La pintura realizada en Italia y en particular en Roma durante el siglo XVII ha sido objeto siempre de la atención de los especialistas, de manera que si se pudiera hacer una estadística de las exposiciones que se celebraron durante el siglo XX y los primeros diez años del XXI, es muy probable que se comprobara que ha sido uno de los asuntos más estudiados y, en cierta manera, explotados por los estudiosos y los organizadores de esos eventos. Efectivamente, durante los últimos años ha despertado un enorme interés que se ha materializado en la celebración de varias exposiciones dedicadas a la revolución que Caravaggio y sus seguidores pusieron en marcha a finales de la centuria anterior para transformar decisivamente la práctica pictórica europea, y también han proliferado las que nacieron con una evidente vocación temática que, por lo general, giraban en torno al caravaggismo de comienzos de siglo seguramente por lo que tenía, al menos en cierto punto, de avanzadilla de lo que se entendía como la modernidad pictórica y, porque como han demostrado las últimas citas, el artista lombardo se ha convertido en marchamo del éxito asegurado: de hecho, no importa tanto lo que las exposiciones a él dedicadas pudieran aportar al conocimiento de su pintura o de sus consecuencias como el número de visitantes que acudieran a verlas. En todo caso, varias han sido las muestras que han focalizado su atención en la pintura de paisaje y se me ocurre que tal vez la causa está en que, al tratarse de un tipo de pintura que no existía como género autónomo en la historia de la pintura europea anterior, su análisis podría plantear sugerentes interrogantes sobre la tradición artística occidental y su devenir.
Tal y como demuestra la exposición que, tras celebrarse en el Grand Palais de París, se inauguró en el Museo del Prado el 5 de julio, la definitiva eclosión de la pintura de paisaje como tal género independiente tuvo lugar a finales del siglo XVI y a comienzos de la centuria siguiente, pero las raíces de la cuestión son anteriores, quizá tan antiguas como la epístola que Francesco Petrarca envió a Dionisio de Borgo San Sepolcro a mediados del siglo XIV para contarle su ascenso al Mont Ventoux. La carta es todo un manifiesto del Humanismo incipiente y no solo porque Petrarca emprendiera la travesía “impulsado únicamente por el deseo de contemplar un lugar célebre por su altitud”, sino también porque en ella se revelan algunas otras cuestiones esenciales que caracterizan, según creo, nuestra relación con la naturaleza y por tanto también con el paisaje: al comienzo del texto Petrarca relaciona su particular ascenso con el del rey Filipo de Macedonia al monte Hemo narrado por Tito Livio, luego el paisaje pasa a considerarse como el lugar en que la Historia ha tenido lugar y por tanto donde puede manifestarse una y otra vez. Además, la experiencia sirve a Petrarca para, al leer un pasaje de las Confesiones de san Agustín, caer en la cuenta de que “no hay ninguna cosa que sea admirable fuera del espíritu, ante cuya grandeza nada es grande”. En efecto y como es sabido, por esos años en que Petrarca escribe el hombre vuelve a convertirse en medida de todas las cosas, pero esta circunstancia no solo afecta al hombre como tal, sino también a su relación con esas cosas y a las cosas mismas, es decir, condiciona todo aquello que lo rodea y que es materia de su atención. Entre ellas, por supuesto, también está la naturaleza, o sea el paisaje, que comienza a ser reconocido en todo su esplendor. El hombre situado en el centro del universo otorga una importancia nueva, a la inversa, a aquello que lo circunda.
Al menos en lo que atañe al asunto de la exposición de París y Madrid, quizá lo más relevante de esa nueva relación que se establece entre el hombre y el mundo es la necesidad que, a partir de ese redescubrimiento del que hablo, habrá de dar un orden, una perspectiva a eso que nos rodea, a la naturaleza circundante, para lo que no había otras herramientas más adecuadas que la descripción literaria o, en su defecto, la pintura. Ambos medios no responden sino a una misma preocupación: otorgar un orden al mundo y, así, explicarlo.
