Siempre se dijo
que la del Museo Thyssen-Bornemisza fue durante un largo tiempo y hasta 1993 la
mejor colección privada de arte del mundo, así que no pueden extrañar el
revuelo y la alegría que causó entre las autoridades españolas la decisión que,
hacia 1989, tomó el barón Hans Heinrich Thyssen (1921-2002) de trasladar a
Madrid las obras que habían sido atesoradas por sus ascendientes y por él mismo
a lo largo del siglo XX. Al fin y al cabo, la colección Thyssen vendría a
colmar algunas de las carencias más notables de las colecciones españolas
públicas o privadas y en particular aquellas relacionadas con los primitivos
italianos y germanos, la pintura barroca holandesa, la pintura galante, el
vedutismo italiano, la escuela inglesa, el impresionismo y el
postimpresionismo, las vanguardias históricas, la abstracción americana y el
Pop Art y, además, al ser ubicado en el antiguo palacio de Villahermosa, el
nuevo Museo Thyssen-Bornemisza formaría junto con el Museo Nacional Centro de
Arte Reina Sofía y el Museo del Prado un muy atractivo y tal vez muy rentable “triángulo
del arte” en el Paseo del Prado o en sus inmediaciones. Pasadas ya dos décadas
desde su inauguración el 10 de octubre de 1992 y más allá de las polémicas (también
muy rentables) que durante los últimos años han caracterizado a las relaciones
entre la institución y las potestades de turno, parece incuestionable que el
Thyssen ha modificado por siempre el entourage
artístico español.
No fue solo
August Thyssen (1842-1926) quien cimentó la solvencia económica de su familia y
sus descendientes con sus prósperos negocios en la industria del hierro y del
acero, sino también quien comenzó la futura colección al encargar buenas copias
de obras maestras auténticas y, tal vez sobre todo, al encomendar a su amigo
Rodin la ejecución de seis esculturas que todavía forman parte de ella: La muerte de Atenas, La muchacha que confía su secreto a Isis,
Cristo y la Magdalena, El Sueño, La muerte de Alceste y El
nacimiento de Venus. Que él fuera el pionero es un dato que a veces se
olvida sin duda porque fueron su hijo Heinrich Thyssen (1875-1947) y a su vez
el hijo de este último, Hans Heinrich, quienes después enriquecieron y
ampliaron la colección considerablemente. Hoy se estima que está formada por
unas 1.600 piezas de grandes maestros y otros artistas menos conocidos que
están repartidas entre los miembros de la familia y el Museo Nacional de Arte
de Cataluña (que guarda una selección de obras del Gótico al Rococó), aunque el
núcleo principal (unas 800 obras) se conserva en el museo madrileño y abarca el
amplio arco cronológico que media entre el siglo XIII y los años finales del
siglo XX.
Tal vez el
mayor acierto de Heinrich Thyssen fue adquirir pinturas realizadas por algunos de
los más destacados maestros antiguos durante la segunda y la tercera décadas
del siglo XX mientras otros coleccionistas preferían comprar arte
contemporáneo. En ocasiones se guiaba por su propia intuición, pero casi
siempre recurrió al asesoramiento de especialistas de la talla de Rudolf
Heinemann, Max Friedländer, August L. Mayer, Bernard Berenson o Friedrich
Dörnhöffer, quienes, no por casualidad, eran destacados atribucionistas. La
situación incluso mejoró para él con la crisis económica de los treinta que,
además de socavar la economía europea, provocó la desaparición paulatina de
importantes colecciones del viejo continente y, a su vez, el afianzamiento
progresivo del coleccionismo americano. Mientras siguió obteniendo obras de
arte en las subastas y en el mercado de arte, Heinrich apostó también por la
difusión y celebró la primera exposición pública de su colección en la Neue Pinakothek
de Múnich entre julio y noviembre de 1930. Las 428 piezas que se expusieron
entonces manifestaron la riqueza del repertorio y la vocación universalista de
su propietario, vocación que, de alguna manera, se ha mantenido como seña de
identidad de una colección que no se fundamenta ni en capítulos concretos de la
Historia del Arte ni en obras maestras de maestros determinados, por muy relevante
que sea su presencia en ella. Posteriormente, la divulgación de la colección se
consolidaría a partir de 1932 con la adquisición de Villa Favorita en
Castagnola, a orillas del lago Lugano, cuyas galerías dedicadas a la exposición
de las obras de arte de la familia fueron abiertas al público cinco años más
tarde.
