De todos los dibujos de Jean-Antoine Watteau (1684-1721) que se mostraron en la estupenda exposición que les dedicó la Royal Academy de Londres durante esta primavera, ninguno me parece más revelador que el que muestra a una mujer con los brazos extendidos hacia la derecha, equilibrando así la dirección de su cabeza y su mirada, mientras a su lado otra termina de ponerse una media. Y me lo parece porque me recuerda aquello que Proust escribió sobre el pintor: “Se ha dicho que Watteau fue el primero en pintar el amor moderno refiriéndose, sin duda, a un amor en el que la charla, la glotonería, el paseo, la tristeza del disfraz, del agua y de la hora que pasan ocupan un lugar más importante que el propio placer”. Proust hallaba en esta suerte de, como él la llamaba, “impotencia adornada” la clave para explicar la naturaleza melancólica del amor y del placer en la obra de Watteau, pero yo dudo de que haya mejores y más gustosos preludios a los afanes amorosos, esos que Watteau pintó como nadie justamente porque creo que supo disfrutarlos incluso más allá de la nostalgia que sabía que indefectiblemente le provocaría su recuerdo. A la postre, cuesta poco figurarse que en realidad dibujó a esas dos jóvenes ensimismadas porque sabía lo efímeros que son los momentos brillantes como esos…
La exposición, que contaba con ochenta dibujos que fueron dispuestos cronológicamente y ello aún a pesar de la dificultad con que se han topado siempre los especialistas para fechar sus obras (pues nunca firmó ni fechó sus folios y solo unos pocos cuadros están datados), ha sido la más grande de todas las retrospectivas que se han realizado en Reino Unido sobre el pintor. En ese sentido, hubo ocasión de mostrar algunos dibujos con los asuntos esenciales que trató a lo largo de su carrera, con una particular atención en las llamadas fêtes galantes: un género que él mismo inventó, que muestra elegantes personajes en animada conversación o escuchando música al amparo de un ameno jardín y que tiene su prototipo más célebre en las múltiples variaciones del Embarque a la isla de Citera. Y es que eso parece ser la pintura de Watteau: una festiva celebración de las gracias del amor, de los placeres del baile o, en definitiva, de los encantos de la vida aunque a sabiendas de que, como tal vez se manifieste en el Gilles del Museo del Louvre más que en cualquiera otra de sus pinturas, esa celebración dejará siempre un densísimo poso de melancolía.
El ejercicio del dibujo fue esencial durante la corta pero intensa carrera de Watteau; como declaran algunos de sus contemporáneos, su dedicación era diaria, continua y casi obsesiva: tomaba apuntes generalmente del natural que iba recopilando en taccuini y que usaba después en la composición definitiva de sus lienzos. De hecho, es probable que Watteau realizara entre dos mil o cuatro mil dibujos de los cuales en la actualidad se conocen en torno a setecientos. No en vano, según su amigo el marchante Edmé-François Gersaint, estaba más orgulloso de sus dibujos que de sus pinturas y encontraba más placer en dibujar que en pintar. Lo cierto es que empleó sus dibujos como instrumento idóneo para estudiar las obras de los maestros antiguos pero, sobre todo, para explorar todas las posibilidades formales que ofrecía la figura humana y, en particular, la femenina en distintas poses y actitudes que después enriquecía a través de la realización de minuciosos estudios de las expresiones y los gestos del rostro. En ese sentido, Watteau recurrió a la práctica del dibujo de una manera muy poco académica, pues no la utilizaba para plantear ambiciosos estudios compositivos; más bien tomaba una gran cantidad de apuntes que utilizaba después y puntualmente en sus obras de caballete, y sobre todo cuando se trataba de figuras que después añadía a los fondos de paisaje que ya había trasladado al lienzo. A la par, en sus dibujos Watteau exprimió al límite las posibilidades de la llamada técnica aux trois crayons, de la que fue un consumado maestro: la sanguina con que tomaba los primeros y rápidos apuntes del natural, convertida casi en una cuestión táctil, era después matizada con clarión o carboncillo a la búsqueda de un efecto fundamentalmente pictórico. Es por ello que los hermanos Jules y Edmond de Goncourt, que contribuyeron quizá más que ningún otro escritor de las cosas del arte a rehabilitar a Watteau tras los excesos rigurosos que se impusieron en la pintura francesa a comienzos del siglo XIX, hablaban de dessins peints o “dibujos pintados” para rematar: “esta es la clave”.
