“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 10 de mayo de 2011

Camino del Prado

Cualquiera que haya paseado alguna vez por sus alrededores sabe que lo natural sería que el Museo del Prado mantuviera perpetuamente sus puertas abiertas, de manera que, en su vago caminar, uno pudiera entrar y deambular por sus salas con franqueza y sin necesidad de sufrir ningún sobresalto, como atraído por ese sutil magnetismo que según Thoreau existe en la naturaleza y que nos conducirá correctamente si por él nos dejamos llevar. Algo así debía de rondarle en la cabeza a Juan de Villanueva cuando lo planeó, porque el principal acierto de su construcción estriba precisamente en la naturalidad con la que surge del suelo, tan espontánea que ni siquiera el monumental orden dórico de “la más decorosa entrada del edificio”, como el propio arquitecto calificó a la Puerta de Velázquez, requirió escalinata o estilóbatos, como si el propósito inicial hubiera sido hacer más cómoda la entrada al que era, en el proyecto originario, el templo de la ciencia. Es más, no me extraña nada que el destino primero del edificio de Villanueva fuera el de albergar una academia de Historia Natural que, además de una inmensa sala de conferencias, hubiera contado con escuelas de botánica y química, aulas, biblioteca, laboratorio y museo, pues a mí esto del arte me parece la cosa más natural del mundo, como parece demostrar que el hombre lleve haciéndolo desde hace tanto tiempo e incluso en épocas de tanta carencia como la nuestra. Y, dicho sea de paso, tampoco me sorprende que el Museo del Prado recibiera su nombre del lugar donde se construyó el edificio que finalmente acabaría albergando las colecciones reales, por deseo de Fernando VII bajo probable inspiración de algunos allegados y en especial de su esposa Isabel de Braganza, a partir del 19 de noviembre de 1819, día de su prosaica apertura al público.


Al fin y al cabo, el Prado de San Jerónimo fue siempre un sitio de agreste feracidad, como todavía hoy muestran la generosísima altura de los árboles del paseo y la abundancia de sus hojas, pues era lugar de encuentro de varios arroyos y corrientes subterráneas de agua, y siempre he tenido la sensación, subiendo desde la plaza de Atocha hacia la de Neptuno, que lo que podía ver a través de la verja del Jardín Botánico hallaría una prodigiosa continuidad un poco más arriba, pero ya dentro de las salas del museo. Por ello uno tendría que entrar en sus galerías casi sin darse cuenta, como si prolongara un poco más su deambular por el Botánico o, incluso mejor, por el parque del Retiro si de aquella parte viniera, entre otras cosas porque si uno pudiera convivir natural y cotidianamente con las pinturas y las esculturas que se guardan en el Prado o en otros sitios similares, no habría necesidad de recurrir a complicadas explicaciones históricas, sociológicas o, lo que es peor, iconológicas para justificar su existencia y su supervivencia, sino que éstas quedarían excusadas por su mero existir o, lo que es mejor, porque sí.

Quizá de esta manera en el Prado se sintiera como en casa y podría demorar su paseo por las salas de igual modo que si estuviera en un prolífico y familiar jardín. Podría entonces felicitarse de que, por una vez, los monarcas hispanos hubieran tenido el arrojo de comprender que, salvo destacadísimas excepciones, España nunca fue un país de grandes pintores, y que por ello hubieran echado su mirada y ‘sus’ dineros más allá de las circunstanciales fronteras españolas para contratar los servicios de los más afamados artistas foráneos o para adquirir las mejores de sus obras. En definitiva, eso fue a la larga lo que hizo del Prado la excepcional morada de la pintura que hoy es, pues el grueso de sus colecciones provienen de las que en su día pertenecieron a los reyes españoles, a las que después se sumaron las procedentes del Museo de la Trinidad ―y, por tanto, de las desamortizaciones de bienes eclesiásticos― que tan bien conocía el malhadado José Álvarez Lopera o de destacados legados como los de Pablo Bosch, Pedro Fernández Durán o Francisco Cambó entre otros. Justamente ese origen fue el que confirió al Prado su genuino carácter, nacido de la pasión que Isabel la Católica heredó de su padre Juan II por la pintura flamenca, la que aun con finalidades distintas compartieron Carlos V y Felipe II por la pintura de Tiziano y la del segundo por las chucherías del Bosco, la que Felipe IV tuvo por Rubens y por Velázquez, la de Isabel de Farnesio por la pintura de su Italia natal o por la de Murillo, la de su esposo Felipe V por la de Francia y la de Carlos IV por Goya. Y ahora que lo pienso, si las mejores entre las más de ocho mil pinturas que se conservan en el Prado se expusieran no en alegre montón como en tiempos del grafoscopio de Laurent o como aún puede verse en algunas galerías romanas, cuyo tedio radica en la misma acumulación caótica en que radica también su encanto, sino obviando ese lastre romántico que hace que se sigan mostrando según el arbitrario orden de las escuelas nacionales y siguiendo otro dictado por una mirada perspicaz, se conseguiría lo que la Gaceta de Madrid esperaba del nuevo museo en la víspera de su inauguración: que suministrara “a los aficionados ocasión del más honesto placer”.