Tras su
fallecimiento en 1947, la labor de Heinrich fue continuada por uno de sus
hijos, Hans Heinrich, quien hasta 1954 hizo todo lo posible para comprar a sus
hermanos las obras de la colección que les habían tocado en el reparto
hereditario. Guiado, como él mismo afirmó en 1958, por su afán por “conservar
la colección como la reunió mi padre y, en la medida de lo posible, completarla
y ampliarla”, realizó nuevas adquisiciones de obras de maestros poco o mal
representados en ella y fue responsable de su cambio de denominación: la que hasta
entonces se había conocido como Sammlung Schloss Rohoncz pasaría a llamarse Colección
Thyssen-Bornemisza. A Hans Heinrich se debió también la reapertura en 1948 al
público de las salas expositivas de Villa Favorita, que habían sido cerradas en
1939 con motivo de la II Guerra Mundial, y un giro destacado en las compras,
que siempre se guiaron por un gusto personal influido por la universalidad de
su padre pero al que sumaba un interés inédito por el arte contemporáneo y
alguna que otra inclinación personal como la que tenía hacia la pintura
norteamericana del siglo XIX. En ese sentido, a comienzos de los años sesenta
comenzó a comprar pintura contemporánea y la colección experimentó un aumento
progresivo durante los años setenta y los ochenta que culminó con la ampliación
de Villa Favorita y la definitiva instalación de la colección en Madrid, a
partir de 1992, en el palacio Villahermosa.
Construido
entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, el palacio ha sido renovado
y modificado en varias ocasiones y varias han sido las funciones que ha
cumplido a lo largo de su historia hasta que, cuando se decidió ubicar en él la
colección Thyssen-Bornemisza en 1989, fue readaptado por el arquitecto Rafael
Moneo, quien en la medida de lo posible mantuvo la estructura originaria del
palacio en torno a un patio rectangular y cubierto. Alrededor se disponen las
salas de exposición, con las mayores dispuestas perpendicularmente respecto a
la fachada que da al Paseo del Prado. En la planta superior, la luz natural
cenital se combina con la luz artificial, que sin embargo predomina necesariamente
en la primera y en la planta baja. A su vez, el tono sepia de las paredes define
las salas dedicadas a los maestros antiguos, por así decir, mientras predomina
el blanco propio del white cube en
las de arte contemporáneo según una tendencia museográfica que comienza a ser,
más que nada, un cómodo recurso.
