Las obras maestras de la Historia del Arte, si acaso existieran
tales cosas (las obras maestras y la Historia del Arte), son tan obras y tan
maestras que hemos terminado por no mirarlas. Si a eso añadimos que, por lo
general, se conservan y pueden contemplarse en esos lugares inhóspitos en que
se han convertido los museos, es perfectamente comprensible que lo que cunda ante
ellas sean el desinterés o el desánimo o el “selfie” con tales obras en segundo
plano.
En ese sentido, cualquier iniciativa que recupera esas obras
maestras y las devuelve a quien pertenecen por hecho y por derecho, es decir a
la gente en general, arrebatándosela a esos particulares que son los
historiadores del arte o los conservadores de museos (en muchos casos, una y la
misma persona), ha de ser saludada como un acontecimiento extraordinario y
halagüeño como lo es la publicación del cómic Las meninas perpetrado por Santiago García y Javier Olivares. El
primero es guionista de cómics y autor de ensayos sobre tal cosa, y el segundo
es ilustrador, historietista y profesor, y no sólo no se han arredrado ante
tamaña empresa, sino que en una suerte de órdago a lo grande (y digo bien), han
metido a Michel Foucault en harina desde, casi, la primera página de su libro.
A la postre, fue Foucault el primero que interpretó el cuadro
como un juego de representaciones en que se ha acabado por convertir el propio
cómic respecto al cuadro de Velázquez pero también a su vida y su obra entera
e, incluso, a las de los propios autores que, si no me confundo, asoman en una
de las últimas viñetas, al fondo y a la luz de un flexo, mirando al lector.
Esto es sólo un ejemplo de cómo este cómic no pierde, en ninguna de sus
páginas, un ápice de rigor, tanto en el recurso a los datos documentales que se
conocen sobre la vida y la obra del pintor sevillano como a las referencias a
algunos de los debates esenciales que en torno a la pintura se produjeron en la
época. Pero es que el libro resulta aún más convicente por el esfuerzo que sus
autores han hecho por acomodar los diálogos al lenguaje y a la prosodia del
momento sin que por ello el lector poco habituado a frecuentar la literatura
del siglo XVII tire la toalla; más bien, al contrario.
Si me pusiera estupendo diría que Las meninas se divide en tres secciones esenciales que, a su vez,
se desarrollan en varios subcapítulos. Esas secciones se refieren a tres
objetos que adquirieron ya en vida de Velázquez la categoría de símbolos, que
así han llegado hasta nuestra época y que resumen el contenido del cómic: “La
llave”, que aparece en el cuadro aunque pueda pasar desapercibida y que remite
a su oficio como aposentador mayor de palacio, merced que logró en 1652, que
era una de las más preciadas en el muy jerarquizado escalafón cortesano y que
constituyó la culminación de su carrera en la corte, aunque seguramente pretendiera
ser lo que entonces se llamaba maestro de cámara; “El espejo”, que a pesar de
las dudas que despertó entre algunos especialistas es una de las claves del
lienzo, si no la clave junto con el autorretrato del pintor puesto que sin
ellos no habría cuadro; y “La cruz” de la Orden de Santiago, que consiguió de
manera oficiosa en 1658 y oficialmente en 1659 toda vez que superó el tortuoso
y, para él, muy problemático proceso de concesión del hábito. Trascendiendo la
leyenda de que la pintara el rey Felipe IV, los autores ofrecen su
interpretación de manera oblicua, que es el mejor modo de abordar un cuadro
como Las meninas pero, como
entenderéis, no pienso desvelarla aquí.
La historia es animada por los enigmas que contiene el cuadro, destilados
paulatinamente desde las primeras páginas hasta la última; por la biografía del
pintor y particularmente lo relativo a la concesión del hábito de Santiago, que
le costó un tercio de su vida para apenas disfrutarlo poco más de un año; o por
otros episodios que no le afectaron directamente pero que fueron conocidos en
la época, como el asesinato de una de las mujeres que tuvo Alonso Cano. Por lo
demás, la manera en que se desarrolla la historia desde un punto de vista
estrictamente gráfico también alienta al lector voraz: por ejemplo, en la
página 33 se narra la llegada de Velázquez a Madrid en 1623 con la alternancia
de planos generales, medios y primeros o primerísimos planos que aceleran la
historia sin necesidad de que medie palabra; o entre las páginas 146 y 147 se
desarrolla un collage de viñetas que
explica la que Luca Giordano denominó “teología de la pintura” y que se
recompone en la página 148 reconstruyendo de otro modo lo que muestran Las meninas, es decir la espalda del
cuadro, un clímax de densidad teórica que los autores aligeran haciendo hablar
a todos los personajes e, incluso, al mastín que Velázquez pintó en primer
plano y que muestra una familiaridad con Felipe IV a la que ni sus propios
familiares podían, quizá, aspirar.
Además, se recurre a flashbacks
y flashforwards que estimulan la
narración, tanto en la propia vida de Velázquez como en momentos anteriores o
mucho posteriores a la ejecución del cuadro. Uno de los álgidos es el cruce de
miradas entre el sevillano y Picasso niño en el paso de las páginas 39 a la 40,
recurso que me atrevería a llamar cinematográfico y que constituye una
reflexión en viñetas del peso de la tradición y lo que ella significa. Trascendiendo
los límites de la propia historia que los autores cuentan, creo que este es el
asunto principal del cómic, tal y como demostraría que a lo largo de las 185
páginas desfilen Rafael, Cano, Quevedo, Bernini, Murillo, Goya, Picasso, Dalí,
Foucault o Buero Vallejo, entre otros, o se destilen referencias a la mitología
o la historia antigua sin que decaigan en ningún momento ni el rigor ni el
entretenimiento. Por esa razón Las
meninas es, si se me permite, un cómic horaciano que ha de ser leído por
todos, o sea por los aficionados al cómic, los que no lo son y los aficionados
al arte o, incluso, a la Historia del Arte. Y eso si acaso esta última
existiera.