No debe extrañarnos, por tanto, que sus modestos folios despertaran mayor admiración incluso que sus pinturas, por otra parte bastante apreciadas ya por los coleccionistas desde el primer momento, y es esta una de las razones que explican que la mayor parte de ellos estén hoy dispersos por los más destacados gabinetes de dibujo del mundo. El propio Gersaint hablaba de “la finura, la gracia, la ligereza, la corrección, la facilidad y la expresión” que encontraba en los dibujos de Watteau, y seguramente fueron esas mismas características las que los Goncourt resumieron así: “La gracia de Watteau es la gracia (…). Es esta cosa sutil que parece la sonrisa de la línea, el alma de la forma, el aspecto espiritual de la materia”, así que no debería sorprendernos que terminaran afirmando que, “decididamente, Watteau fue mucho mejor maestro en el dibujo que en la pintura”.
La exposición de la Royal Academy coincidió con la que abrió la Wallace Collection con motivo de la reubicación de los ocho cuadros que posee del pintor. En ella se hacía especial hincapié en la importante colección que tenía Jean de Jullienne, amigo y protector del artista, y para ello se han congregado pinturas de, entre otros, Rubens, Rembrandt, Greuze o Philips Wouwermans. Jullienne es conocido, sobre todo, como editor de las Figures de différents caractères (1726-28), libro de estampas inspiradas en algunos de los dibujos de Watteau; y del llamado Recueil Jullienne (1735), un conjunto de grabados que reproducen las obras de Watteau con el que pretendía difundir, a su costa, las obras de su camarada prematuramente fallecido.
Tanto las pinturas como los dibujos que pudieron verse en ambas sedes londinenses revelan esa melancólica alegría de vivir que Watteau siempre manifestó en sus obras y que tanto molesta a los que piensan que el arte debe tratar de cosas trascendentes para ostentar, en todo su esplendor, su propia trascendencia. ¡Como si hiciera falta! Me pregunto si la importancia que las obras de Watteau tienen aún hoy para nosotros no radicará precisamente ahí, en su ausencia de rigor, ese rigor que, por otra parte, tanto gusta a Évariste Gamelin, el modesto artista que protagoniza la portentosa novela de Anatole France Los dioses tienen sed. Gamelin comenzó pintando el tipo de escenas galantes que Watteau concibió y puso de moda para después renegar de ellas en los años duros de la Revolución Francesa, los años que enmarcan el transcurso de la novela. Gamelin mismo se acusa de haber cultivado, en su juventud, ese género supuestamente despreciable en que se manifestaban según él “la depravación monárquica y las consecuencias vergonzosas de la corrupción cortesana”. Por ello, y tras la senda de su maestro David, había decidido lanzarse a dibujar y pintar “Libertades, Derechos del Hombre, Constituciones francesas, Virtudes republicanas, Hércules populares que aplastaban la hidra del absolutismo, y ponía en estas composiciones todo su ardor patriótico”. Pero seguro que ya sabéis en qué acabó todo ese riguroso ardor… A la vista de estos estupendos dibujos y estas maravillosas pinturas de Watteau, me ha dado por pensar si acaso recurrir a una cierta gozosa frivolidad, como hiciera él, no será la manera más seria de dar la respuesta más cabal a las cosas serias de la vida.
¡Mira! Watteau también ha conseguido, como Chardin, sobrevivir al imparable flujo del tiempo... aunque aquella vez -en el año 1996- fuera de las manos, tijeras y agujas de Vivienne Westwood:
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