Por ejemplo, eso es lo que pretendió un par de siglos después un pintor tan relevante como Tiziano. Como demostrara Gianfranco Folena, la primera vez que la palabra “paisaje” aparece en italiano es en una carta que el pintor escribe a Felipe II para comunicarle el envío de algunos cuadros; como dice Folena, “parece significativo que el neologismo salga de la pluma del máximo inventor del paisaje en sentido moderno”, y por ello no sorprende que en el catálogo de la muestra se haga hincapié en la influencia de Tiziano en el desarrollo del paisaje a mediados del siglo XVII cuando algunas de sus obras más importantes se expusieron en Roma e incentivaron una corriente de neovenecianismo que afectó a los más destacados pintores del momento.
Con esas sólidas bases y con algunas otras más, el nuevo y autónomo género del paisaje nació y se desarrolló en Roma durante los primeros años del siglo XVII gracias a la confluencia fortuita y afortunada de varios factores. Para empezar, los pintores contaban con el propio atractivo de la Ciudad Eterna, tanto por los parajes sugerentes que la cercan o las transformaciones urbanas contemporáneas que modificaron su aspecto de forma definitiva como, sobre todo, por las ruinas de la Antigüedad que caracterizaron siempre su perfil, fundamentalmente porque ellas eran los vestigios de aquellos lugares donde la historia había tenido lugar y, por tanto, porque estaban cargadas de memoria, una memoria emotiva pero también material que, a su vez, era el testimonio arquitectónico de la Historia misma. Por ello los artistas recorrieron y estudiaron, ordenaron en definitiva, el espacio romano quizá a la búsqueda de aquella unidad perdida de la que hablaban los libros antiguos y cuyo testimonio visible eran las ruinas que jalonaban el paisaje romano. Sus pinturas, por ello, revelan no solo lo que se ve a simple vista, de por sí ya suficientemente abrumador, sino también lo que esos paisajes inspiran, lo que tienen de materialización de los lugares donde la Historia ocurrió.
Además, por esos años coincidieron en Roma pintores de muy diferentes orígenes que, en cambio, compartieron su interés por la pintura de paisaje gracias a una feliz coincidencia y, de hecho, una de las cuestiones en que se hace más hincapié en la muestra es en el carácter internacional de la pintura de paisaje que se hizo en Roma durante el siglo XVII: resulta especialmente revelador que más de la mitad de los artistas cuyas obras se han congregado en esta ocasión nacieran fuera de Italia. De Annibale Carracci a Adam Elsheimer, de Paul Bril a Rubens, de Claudio de Lorena a Nicolas Poussin o a Gaspard Dughet e incluso a Velázquez, cuyas dos bellísimas vistas del jardín de la Villa Medici son hitos esenciales de la historia del paisaje, algunos de los más notables pintores del siglo XVII contribuyeron a esta eclosión de la pintura de paisaje concediendo a aquello que veían un orden y una nobleza, una armonía, en suma, ideal y “arquitectónicamente” estructurada que pasa por ser la característica esencial de eso que ha dado en llamarse, un tanto ambiguamente, paisaje clasicista sin que sepamos muy bien a qué nos referimos
Muchos de esos artistas favorecieron la consolidación del dibujo del natural como una práctica artística aceptada y extendida. Algunos de los que llenan los taccuini de los artistas desde mediados del siglo XVI en adelante, muestran pequeños personajes que se esfuerzan en dibujar sobre el papel los paisajes que tienen delante, explorando el mundo antes de traspasar esos primeros apuntes al cuadro definitivo en la calma tensa del taller. Esos dibujos, y en la exposición se han reunido más de una treintena, fueron modestos instrumentos pero muy excitantes que servían para fijar el categórico pero cambiante aspecto de la ciudad. Roma, que en sustancia era sus ruinas, no comenzó a existir hasta que no fue representada sobre el papel, es decir hasta que no fue reducida a una idea, o lo que es lo mismo, hasta que no fue ordenada.