De hecho, el
recorrido comienza en la segunda planta y concluye en la planta baja
probablemente por razones expositivas: la combinación de luz natural y
artificial y la menor altura de las salas de las plantas segunda y primera se
acomodan mejor a la pintura antigua (del siglo XIII a finales del los siglos
XIII). A partir de la primera sala, el recorrido sigue un orden cronológico
casi estricto, si bien se otorga mayor y mejor visibilidad, como es de esperar,
a las obras maestras de la colección: el Díptico
de la Anunciación de Jan van Eyck, el Caballero
en un paisaje de Vittore Carpaccio, Jesús
entre los doctores de Alberto Durero, el Retrato de una dama de Hans Baldung Grien, Giovanna Tornabuoni de Domenico Ghirlandaio, el Retrato de un hombre de Antonello da
Messina, el Autorretrato de
Rembrandt, La plaza de San Marcos de
Canaletto, Habitación de hotel de Edward
Hopper, Metrópolis de Georg Grosz y Arlequín con un espejo de Picasso, entre
otras. Por otro lado, la propia disposición de las salas y su intercomunicación
originan una cierta continuidad en el discurso expositivo, que apenas sufre rupturas
o sorpresas violentas. Acaso lo más destacado de esa secuencia narrativa es la
naturalidad con que ocurre entre los denominados maestros antiguos y los
maestros modernos, revelando así una concepción que Hans Heinrich debía de
tener de la Historia del Arte a tenor de las diversas entrevistas que concedió
a lo largo de su vida a propósito de la formación de su colección. La ruptura
ilusoria, la interrupción falsa que se da entre unos y otros sí se mantienen,
en cambio y por razones obvias, en los catálogos razonados de la colección, que
en su última edición de 2009 aún siguen distinguiendo entre la pintura antigua
(hasta el siglo XIX) y la pintura moderna (desde la pintura norteamericana del
siglo XIX hasta Lucien Freud, más o menos).
Aún así, el
desarrollo de la Historia del Arte que puede contemplarse en el Thyssen todavía
hoy es la historia de siempre, la historia canónica promovida tal vez por las
propias características de la colección que redunda, a su vez, en su exposición
en las salas y galerías del Museo. Esa historia se divide a su vez en los
capítulos más destacados del que aún podríamos seguir llamando, aun con
problemas, arte occidental, de modo que a través de ellos se trenza la tupida, muy
perfecta y heroica (aunque ilusoria) narración que comienza con la conquista
progresiva de la representación mimética de la naturaleza por parte de los
primitivos italianos que pudo ocurrir gracias al descubrimiento de esos poderosos
instrumentos para ordenar el mundo que son la perspectiva y el dibujo, a los
que se sumaron después la minuciosidad de los primitivos flamencos y su
reinvención de la pintura al óleo. Estos hallazgos portentosos eclosionarían
después definitivamente durante el Quattrocento
italiano, que da paso a la pintura italiana, flamenca y germana del siglo XVI
antes de rematar en una sala consagrada a los grandes venecianos: Tiziano,
Tintoretto, Bassano y, congruentemente, el Greco, quien anduvo por Venecia y
Roma entre, aproximadamente, 1567 y 1577 antes de emprender viaje a España,
donde moriría en 1614. A su vez, una pequeña pero muy intensa sala da paso al
también ilusorio Barroco con la Santa
Cecilia de Caravaggio, el San
Sebastián de Bernini y la Piedad y
el San Jerónimo de Ribera, obras en
las que se explicita el triunfo de un supuesto naturalismo fundamentado en el
poder del claroscuro, para continuar en la pintura italiana del siglo XVIII en
la que destacan con particular intensidad los vedutistas venecianos, y la
pintura flamenca y holandesa del siglo XVII, que, sin duda, componen uno de los
aspectos más notables de la colección.
Bien es
verdad que esta disposición cronológica se matiza en algunas salas en que el
criterio esencial es la exposición temática. Es lo que ocurre con una primera estancia
dedicada al nacimiento del retrato como género autónomo durante la segunda
mitad del siglo XV, en la que se unen las aportaciones de la pintura del norte
de Europa con los aciertos de la pintura italiana y en la que comparten espacio
nada menos que la Tornabuoni de Ghirlandaio con el retrato anónimo de Antonello,
otro del supuesto Robert de Masmines por Robert Campin, el de Guidobaldo da
Montefeltro por Piero della Francesca y el retrato de orante con un florero en
el reverso de Hans Memling. La sala de retratos se prolonga después en una
galería que se desarrolla en paralelo al Paseo del Prado y que se constituye
como un remedo de las antiguas galerías con retratos de hombres y mujeres
ilustres y donde pueden verse el supuesto Autorretrato
de Lorenzo Lotto, el Retrato de un joven
atribuido últimamente a Giulio Romano, el Retrato
de un hombre de Correggio, el Retrato
de una joven de Paris Bordone, Cosme
I de Médicis por Bronzino o el Retrato
de una mujer con un perro de Veronés, entre otros. Sin duda, así también se
consigue aprovechar el espacio longitudinal de la galería, que a su vez se
dilata temáticamente en las salas interiores adyacentes en las que se exponen
otros retratos destacados. Al fin y al
cabo, la colección del Thyssen es extraordinariamente rica en lo que a retratos
se refiere y eso se comprueba en todas y cada una de las salas de exposición y
no solo en las consagradas a los maestros antiguos. Desde este punto de vista,
es muy significativo que ese corredor alargado que hay en la planta segunda no se
replique en la planta primera, en la que se ha preferido compartimentar el
espacio en pequeñas estancias mucho más adecuadas a la exposición de paisajes,
marinas, escenas de interior o bodegones.
