El
pasado 27 de septiembre se inauguró en las Scuderie del Quirinale de Roma la
exposición Vermeer, el siglo de oro del
arte holandés, que permanecerá abierta hasta el 20 de enero de 2013. La
muestra es análoga a la que se celebró en el Museo del Prado en 2003 y no solo
por el elenco de obras congregadas, sino también porque en Italia, como en
España, no se conserva ninguna obra del pintor holandés. Por ello la exposición
es un acontecimiento extraordinario, pues se ha conseguido reunir hasta 8 pinturas
de Vermeer consideradas hoy casi unánimemente autógrafas a las que se suman más
de cincuenta obras de contemporáneos del pintor para intentar reconstruir el ambiente
artístico en que creó sus obras.
Desde
que en 1579 se firmara la Unión de Utrecht, las Provincias Unidas de los Países
Bajos vivieron una peculiar situación determinada, sobre todo, por la lucha
política y militar contra la hegemonía hispánica y por un desarrollo económico sostenido
entre 1618 y 1672 y basado en un mercantilismo a la par marítimo y agrario que
a su vez se beneficiaba de una excelente red de comunicaciones y de las
relaciones con las colonias de ultramar, tanto las de Oriente como las de
Occidente. Todo ello permitió que las ciudades neerlandesas crecieran a marchas
forzadas y que la nueva burguesía se erigiera en el imprescindible motor
social. A ello hay que unir un factor cultural más, y es que en las Provincias
Unidas se gozaba, en comparación con otros países europeos, de un cierto grado
de libertad religiosa, si bien dominada por un calvinismo que marcó el modo en
que los pintores y sus clientes comprendieron la pintura: si, como había
propuesto Calvino, la obra de Dios se manifiesta en el mundo, todo había de ser
exaltado y representado como obra de Dios e interpretado en una clave alegórica
que, sin embargo, debía mantenerse apegada a la vida cotidiana.
De
hecho, una de las características más interesantes del arte holandés de la
época es que en él apenas hay menciones a los sucesos contemporáneos,
probablemente porque tampoco existió una corte en el más estricto sentido del
término que promoviera un arte propagandístico unido al poder político. Por
decirlo de algún modo, fue la burguesía la que constituyó la principal
clientela de los pintores, y no en vano sus miembros acabaron por convertirse
en protagonistas de muchas de sus pinturas, ambientadas sobre todo en esos
interiores domésticos que progresivamente se convirtieron en el lugar en que se
manifestaban los valores de la floreciente clase social y, en particular, de una
intimidad que sería incomprensible sin contar con el carácter privado que los
protestantes concedieron siempre a la experiencia religiosa. Esta circunstancia
es la que explica que los asuntos religiosos, mitológicos e históricos se
representaran en interiores domésticos que, eso sí, en la representación se
cargaban de mensajes simbólicos o moralizantes. Según avanzó el siglo se
produjo una paulatina secularización de los temas representados en las
pinturas, que acabaron convirtiéndose en pinturas modernas en el sentido
etimológico del término, es decir, en pinturas realizadas al modo de entonces y
con temas propios de la vida diaria.
Delft,
la ciudad en que Johannes Vermeer (1632-1675) nació y trabajó, contaba con unas
22.000 almas dedicadas a una muy próspera actividad comercial relacionada con
los tejidos, la cerámica y la cerveza que animó a su vez el mercado de arte. En
ese sentido, los pintores tuvieron la necesidad de crear un estilo reconocible
que diferenciara sus obras de las de sus contemporáneos para poder competir en
esa pujante y competitiva situación. ¿Qué fue lo que distinguió a la pintura de
Vermeer de las de sus colegas?
Es muy
poco lo que sabemos sobre su trayectoria y apenas se le atribuyen hoy unas 35 o
37 pinturas de entre las 40 a 60 que debió de pintar a lo largo de su vida. Las
cifras no son banales puesto que manifiestan, junto con las propias
características de sus pinturas, la meticulosidad con que Vermeer afrontaba sus
obras, obras que fueron muy bien valoradas ya en su época. Teniendo en cuenta
que no debió de salir de su ciudad natal con asiduidad y, en todo caso, a las
localidades vecinas, el contexto artístico de la ciudad de Delft sería el
principal acicate creativo de su carrera.
Los
especialistas han diferenciado varias etapas en su trayectoria. En la primera,
entre 1653 y 1656, Vermeer llevó a cabo cuadros de asunto mitológico o
religioso inspirados en las pinturas de los llamados caravaggistas de Utrecht. Son
obras que manifiestan la influencia que tuvo sobre él la pintura italiana
inmediatamente anterior y que pudo conocer a través de otros pintores como Leonaert
Bramer o Carel Fabritius; gracias a la actividad de su padre como marchante;
por sus tratos con los pintores de Utrecht; por su suegra, Maria Thins, que era
coleccionista de arte y la más que probable responsable de la conversión de
Vermeer al catolicismo inmediatamente antes de casarse con su hija en 1653; o
por los viajes del propio pintor de los que, no obstante, no hay constancia
documental. Tres son las obras conocidas de esa época: Cristo en casa de Marta y María, Diana en el baño y Santa
Práxedes, que se expone en Roma con el cuadro del mismo asunto de Felice
Ficherelli en que se basó Vermeer.
Un
aspecto esencial de la obra del holandés y que aún no ha sido resuelto
satisfactoriamente es el cambio temático y estilístico que se produjo en su
obra a partir de 1657, cuando comenzó a dedicarse a la pintura de interiores
domésticos. Es una etapa que comienza con la célebre Lechera del Rijksmuseum de Ámsterdam. En ocasiones, este giro
radical se ha explicado como un requerimiento de su clientela y, en particular,
del coleccionista Pieter Claesz van Ruijven, que llegó a poseer más de una
veintena de vermeers, aunque el razonamiento no satisface a todos los estudiosos.
