“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

jueves, 12 de mayo de 2011

De la alegría, y de la tristeza


Si algo tiene la historia del arte de atractivo es que está llena de historias como ésa en que se recoge que el duque Luis de Orleans, quizá poco después de perder a su esposa en 1726 y desde luego antes de ingresar en un convento en 1731, se abalanzó cuchillo en mano sobre una de las pinturas más bellas de la colección de su padre, la Leda de Correggio que hoy se conserva en Berlín. No fue la primera de las agresiones que, en general, las pinturas han sufrido a lo largo de la historia y desde luego tampoco sería la última, pero lo que tiene de especial este caso es que el afligido y enajenado Luis no se arrojó sobre los mórbidos cuerpos desnudos que habitan la pintura sino sobre el rostro satisfecho de Leda. Lo que sin duda no podía soportar no era tanto la imposibilidad de rozar una piel tersa y cálida sino el rostro pleno de gozo de la muchacha, o lo que es lo mismo su inefable alegría de vivir.


Antonio Allegri se llamaba el pintor que ha pasado a esa historia del arte con el sobrenombre del pequeño villorrio provinciano que lo vio nacer hacia 1489, el mismo que pareció empeñado en trasladar a sus pinturas esa inmersión en el deleite que anuncia su apellido, pues es eso, precisamente, lo que aún hoy define la pintura de Correggio: el júbilo que es capaz de transmitir. Dicho esto y teniendo en cuenta que una de las más perniciosas rémoras que nos legó el Romanticismo fue la de convertir a los que pintaban, esculpían, escribían poemas o se dedicaban a otras felices ocupaciones del mismo tenor en seres atormentados o en amigos del lado oscuro y del abismo, probablemente se revele la causa de que hasta ahora Correggio no hubiera sido protagonista, siendo tan extraordinario pintor como fue, de una exposición monográfica.

En ocasiones me he sentido tentado de juzgar las cosas no tanto por los resultados alcanzados al final sino más bien por la ambición puesta en el empeño y, si así fuera, por esta vez diría que la exposición que organizó la Galleria Borghese de Roma en 2008 fue excepcional, pues sus organizadores no tuvieron reparos en reavivar la cuestión fundamental y más polémica en los últimos años en torno a la obra de Correggio, es decir su hipótetica estancia en Roma hacia 1518 o 1519, de la que no queda rastro documental alguno ni ninguna mención literaria contemporánea.

A diferencia de otros grandes artistas de la época, Correggio no trabajó nunca para una corte determinada ni en uno de los grandes centros artísticos italianos del momento. Ni siquiera en Roma, lo que no quiere decir que no claudicara como tantos otros ante la fascinación que le provocaron la Ciudad Eterna y las obras de arte, antiguas y modernas, que allí se custodiaban. Lo que ocurre es que aún no se había afrontado de forma sistemática ese obstáculo casi insalvable que es la autoridad historiográfica de Giorgio Vasari, quien en sus célebres Vite llegó a escribir que si Correggio “hubiera salido de Lombardía y viajado a Roma, habría hecho milagros y habría preocupado a muchos que en su época fueron considerados grandes. De tal manera que siendo así sus obras sin haber visto cosas antiguas ni las buenas modernas, necesariamente se deduce que si las hubiere visto habría mejorado infinitamente las suyas, y creciendo de bueno a mejor sería venerado como uno de los grandes”. Las palabras de Vasari son tan lapidarias que no necesitan mayor explicación al menos en este contexto, pues largo sería explicar por qué no concedió a Correggio un puesto entre los grandes negando la existencia del viaje del pintor a Roma, que desde luego Vasari entendía como imprescindible. Pero la exposición de la Borghese puso de manifiesto, contrapeando en su recorrido ciertas esculturas antiguas con 25 de las pinturas conservadas de Correggio, que lo que une al pintor con la Antigüedad no es tanto una relación morfológica o formal ¾que, sin embargo, en ocasiones es bien evidente¾ o la fidelidad a los detalles iconográficos, sino algo que trasciende y que se refiere a la morbidez, a la palpitante presencia de la carne profundamente humana, a la evidencia naturalista, a la inocencia incontaminada y a la ternura que respiran las esculturas clásicas pero que, a su vez, han convertido a Correggio en un pintor clásico y que han logrado, por ello, que cada época tenga un Correggio en el que reflexionar y en el que reflejarse: de las grandes decoraciones barrocas al rigor neoclásico y al exacerbado sentimiento romántico.