Finalmente, también hay que contar con la nueva inclinación de los aficionados al arte a apreciar las características del nuevo género, un gusto que tuvo su natural consecuencia en el gran éxito comercial que el paisaje pintado tuvo por esos años y que tuvo una de sus consecuencias más importantes en el fastuoso encargo de pinturas de paisaje para el palacio madrileño del Buen Retiro como ha estudiado en los últimos tiempos Andrés Úbeda, responsable de la exposición en el Prado.
Como es habitual y particularmente necesario en exposiciones de carácter temático, la del Prado explora el nacimiento del paisaje en varias secciones subrayando el papel que desempeñó Annibale Carracci en la creación del género. El Paisaje fluvial de Washington que, fechado hacia 1599, es “de una modernidad desconcertante” según Silvia Ginzburg, manifiesta una de las características básicas de sus paisajes: la aparente espotaneidad de lo representado (el paso de la barquichuela, los cambios cromáticos que produce la llegada del otoño, la bruma que vela la ciudad al fondo) se sustenta, en realidad, en un férreo rigor compositivo que organiza también la superficie de la Huída a Egipto de la Galleria Doria, sin duda una de las obras más determinantes en la consolidación del nuevo género. Pintada como parte de una serie de seis lunetos con episodios de la vida de la Virgen destinada a una capilla que el cardenal Pietro Aldobrandini tenía en su palacio de Via del Corso, es paradigma de esa perfecta imbricación entre historia narrada y el paisaje que sería explorada por los discípulos de Annibale, entre ellos Francesco Albani, Sisto Badalocchio, Giovanni Lanfranco y, en menor medida, Domenichino. Las obras de estos pintores, todas con sus peculiaridades (de la dulzura de Albani en La toilette de Venus o Venus y Adonis a la mesura de Domenichino), marcaron la evolución de lo que se ha llamado “paisaje boloñés” por ser la mayoría de sus cultivadores, como el propio Carracci, oriundos de Bolonia, y por tanto también el progreso del género y en particular de los paisajes de dos de los más destacados pintores en estas lides: Claudio de Lorena y Nicolas Poussin. A todo ello han de unirse los hallazgos de pintores que procedían del norte de Europa. En ese sentido, fueron fundamentales Paul Bril, cuyo taller fue punto de encuentro de los pintores nórdicos, y Adam Elsheimer. Ambos, con una concepción más pintoresca y más detallada del paisaje, influyeron en el desarrollo del género a partir de la segunda década del siglo.
Una de las cuestiones de la exposición que más me han llamado la atención es cómo los asuntos de las pinturas fueron progresivamente miniaturizándose o quedando relegados a los márgenes, como si a los pintores lo que en realidad les hubiera interesado siempre hubiera sido justamente lo que antes quedaba en los bordes, esa naturaleza que asomaba, por ejemplo, a los lados de la Madonna de los arbolitos de Giovanni Bellini… Siempre me ha parecido que lo que en realidad interesaba a los pintores eran los parerga, esos asuntos secundarios que ya aparecen en la pintura antigua, o sea no tanto la Historia como los lugares donde ha acontecido o acontece y por eso también los árboles, los animales, las flores, las nubes, las brumas.
La naturaleza no se convirtió en un “tema” hasta que Rousseau no comenzó a explotarla como asunto cardinal de sus escritos; los paisajes congregados en el Prado hablan de ese progresivo y anterior redescubrimiento del mundo natural. Durante estos días he leído Una habitación en Holanda, un librito en que Pierre Bergounioux narra las circunstancias en que Descartes concibió El discurso del método y la necesidad que tuvo, para escribir esa obra de radical introspección, de escapar a los Países Bajos para poder disfrutar del “eclipse del mundo exterior”: ese exterior que se ofrecía en Italia y particularmente en Roma y sus entornos en toda su benevolencia, en todo su esplendor.
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