El nexo de
unión entre la parte final de la planta superior y el comienzo de la primera es
el Grupo familiar de Frans Hals, que
durante un tiempo se consideró un autorretrato del pintor con su familia. Es,
sin duda, una estupenda continuación del tramo de la colección Thyssen formado
por la pintura holandesa pues, a la postre, es uno de sus ejes más notables,
probablemente el más importante junto con la pintura expresionista alemana. A
las marinas de Jacob van Ruysdael y otros pintores contemporáneos y a algunos
preciosos interiores de Pieter de Hooch, Gabriel Metsu o Nicolas Maes sigue una
sala dedicada a la pintura de bodegones en que se exponen algunos prodigiosos
de Willem Kalf; constituye un nuevo y radiante impasse en el recorrido cronológico, que continúa con obras
fechadas entre los siglos XVIII y XIX para culminar con la pintura
norteamericana decimonónica, a la que era aficionado Hans Heinrich y que forma
una de las peculiaridades de la colección; y la pintura europea del siglo XIX. Los
capítulos consagrados al impresionismo y al llamado postimpresionismo alcanzan
unas altas cotas de calidad y dan paso, después, al fauvismo y al expresionismo
alemán que, como decía, conforma otro de los fundamentos de la colección.
Finalmente,
el recorrido culmina en la planta baja con las salas consagradas a las
vanguardias, a lo que llaman en el propio Museo Thyssen “síntesis de la
modernidad en Europa y en Estados Unidos”, el surrealismo tardío, la tradición
figurativa posterior y, finalmente, el Pop Art. Así pues, según el discurso
expositivo los hallazgos que se produjeron en el arte occidental desde esa
época gloriosa que después dimos en llamar Renacimiento fundamentaron el
desarrollo de las manifestaciones artísticas hasta el siglo XIX, cuando comenzó
a abrirse una brecha en lo que podríamos llamar el gusto artístico que fue íntimamente
unida a la suspensión de la jerarquía académica en lo referente a las
instituciones artísticas, los géneros artísticos y el modo de ejecutarlos. De
algún modo, y según se revela en la exposición de la colección permanente,
algunos resabios de la tradición clásica
(y, por ello, académica) sobrevivieron
en la posterior tradición figurativa del impresionismo, el postimpresionismo,
el fauvismo, el expresionismo, la nueva objetividad, el surrealismo y, en
particular, del cubismo, que vendrían a amalgamarse a otras tendencias
artísticas más experimentales de comienzos y, sobre todo, mediados del siglo XX
para producir esa “síntesis de la modernidad en Europa y en Estados Unidos” a
la que antes me refería. Lo cierto es que, su tras su apertura en 1992, fue la
parte expositiva que más polémicas suscitó al otorgar al cubismo un papel de
mediador entre las llamadas vanguardias históricas y las manifestaciones
artísticas posteriores a la crisis de 1929, y lo que es un tanto sorprendente
es que aún pueda sostenerse tal discurso con todo lo que ha ocurrido (tanto a
nivel historiográfico como a nivel expositivo y museográfico) en los últimos
veinte años. Quizá la mejor manera de celebrar el vigésimo aniversario del
Museo y una trayectoria como la del Thyssen (por muy vapuleada que se haya
visto en los últimos tiempos) sería modificar el recorrido expositivo que, como
apuntaba antes, trasluce a la perfección lo que debió de ser la concepción del
propio barón sobre su colección y, por tanto, sobre el modo en que sus obras se
incardinaban en una muy particular trayectoria del arte occidental, pero que,
por otra parte, manifiesta una visión de la Historia del Arte que se ha quedado
añeja a estas alturas, por muy asentada y aceptada que esté.