Yo no sé si honesto o no, pero creo que nadie puede discutir que la organización nacional de las colecciones, que haría las delicias de Taine, tenía su lógica cuando al amparo de los ideales de la Ilustración los museos debían ofrecer al vulgo un ordenado y en ocasiones avieso discurso que lo instruyese, pero ahora ¿a quién puede interesar la secuencia vagamente geográfica o, peor aún, cronológica de unas cuantas maravillosas pinturas más que a unos pocos incondicionales de la erudición histórica que, como decía Valéry, “aclara justo aquello que no es lo más delicado, y ahonda en lo trivial”? Estos últimos me parecen a mí muy próximos a aquellas autoridades desconsideradas que ordenaron abrir el Prado desde aquel día de noviembre durante ocho días consecutivos y después todos los miércoles exceptuando los lluviosos, y me lo parecen porque, como nos ha desvelado Ángel González ―que es quien me enseñó a ver el Prado―, esos días son los mejores para visitar los museos. Él se ha extendido admirablemente bien y no diré más ni mucho menos mejor al respecto, pero no me sorprendería nada que el visitante que sigue con afán el recorrido fastidioso que se le brinda en casi todos los museos del mundo, e igualmente en el Prado, acabara sintiendo esa soledad de la que habla Thomas Bernhard en su también desoladora novela Maestros antiguos. Por ello prefiero pensar que si el Prado mantiene todavía esa antigua ordenación es por no destacarse para mal entre los museos de pintura antigua o acaso porque se deja llevar por una cómoda inercia histórica. Me consta, de hecho, que el Prado tiene conservadores cualificados para llevar a cabo esa nueva y muy placentera ordenación, la que exhiba el retrato de Endymion Porter de Van Dyck junto al duque de Pastrana de Carreño, el Lavatorio de Tintoretto al lado de Las meninas de Velázquez, una fiesta de Watteu cercana a una kermesse de Rubens o una galería completa de esos “desvíos de la naturaleza”, como se los conocía en el Siglo de Oro, que eran los bufones de palacio, desde el que pintó Van der Hamen a la monstrua del propio Carreño. A lo mejor alguno caería en la cuenta de que los enanos de Velázquez no se diferencian mucho, más bien nada, de sus inmediatos contemporáneos…

Pero me temo que este estupendo y deseoso plan no va a ser secundado por nadie, así que fue una suerte que hace algo más de un par de años se publicara, por fin, la que es la primera guía oficial del Prado, de modo que desde entonces uno ha podido llevarse a casa lo mejor de la colección y quién sabe si ensayar en su sofá preferido, triscando entre ficticias escuelas y de pintor en pintor, el recorrido que podrá hacer cualquier otro día por las salas del museo. Con un poco de fortuna, el lector descubrirá las afinidades electivas que hay entre los narcisos que mi amigo Antonio González ve entre las hierbas de la Bacanal de los Andrios de Tiziano y los que tal vez hayamos visto un poco antes o veremos después en el Botánico o entre la fría nieve del invierno de Brueghel y el cubito de hielo que yo he alcanzado alguna vez a mi pequeña sobrina para que vaya enterándose de qué va la pintura.

Porque “reconoced, amigos míos, lo que son los cuadros: un emerger en otro lugar”, como dejó dicho Franz Marc en el más bello y no por casualidad más rebosante de agua de sus aforismos, y en ningún lugar se revela esto de forma más meridiana que en el Museo del Prado, pues brotó en el fértil Prado de San Jerónimo y acabó por convertirse en prado él mismo. Mirad si no las florecillas que tapizan parte de la Anunciación de Fra Angelico o la hiedra que trepa en la deliciosa Virgen con el Niño y san Juanito de Correggio; entonces y sólo entonces, al tomar conciencia de esa maravillosa continuidad a la que me refería al comienzo, nuestro vagar atribulado hallará un poco de sentido y por ello tal vez, pese a todo, el Prado será siempre un buen lugar al que dirigir nuestro camino.

