“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

viernes, 18 de febrero de 2011

El fulgor del metal

De todas las cosas que Vasari cuenta sobre Giorgio da Castelfranco en sus Vidas ninguna me parece tan relevante como el hecho de que pintara una tempestad con barcas a la deriva, figuras por los aires, demonios que azuzan los vientos y marinos que luchan contra las olas, y no tanto por la presencia de estas invenciones como por el hecho de que la oscuridad de esa obra fuera atravesada por la luz de unos cuantos relámpagos que hacían que el cuadro pareciera temblar y que la tempestad fuera real. Quizá para vuestro desconsuelo os confesaré que estos aditamentos no son los que más me gustan porque me recuerden precisamente al cuadro más famoso entre los que pintó Giorgione, sino por algo bien distinto. Al fin y al cabo, a fuerza de dar explicaciones de lo más variopintas a La tempestad, y cada vez más rocambolescas, los historiadores han estado a punto de conseguir que muchos de nosotros miremos al cuadro con más desazón que otra cosa, aunque menos mal que Giorgione puso todo su empeño en que no perdiéramos un ápice de interés por una obra que, en definitiva, mide apenas ochenta y dos centímetros de alto.

Sin embargo, parece que todo el universo veneciano esté resumido en ese exiguo espacio de pintura, como si el pintor se hubiera adentrado en uno de los subyugadores paisajes de Giovanni Bellini, cuya obra por cierto bien tuvo que tener en cuenta, para representar un banal episodio de la vida de una gitana y un soldado, por ejemplo, o que hubiera atisbado ya lo que serían esos celajes maravillosos que iluminan las pinturas de Tiziano, a quien Giorgione sin duda conoció y con quien seguramente compartió la ejecución de ciertas obras y alguna que otra aventura.
Ya en una fecha tan temprana como 1530 fue sellado, al menos en parte, el futuro de la pequeña tela, cuando fue descrita por el noble veneciano Marcantonio Michiel como un “paisajito en lienzo con la tempestad, la gitana y el soldado”. En efecto, el rayo de La tempestad ha acabado por eclipsar cualquier otro hallazgo de los muchos que hizo Giorgione a lo largo de su cortísima carrera. Y es que su obra está llena de otros fulgores, de otros brillos, que son precisamente los que me interesan y que están relacionados con el centelleo de los relámpagos: los que proceden de las armaduras. En efecto, hay en el quehacer del pintor una suerte de obsesión por los reflejos metálicos de las armas, aunque al fin y al cabo este interés no es privativo de Giorgione y es tan antiguo como el arte mismo… Pero esto quizá sea irme por las ramas guiado por mi fascinación por la exposición que en estos días se puede visitar en el Museo del Prado, y de lo que se trata ahora es de la exposición que, comisariada por Enrico Maria Dal Pozzolo y Lionello Puppi, conmemora en Castelfranco Veneto el quinto centenario de la muerte de Giorgione. Quizá el hecho de que la muestra se esté celebrando en un lugar que no se encuentra entre los destacados del circuito artístico internacional haya sido la causa de que algunas de las obras más importantes del pintor no hayan sido prestadas para la ocasión. Si ejerciera de picajoso historiador diría que he echado en falta a la Vieja de las Gallerie dell’Accademia de Venecia, a Los tres filósofos o la Laura de Viena, a la Judith del Ermitage y, tal vez sobre todo, a la Venus de Dresde. Pero soy de los que intentan conformarse con lo que hay, y en este caso no es poco. Como decía, se puede ver La tempestad, pero también algunas obras tan sugerentes como Moisés ante la prueba de fuego o El juicio de Salomón, que manifiestan el interés del joven Giorgione por la pintura de paisaje, sin duda una de las características fundamentales de su labor, en este caso con un poder de evocación que se adecúa perfectamente a los asuntos representados: el Oriente antiguo y los episodios veterotestamentarios. Por otro lado, el visitante también puede enfrentarse a Las tres edades del hombre; en ella, un muchacho se dispone a leer (quizá a cantar) una partitura siguiendo las órdenes de un hombre de mediana edad mientras un anciano nos mira para hacernos partícipes de la escena o, quizá también, para invitarnos a disfrutar de los placeres de la vida mientras dure. La obra resume otro de los hallazgos de Giorgione: la síntesis prodigiosa de narración y alegoría con unas altas cotas de naturalidad.
Pero, además, los organizadores de la exposición han previsto un recorrido que lleva al visitante a lugares donde se pueden ver obras del pintor in situ: la Pala di Castelfranco, conservada en la catedral de la Asunción y San Liberal, con la que Giorgione dio respuesta al problema fundamental de la pintura religiosa de comienzos del siglo XVI, es decir la consecución de la pala de altar; y el friso alegórico de Casa Marta-Pellizzari (actual sede de la Casa Museo Giorgione y de la muestra a él dedicada), con todo un programa iconográfico que tal vez se relacione con las obras del médico, matemático y astrónomo napolitano Giovanni Battista Abioso. Se pueden ver, asimismo, algunas obras de Giovanni Bellini, Alberto Durero, Sebastiano del Piombo o Tiziano, que contribuyen a despejar algunas dudas en torno al quehacer del pintor. Giorgione, a la postre, es uno de los artistas peor conocidos de la Edad Moderna; apenas se le atribuyen treinta obras, que además pintó en poco más de treinta años. Sólo se conservan cinco documentos relativos a su vida, y dos más que se refieren a él después de fallecer. Apenas pintó obras de asunto religioso, y por ello los contemporáneos lo consideraban autor de pinturas insólitas, el creador de una nueva forma de pintura laica destinada a la comitencia privada en la que abunda la celebración de la amistad, del canto, de la danza y de las poesías arcádicas, de los juegos de amor y de la mujer entendida en su belleza más turbadora y no como joven casadera o esposa responsable a la manera en que era representada, por ejemplo, por esos mismos años en Toscana. Hay en su obra, además, un interés por los efectos atmosféricos que es nuevo, o que al menos sólo había llegado a atisbar Leonardo. Pero ahora sólo querría referirme a esa cuestión cardinal en su pintura y en la que muy poco se ha reparado hasta ahora: el fulgor del metal.
No brilla mucho, pero ya en una obra temprana de Giorgione como es Moisés en la prueba de fuego hay un personaje que luce un arnés a la romana que parece prefigurar su interés posterior, bastante evidente en el San Jorge que flanquea por el lado izquierdo a la Virgen de la Pala di Castelfranco, en las armaduras que aparecen colocadas en ese enigma irresuelto que es el friso alegórico de Casa Marta-Pellizari, en el Alabardero con otra figura de Viena o, sobre todo, en su supuesto Autorretrato del Herzog Anton Ulrich-Museum de Braunschweig. En este caso, el golpe brillante de luz sobre el hombro derecho de Giorgione introduce un vórtice de luz en un retrato que, en realidad, ha sido conquistado por la fuerza de un claroscuro probablemente aprendido en las pinturas de Leonardo, pero que aquí ha quedado subrayado por la absoluta pregnancia del color.
Ni que decir tiene que la guerra fue una constante en la vida cotidiana de los habitantes de la época y, particularmente, de los venecianos, que vivían en un lugar estratégico para controlar las rutas comerciales de Oriente y, además, a apenas dos pasos del enemigo infiel, que en 1453 había conquistado Constantinopla y se había asentado a las puertas de la República Serenísima. Pero también es cierto que Giorgione debió de atisbar algo más en los brillos fulgurantes de las armaduras; lo mismo, sin duda, que aún hoy las hace tan atractivas.
Uno de los retratos más impresionantes de todos los que pintó es el que muestra a un arquero que, volviendo su rostro hacia el espectador, lleva su mano derecha parcialmente enguantada al pecho, con lo que la armadura que lleva puesta refleja las formas de esa misma mano y, sobre todo, del dedo pulgar. La pintura se conserva en la National Gallery de Escocia y si me interesa no es por lo que pueda tener de testimonial respecto a uno de los debates más importantes de la Venecia del momento: el del parangón entre la pintura y la escultura y la supremacía de una sobre otra. Lo que destaca en esta pintura es la pericia del pintor para representar el reflejo de la mano, un reflejo que me recuerda otra historia contada por Paolo Pino en su Diálogo de la pintura (1548) que tuvo gran influencia en otras contadas con pequeñas variaciones por Francisco de Holanda, Vasari, Raffaello Borghini o Carlo Ridolfi. Según él Giorgione habría pintado un San Jorge armado y en pie a la orilla de una fuente en cuya agua la figura del santo se reflejaba en escorzo. La obra no se conserva y tampoco se conoce por copias, pero probablemente el pintor habría colocado un espejo de tal manera que se viera toda la figura de espaldas y uno de sus lados; en frente habría dispuesto otro espejo para mostrar el reflejo del otro lado. Es evidente que la obra era una apoteosis del reflejo, y con ella Giorgione demostraba que un pintor podía hacer ver una figura entera y tridimensionalmente con sólo un vistazo, otorgando así la supremacía a la pintura sobre el resto de las artes y, en particular, sobre la escultura. Por otro lado, el experimento demostraba el virtuosismo casi insuperable de Giorgione. Pero, además, con él podía parangonarse con un pintor antiguo a quien, seguramente, los patricios venecianos aficionados al arte de la pintura conocían de sobra. Cuenta Plinio en la Historia Natural que Apeles “pintó cosas que no pueden pintarse: el trueno, el relámpago y el rayo”. Por decirlo con otras palabras: Giorgione, como antes Apeles, había conseguido pintar ese brillo que dejaban las armaduras a su paso o ese fulgor que el relámpago que cruza el cielo de La tempestad deja por siempre en la retina del que mira al cuadro. Y por ello no hay día en que no me pregunte si no será arte todo lo que brilla.