A las
obras que integraban la colección Thyssen, adquiridas por el Estado español en
julio de 1993 por 350 millones de dólares, vinieron a sumarse después las
pertenecientes a la colección privada de Carmen Thyssen-Bornemisza, obras que
fue adquiriendo en connivencia con el barón desde mediados de los años ochenta.
En ese sentido, la colección de Carmen Thyssen-Bornemisza prolonga las líneas
generales de la colección de su marido, aunque también ha contribuido a
afianzar algunos episodios particulares de la Historia del Arte como la pintura
holandesa del siglo XVII, el vedutismo italiano del XVIII, el paisajismo del
siglo siguiente, el impresionismo y las vanguardias históricas, ahondando a su
vez en otros tramos de la colección primigenia como el del postimpresionismo que
tanto gusta a la baronesa, y al que ha sumado una inclinación especial por la
pintura española del siglo XIX y comienzos del siglo XX que ahora puede verse
en el Museo Carmen Thyssen de Málaga. En 2002 la baronesa firmó un acuerdo de
préstamo a largo plazo de parte de sus obras con el Estado español que fue muy
beneficioso para ambas partes y que lógicamente ampliaba, aún más, la riqueza
del núcleo originario del Museo Thyssen, cuyo edificio a su vez hubo de ser
ampliado a partir de 1999 para poder albergar la nueva colección con un
proyecto de los arquitectos Manuel Baquero y Robert Brufau y el estudio BOPBAA.
Sin embargo, ese acuerdo ha sufrido algún zarandeo en los últimos años que a su
vez ha ocasionado algún que otro episodio mediático bochornoso. A esto se han
unido las disputas que han enfrentado a la baronesa con su hijo Borja Thyssen a
propósito de Una mujer y dos niños junto
a una fuente, de Goya, y El Bautismo
de Cristo, de Corrado Giaquinto, dos obras que fueron reclamadas por el
último; y, por si fuera poco, la sobresaltada apertura del museo malagueño, que
también ocupó muchas páginas morbosas en los medios de comunicación. Dejando a
un lado las polémicas más o menos justificadas, desde mi punto de vista lo más
relevante es que ahora las paredes de las salas en las que se expone parte de
la colección de la baronesa en el museo de Madrid presentan más huecos de los
deseables y manifiestan a qué grado han llegado las conversaciones entre la
baronesa y el Estado a propósito de la gestión, la cesión o la compra de su colección.
Por lo demás, un último y lamentable episodio ha contribuido a ahondar la
zozobra en que parece inmersa la institución a pesar del éxito que han
cosechado o están cosechando exposiciones temporales como la dedicada a Antonio
López o la que últimamente se ha organizado en torno a Edward Hopper; me
refiero a la recentísima venta en Londres de La esclusa de John Constable, que no solo era una de las obras
maestras de la colección de la baronesa sino probablemente una de las obras
maestras del pintor. Junto a esta crisis que nos golpea un día para rematarnos
(aunque nunca definitivamente, por ahora) al siguiente, estas noticias
luctuosas parecen anunciar un panorama más negro que la hendidura premonitoria
de una de las mejores obras de Lucio Fontana, Venecia era toda de oro, que también puede verse en el Thyssen.
¿Qué habrá más allá, en aquel espacio posterior que se atisba dentro del corte
abierto en el centro del lienzo?
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