Precisamente fue otro pintor, el neoclásico Anton Raphäel Mengs, quien daría la contrapartida al testimonio vasariano en la biografía que dedicó a Correggio en 1783. En el pintor, Mengs vio la gracia, la dulzura y el colorido que siempre aparecen en los juicios vertidos a propósito de su obra, pero también el carácter grandioso de su dibujo, la monumentalidad inherente a cada una de sus obras, la complejidad compositiva de muchas de ellas y la dificultad de algunos de sus escorzos. En este sentido, la disposición cronológica de la muestra permitió comprobar el profundo cambio estilístico que Correggio experimentó a raíz del supuesto y cada vez más innegable viaje a Roma. A su retorno a Parma, donde trabajaba con asiduidad desde 1519, su producción muestra una repentina maduración que se revela en una gravedad y una plasticidad completamente inéditas.

Durante ese mismo año de 1519 comenzó a pintar en una de las habitaciones, probablemente el comedor, que Giovanna da Piacenza disfrutaba en el convento de San Paolo del que entonces era abadesa. Primero de los tres grandes ciclos decorativos que Correggio pintó al fresco en Parma, el conjunto es sobre todo una apelación sensorial al espectador a través de una prodigiosa pérgola floral. En ella se abren dieciséis óculos fingidos que niegan, a través de un ingenioso juego ilusionista cuyo antecedente inmediato es la Camera degli Sposi que Andrea Mantegna pintó en el Castel San Giorgio de Mantua, el precedente espacio arquitectónico gótico y por los que asoman unos amorcillos entretenidos en sus juegos ensimismados o forcejeando en busca de fruta. Lo interesante es señalar la relación que estos niños demasiado humanos de Correggio tienen con los que Miguel Ángel pintó en el techo de la Capilla Sixtina y la dependencia de las monocromas lunetas inferiores, con motivos alegóricos, con respecto a las monedas y las medallas antiguas. La influencia de la obra de Miguel Ángel es aún más evidente en la cúpula de la iglesia benedictina de San Giovanni Evangelista; es difícil entender las hercúleas figuras de los apóstoles que acompañan la Visión de san Juan Evangelista sin el precedente de los ignudi miguelangelescos de la Sixtina que Correggio sin duda vio y estudió durante su estancia romana. El éxito obtenido por esta decoración debió de estimular a los responsables de las obras en la catedral de Parma para contratar a Correggio, que pintó en la cúpula entre 1524 y 1530 una extraordinaria Ascensión de la Virgen que, junto al fresco de San Giovanni, fue fundamental para el desarrollo posterior, ya en el siglo XVII, de todo el llamado Barroco decorativo, de Guido Reni a, sobre todo, Giovanni Lanfranco.

En todo caso y según las últimas reflexiones en torno a la obra de Correggio, las pruebas de su viaje a Roma no sólo son éstas de carácter estilístico o iconográfico. De hecho, Correggio trabajó en Mantua al menos desde 1511 hasta 1534, año de su muerte, y son sabidas las profundas relaciones que unían a la corte ducal con Roma. Por otro lado Parma, que era la ciudad que centralizó sus esfuerzos, se convirtió en posesión de los Estados Pontificios desde 1521, luego todo parece señalar que el viaje de Correggio a Roma es algo más que una insoslayable suposición historiográfica.


Durante un tiempo no entendí muy bien la inclusión en aquella exposición de uno de los más excepcionales ―y no sólo por tamaño― retratos de la pintura del Renacimiento y único atribuido con seguridad a Correggio, aunque en algún momento se dudó de su autoría. Me refiero al Retrato de dama que guarda el Ermitage de San Petersburgo que a veces ha sido identificada con Veronica Gambara y otras con Ginevra Rangone, ambas señoras destacadas de la localidad natal del pintor. De lo que no parece dudarse es del estado de viudedad de la dama en cuestión por el hábito oscuro que viste y por lo que ofrece en la taza de plata, que a tenor de lo que reza la inscripción es “nephentés”, una droga que actuaba como lenitivo del dolor según la Odisea (IV, 220-222). ¿Era ella la que tenía que olvidar la pérdida del amado como Luis de Orleans tenía que olvidar a su esposa fallecida? ¿O bien ella tenía que ser olvidada por el apenado marido que había encargado el retrato de su esposa para tornar vivos a los muertos, como dice Alberti en su tratado de pintura, y al que ella ofrece un momentáneo calmante a su desolación? ¿Acaso, de ser así, no era la pintura con su retrato el mejor bálsamo contra el dolor? Y acabé por pensar que no hay ocasión en que la alegría no deje una profunda y amarga sensación de melancolía.

1 comentario:

  1. ¿ Qué te puedo dar para que dejes de ser una entelequia?

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