7 comentarios:

  1. http://www.elpais.com/articulo/cultura/Cabreo/museo/elpepicul/20110511elpepicul_5/Tes

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  2. Jajaja...muy bueno el articulito de El País, especialmente lo de vestir "prendas oficiales" (habrá que intentarlo la próxima vez). Recuerdo con horror el revuelo que causó Renoir en el Prado...TREMENDO!!!! Si conseguías acercarte a un metro, podías considerarte afortunado. Claro que el diseño expositivo no ayudaba...

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  3. Lo siento, por primera vez desde hace tiempo me han entrado ganas de coger CON GANAS la guía oficial del Prado, esa que me costó un ojo de la cara, y por otro lado he jugado a ser por una noche guardia de seguridad de un almacén de pinturas, y poder hacer mi camino sin las flechas que me marcan en el suelo. Gracias hermano. Un beso público.

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  4. Que interesante lo que comentas. Estoy totalmente de acuerdo en que entre el arte y el espectador debería darse una relación mucho más espontánea y natural...pero por desgracia ahí están las instituciones (museos, críticos, historiadores...) para distanciarnos de lo que es parte de nosotros mismos. A veces me preocupa acabar la carrera y convertirme en parte de esas instituciones, pero aún hay mucho por hacer y me mueve la ilusión (ingenua tal vez) de que las cosas se pueden llegar a cambiar.

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  5. Tal vez la ilusión sea ingenua, pero, ¿qué nos queda sin ella? Estoy de acuerdo con vuestras opiniones pero discrepo en un punto: creo que el arte es algo que debe estar abierto a todo el mundo. Lanzo una pregunta: si prescindimos del sistema de ordenación museológica que prima hoy en día en los museos, ¿no corremos el riesgo de convertir el arte en algo elitista?Creo que debemos partir de la base de que no todo el mundo tiene los mismos conocimientos artísticos y el arte debe ser asequible para todos...la ordenación actual de la mayor parte de las colecciones responde a una intencionalidad didáctica que puede resultar más cómoda a la hora de acercar el arte a la gente...Lo que no quiere decir que no me atraiga la idea de contemplar un Rubens junto a unn Tiziano. Y sí, tienes razón, Observador: las cosas se pueden cambiar. Esperemos conseguirlo algún día.

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  6. El otro día, antes de carecer de una mano, escribi aquí un comentario que decía: "por una vez hermano, me han entrado ganas de coger CON GANAS la guía oficial del Prado, he jugado a ser por una noche guarda jurado y he recorrido mi propio camino" o algo así decía no lo sé!!!
    No sé porque narices por no decir cojones no se ha publicado mi parecer. Un beso bro´.

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  7. Sí se publicó! Yo lo leí, y contesté, y además había otro de otra persona de la carrera de Historia del Arte muy interesante....pero horas después, el blog se fue a la porra y se borraron varios comentarios...tampoco me acuerdo exactamente de lo que dije, pero era algo así: creo que debemos tener en cuenta que no todos tenemos los mismos conocimientos, y que la colocación de los cuadros que proponéis está genial para una persona que haya estudiado Historia del Arte o tenga una determinada cultura, pero la organización actual de las colecciones del Prado responde a unos fines didácticos que se adecúan a un perfl sociocultural más general...lo que es indudable es que hay que acercar el arte a la gente, porque el arte es algo de todos. Por ello, quizá no deberíamos privar a la gente de llevarse una idea general de la obra de Velázquez simplemente porque nos "haga ilusión" contemplar determinados cuadros juntos....y que conste, hermanos José y A. Riello, que me encantaría disfrutar del Prado tal y como lo proponéis. Una cosa no quita la otra. Y ya de paso, José, podíamos traer el Autorretrato en espejo convexo de Parmigianino (Antonio estaba hoy emocionadísimo en clase porque por fin ha podido verlo, y ha vuelto a citar tu artículo mientras nos ponía a Beethoven y a Mahler "para que sintiésemos las cualidades táctiles de su mano" . Qué grande Antonio.;)

    Un besote a los dos.

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