzi en L’idea della architettura universale, Andrea Palladio no comenzó sus Quattro libri dell’architettura con un retrato suyo. Por una parte, esto podría considerarse una forma de anunciar que lo verdaderamente importante es lo que el lector puede encontrar tras el frontispicio del libro, que no sólo compendia una particular manera de entender la arquitectura, sino que también hace coincidir la historia personal del arquitecto con su propio trabajo, en muchas ocasiones esgrimido como paradigma de lo que se explica en el texto, y en el que a veces se deslizan algunas íntimas reflexiones del autor que contribuyen asimismo a reconstruir su imagen y no precisamente la física: una natural inclinación a los estudios de la arquitectura, un amor denodado por las antigüedades, su trabajo incansable, el compromiso con la arquitectura y los comitentes.
Pero, por otro lado, esa decisión de no incluir su retrato nos privó de una imagen oficial de Palladio, el arquitecto más influyente de, al menos, los últimos cinco siglos de historia de la arquitectura. Sólo en 1741 y en el tercer volumen de su Architettura di Andrea Palladio, Francesco Muttoni incluyó una efigie fidedigna (o casi) del arquitecto vicentino para ilustrar su trabajo, inspirándose en un retrato hoy conservado en Villa Valmarana ai Nani y atribuido a un pintor amigo íntimo de Palladio, Giovanni Battista Maganza. Sin embargo, esta restitución iconográfica no impidió que con el tiempo se presentaran nuevas identificaciones. Quizá la más relevante sea la que expresó J. F. Willumsen en 1927 al identificar a Palladio en un estupendo retrato del Greco que se conserva en Copenhague, pues fue retomada después por Lionello Puppi, uno de los más destacados especialistas en la obra del arquitecto, y, sobre todo, porque ha sido ratificada en la gran retrospectiva de 2008 que pudo verse en Vicenza, Londres, Barcelona y Madrid.
En su ejemplar de las Vidas de Vasari, el Greco apostilló que Palladio era el “mayor arquitecto de nuestro tiempo”. Además, el pintor tuvo en su biblioteca la edición que el vicentino y Daniele Barbaro habían publicado en 1556 del tratado de Vitruvio y, de hecho, pudo coincidir con el arquitecto en Venecia, si acaso viajó a la ciudad, entre 1575 y 1576, pero entonces Palladio contaba ya con 68 años y el retratado parece más joven, y por lo demás se asemeja muy poco al incluido por Muttoni en su obra, si damos por bueno que el retrato que este último incluyó es, en efecto, el del verdadero Palladio. En ese sentido, la hipótesis defendida por Puppi es, sobre todo, la más que comprensible expresión de un deseo, y por ello este retrato de Copenhague habla más de nosotros mismos que de Palladio o del Greco. Yo dudo, incluso, de que el retratado sea un arquitecto, a no ser que el compás se le acabe de caer de las manos.
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