“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Grullas

Supongo que el ajetreo de las últimas semanas me ha dejado más receptivo que de costumbre al maravilloso caos que durante estos días se despliega a nuestro alrededor y al que de muy mala manera podemos dar una explicación, o sea, un orden. El otoño es, sin duda, la mejor estación del año; no es la consecuencia ineludible del verano, su puro agostamiento, sino justamente lo contrario: la última y definitiva eclosión, el canto de cisne de una naturaleza presta a retirarse a dormir. Si uno tiene la suerte de poder mirar ahora por la ventana directamente al cielo, y no se me ocurre cielo más bello que el de estas tardes en Madrid, se dará cuenta de que la luz es mucho más intensa que en cualquier otro momento del año y no, evidentemente, por su fuerza, abrasadora en julio o en agosto, sino por la cantidad de matices que desvela en aquello que toca y, en especial, en todas esas hojas de los plátanos o las acacias que hace un rato que comenzaron a cambiar de color para, poco después, tapizar el asfalto gris de costumbre con sus infinitas texturas, crujientes unas veces o sedosas otras, y sus infinitas gamas de ocres y amarillos.

También eran amarillas, intensísimamente amarillas, las últimas hojas de los chopos que hace unos días salían al paso, a un lado y otro de la carretera, camino del humedal de Gallocanta. Solo quedaban unas pocas en las copas de los árboles resistiendo aún las acometidas cada vez más violentas del viento, pero las suficientes como para delatar que, apenas unos días atrás, esos mismos chopos, con su peculiar forma lanceolada, me habrían parecido gigantescas llamaradas de un incendio formidable y ahora, solo, con su tronco largo y delgado y sus dilatadas ramas desnudas coronadas por los últimos vestigios de aquel incendio imaginado, los pinceles humildes de un pintor descuidado.

El contraste de las lindes de la carretera con el entorno estepario que rodea la laguna de Gallocanta no puede ser mayor. Apenas hay árboles en aquella enorme extensión de tierras de cultivo, llana, inabarcable, espartana. La distancia que los separa evidencia aún más una soledad que hubiera sido más comprensible, acaso, si hubieran estado realmente solos, insólitos en aquel paraje sobrio. Como para aliviar su dureza, en el centro se despliega la laguna como una enorme bandeja de azogue. O la escasa profundidad de las aguas, que en las épocas de mayor frecuencia de lluvias apenas alcanza los 2,5 m, o su destacada salinidad, entre 16 y 600 gramos por litro dependiendo de la temporada del año, provocan un destello rutilante, continuo y casi cegador en su superficie.

Las características de la laguna la convierten en la estación de paso y descanso preferida por las grullas que todos los otoños emprenden el largo viaje desde las tierras frías del norte de Europa a las zonas más cálidas del continente africano. Durante el día, las grullas reposan en los campos de cultivo de alrededor y aprovechan para echarse algo al coleto, y es a la caída del sol cuando comienza el espectáculo inefable. Acuden a la laguna en bandadas de cientos de ejemplares para, después de pasar un último rato del día en sus orillas, trasladarse definitivamente al centro de la laguna para ponerse así a salvo del ataque de los depredadores que menudean por la zona, zorros y jinetas sobre todo. Antes de atisbar en la lejanía su vuelo elegante y desgarbado a la par y esas negras manchas deshilachadas que forman al recortarse en el cielo, se escuchan sus distintivos graznidos que debieron de inspirar onomatopéyica y metafóricamente su nombre en latín (Grus grus) y que se van convirtiendo, poco a poco, en ruidosas oleadas que avanzan hacia la laguna.


El 12 de noviembre comenzaron a llegar a las 18.10h. Hasta entonces el mundo se había mantenido en una calma incómoda solo interrumpida por el viento frío, el gorjeo de algún chorlitejo despistado o de alguna lavandera al cuidado de sus polluelos. Había sido un día luminoso y el atardecer, en aquella llanura inconmensurable, duró por fortuna algo más de la cuenta. El estruendo atronador duró al menos hasta las 22h.

De vuelta al albergue entendí perfectamente por qué las mejores pinturas, desde las que adornaban el triclinio de Livia a los frescos de Rafael y sus colegas en las logias del Vaticano, desde las cenefas del mantel de la Cena de Leonardo a los cuadros de Matisse y de Picasso, están siempre llenas de aves. 

Aves por doquier. Mensajeras del arte.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Barbaridades

Hace unos días oí confesar a una colega que ojalá tuviera más tiempo para asistir a ciclos de conferencias, simposios, congresos u otras reuniones del género para poder cultivarse y escapar así del embrutecimiento al que se ve sometida, a diario, cada vez que escucha las barbaridades que espetan sus alumnos. Enseguida me pregunté cuál es la responsabilidad de los profesores de la ignorancia de sus alumnos y resolví que, si no toda, sí mucha. De hecho, acabé pensando que una de las raíces de ese desconocimiento de nuestros alumnos está en considerarlos, a priori, unos bestias, y que no es tanto desconocimiento cuanto desinterés porque somos incapaces, en general, de estimular las ganas de aprender que tienen. Seguro.