3 comentarios:

  1. Silvia Castillo y Gracia Vega1 de marzo de 2011, 21:32

    Hola, somos Silvia y Gracia, estudiantes de quinto de Historia del Arte en la Complutense y becarias de la Fundación Amigos del Museo del Prado. Somos asiduas lectoras de Descubrir el Arte y siempre leemos tus artículos. Un día encontramos tu blog en internet, y la verdad es que nos pareció muy interesante; hemos leído algunas de tus entradas, y queríamos decirte que si no te habíamos escrito antes era por vergüenza, porque la verdad es que nos gustaría agradecerte que compartas tu experiencia y tus opiniones sobre arte con la gente. Este blog nos parece una magnífica manera de aprender y de acercar el arte al público, o por lo menos a una parte de él, y hemos aprendido mucho leyéndolo. Hemos asistido a algunas de tus conferencias sobre Bibliotheca Artis, y también queríamos comentarte que nos parece admirable que una persona tan joven haya logrado encontrar su sitio en el mundillo artístico, porque lo cierto es que nos encantaría conseguir lo mismo algún día y poder participar activamente de esta experiencia tan maravillosa que es el arte. Esperamos que sigas haciéndonos disfrutar y aprender como hasta ahora. GRACIAS!!!

    Silvia y Gracia

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  2. "(...) discontinuo vacío
    que de pronto se llena de amenazante luz."


    *

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  3. Hola Silvia, hola Gracia,
    ¡Pues qué bien me hace vuestro post a mi blog! Así que agradecido yo de que leáis mis cosas. Que lo sigáis haciendo. Ars longa.

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