Lo que sí está claro es que, con la nueva temática y el nuevo estilo, Vermeer
establecía un fructífero diálogo con pintores contemporáneos de la talla del
fascinante Pieter de Hooch, Jan Steen, Gerard ter Borch, Nicolas Maes o Frans
van Mieris, de quienes se muestran algunas obras en la exposición de Roma.
Con
respecto a las pinturas de esos contemporáneos, Vermeer llevó a cabo una
profunda transformación de las convenciones a las que aquéllos habían recurrido
para representar las vistas de la ciudad de Delft y los interiores domésticos,
a la vez que promovía una innovación muy personal de la técnica pictórica.
Respecto a las primeras, son célebres su Vista
de Delft y La callejuela, que se
expone en Roma. Por su parte, los interiores de Vermeer contienen casi siempre
los mismos objetos, comparten un espacio semejante y parecidas composiciones, están
habitados por uno o pocos personajes más, presentan un formato vertical y
tienen, por lo general, un tamaño reducido, tal y como demuestran Dama con dos caballeros, La laudista, Dama sentada al virginal o Dama
al virginal, que se muestran en la exposición. Como no podría ser de otro
modo, la protagonista de las pinturas suele ser una mujer, entre otras
cuestiones porque el espacio doméstico era su lugar por antonomasia según los
valores dominantes de la época.
En la
trayectoria de Vermeer, el espacio será progresivamente más relevante, junto
con la luz y el color, en unas obras que se pueden atribuir a un estilo, el
suyo, muy reconocible, aunque extraordinariamente difícil de describir. De
hecho, el estilo de Vermeer se escapa a cualquier intento cabal de descripción.
Desde mi punto de vista, y más allá de las explicaciones simbólicas y
complicadas que se les ha intentado dar, las obras de Vermeer suponen fundamentalmente
un desafío artístico y, de hecho, es muy relevante una circunstancia que ha
sido pasada por alto en numerosas ocasiones: tras visitar a Vermeer, un
contemporáneo denominó sus pinturas sencillamente como “perspectivas”, es decir
como meros retos estrictamente pictóricos. Las referencias simbólicas solo me
parecen evidentes en dos obras: La
alegoría de la Pintura, que es toda una declaración de la conciencia
artística del propio Vermeer; y La
alegoría de la Fe, que se expone en Roma. En esta última es probable que el
pintor se atuviera a los deseos del comitente desconocido de la obra, pues en
ella proliferan los objetos con un tradicional y subrayado contenido alegórico:
el globo terráqueo, la serpiente, el crucifijo, una mesa a modo de altar, el
cuadro con la Crucifixión al fondo, el cáliz, etc.
Como
decía antes, es palmaria la progresiva esencialización de los asuntos
representados en la pintura de Vermeer, que llevó a cabo una suerte de
despojamiento de sus composiciones y por ello son muy pocos los elementos que
pueden sustentar las lecturas simbólicas de sus cuadros, cuyo potencial reside
en otra circunstancia. En palabras de Arthur Wheelock, “lo que diferencia a
Vermeer de los otros, y lo convierte en único, es la capacidad de otorgar una
cualidad atemporal a las escenas de la vida cotidiana”.
Más allá
de que sus pinturas de interiores hagan referencia a la esfera privada (en
particular de la mujer), a la vida doméstica e incluso al amor (en relación casi
siempre con la música), en las obras de Vermeer en realidad no se narra nada o,
dicho más lapidariamente, no pasa nada. En todo caso, destaca en ellas la
concentración psicológica de sus protagonistas y que todos hemos experimentado
alguna vez: ese provechoso y feliz momento en que todo queda suspendido a
nuestro alrededor y que permite que nos sumerjamos en un estado de
ensimismamiento fructífero. En realidad, lo prodigioso es que fuera capaz de
representar con tanta verosimilitud esas escenas de interior con tal
instantaneidad y a través de un artificio portentoso: su técnica pictórica.
Mucho se
ha discutido a propósito de si empleó la cámara oscura para realizar sus obras.
Lo relevante es que ese instrumento fue solo una herramienta más para elaborar
sus pinturas, que después modificaba según los requerimientos de la pura
pintura y a través de una pincelada que me atrevería a llamar evanescente. Esa
pincelada contribuye a establecer la tensión constitutiva de sus pinturas: por
un lado, las escenas parecen suspendidas en un instante concreto y detenido por
siempre; por otro, en ellas se manifiesta su perpetua transformación a través
de la pincelada. Además, se establece una divergencia no resuelta entre el momento
representado y la historia más amplia en el que ese instante se inscribe y
sobre la que, sin embargo, Vermeer apenas da información, y tampoco lo hace sobre
las emociones de los personajes representados, muy lejanas, por cierto, de esa
melancolía que algunos especialistas han atisbado en sus cuadros acaso
sugestionados por la muerte de Bergotte en la gran novela de Marcel Proust. A
ello se une la preocupación por el paso del tiempo propia de la época que
convenimos en llamar Barroco y la capacidad o la incapacidad de la pintura para
atrapar la vida y frenar el flujo imparable del tiempo. Creo que esto es lo que
explica, solo en parte, el protagonismo de la luz en los cuadros de Vermeer,
porque al fin y al cabo la luz y sus cambios son la única manifestación natural
y sensible del paso del tiempo. Así se revela en los mejores cuadros de
Vermeer. Tengo para mí que lo que en realidad anuncian las cartas que leen las
mujeres de sus pinturas es su prodigioso acontecer.
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