Durante el año que acabamos de dejar atrás se celebró (o celebraron algunos, mejor dicho) el quinto centenario del nacimiento de Giorgio Vasari, protagonista relevante del arte florentino de la segunda mitad del siglo XVI pero esencial en el ámbito estricto de la historiografía artística, disciplina en la que ocupa una lugar primordial por haber marcado indefectiblemente la manera de narrar la Historia del Arte al menos en sus inicios, si es que los tiene. Por cierto, y sea ya dicho desde el comienzo, he dicho la manera de narrar y no las maneras, pues justamente fue él quien estableció una forma precisa y ésa se mantuvo vigente durante los siguientes dos siglos y aún más allá.
Varias han sido las iniciativas que han conmemorado el nacimiento de Vasari, que vio la luz en Arezzo el 30 de julio de 1511 y murió en Florencia el 27 de junio de 1574. La más relevante, sin duda, fue la de la Galería Comunal de Arte Contemporáneo de Arezzo que, con el título Giorgio Vasari 1511-2011. Dibujante y pintor, establecía un recorrido cronológico y estilístico por la obra gráfica y pictórica del aretino mediante algunas de sus obras más conocidas y otras que no lo eran tanto. A ella se sumaba la exposición que se organizó en la Galería de los Uffizi, Vasari, los Uffizi y el Duque, y que exploraba y analizaba la carrera del artista, sus relaciones con Cosme I de Médicis (primero duque y, a partir de 1569, gran duque de Toscana), los personajes más destacados de la corte ducal, las instituciones florentinas, las intervenciones urbanísticas que modificaron el aspecto de Florencia bajo auspicios del duque y de Vasari y, en particular, la historia de la construcción de los Uffizi, que fueron construidos en principio para albergar los “oficios” (y de ahí su nombre) dependientes del gobierno ducal y que no se convirtieron en galería de arte hasta 1581, ya en tiempos de Francisco I, hijo de Cosme. Un evento destacadísimo y contemporáneo fue la apertura al público, por primera vez en la historia, de la Casa Vasari en Florencia, de manera que ya se pueden ver los frescos con que el artista decoró su casa y, además, hubo ocasión de disfrutar una exposición de arte contemporáneo con obras de, por ejemplo, Bill Viola. A la par, el Istituto Italiano di Cultura de Tokio organizó otra sobre la construcción de los Uffizi; en el palacio arzobispal de Arezzo se abrió la muestra Giorgio Vasari. Lo sagrado es bello con pinturas del artista de asunto religioso acompañadas por obras procedentes del Museo Diocesano de la ciudad; y, también en Arezzo, en la basílica de San Francisco, intentaba explicarse la evolución de las artes en Toscana tal y como la entendió Vasari, desde los precursores del renacimiento de las artes hasta Miguel Ángel. El Museo del Louvre, por su parte, ha organizado una pequeña exposición con los dibujos vasarianos que conserva y que podrá disfrutarse hasta comienzos de febrero de este año. Por último, en nuestro país la repercusión ha sido escasa, y que yo conozca solo ha destacado el congreso que se celebró en Barcelona durante finales del mes de octubre y que convocó a un grupo nutrido de especialistas para debatir sobre la que fue la magna contribución de Vasari, casi insuperable, a la Historia del Arte: el libro donde acopió numerosas “vidas” de artistas italianos y al que su memoria está indeleblemente unida, mucho más que a sus pinturas o a sus edificios.
No sabemos con seguridad las razones que llevaron a Vasari a escribir su monumental obra, aunque sin duda hay que contar entre ellas su afición y su profesión a las artes, su relación estrecha con numerosísimos artistas y comitentes contemporáneos, su extraordinaria erudición y su afición a la literatura y, por tanto, a la escritura. El caso es que, al parecer y según confiesa él mismo, recopilaba ciertos datos y numerosas curiosidades sobre artistas italianos para pasar el rato desde, al menos, 1540. Esas noticias, ordenadas después y antecedidas por una introducción enjundiosa sobre la arquitectura, la escultura y la pintura, fueron publicadas en Florencia en 1550 por el editor Lorenzo Torrentino con el título Vidas de los más célebres arquitectos, pintores y escultores italianos. Más tarde, en 1568 y debido al éxito que la primera edición del libro cosechó en territorio italiano e incluso en otros países europeos, Vasari publicó una segunda edición ampliada, también en Florencia pero en esa ocasión editada por los Giunti, con un cambio significativo en el título, que pasaba a ser Vidas de los más célebres pintores, escultores y arquitectos italianos. Es el propio Vasari quien narra, en la autobiografía que incluye al final de esta segunda edición, las circunstancias que condicionaron el nacimiento de su famoso compendio de “vidas” de artistas durante una de las veladas que el cardenal Alessandro Farnesio celebró en su residencia de Roma allá por el año 1546. Cuenta que fue animado por el humanista Paolo Giovio para escribir un “tratado en el que se razonara de los hombres ilustres en el arte del dibujo que han existido desde Cimabue hasta nuestros tiempos”, o sea desde mediados del siglo XIII a mediados del XVI. De esa manera, Vasari se relacionaba con un prestigioso círculo de eruditos y con uno de los historiadores más importantes del momento, Giovio, que ese mismo año publicaba la primera parte de ese monumento historiográfico que son los Elogios de hombres ilustres y que instauró definitivamente el género biográfico como modo más adecuado para abordar y escribir la Historia según un modelo que influyó decisivamente en el proyecto de Vasari. Así las cosas, los estudiosos han expresado sus dudas sobre la veracidad de esta anécdota pero, sea cierta o no y ocurriera tal y como cuenta él o de otro modo, Vasari se puso manos a la obra y terminó por refundar y vigorizar la Historia del Arte con la publicación de su libro en 1550. Cuestión del todo diversa y muy compleja sería concretar qué sea eso de la Historia del Arte, si tuvo un comienzo, si se ha agotado definitivamente en las últimas décadas tal y como predijeron algunos en la década de los ochenta del pasado siglo o si, como quiere George Didi-Huberman, su estado natural parece ser el de estar perpetuamente justificando su supervivencia y, por tanto, su continua y rítmica vuelta al comienzo… Como el arte mismo.
Las diferencias entre una y otra edición de la obra de Vasari son considerables, pues mientras que en la torrentina se limitó a escribir sobre artistas muertos salvo en el caso excepcional de Miguel Ángel, en la giuntina añadió algunas “vidas” de artistas que aún estaban vivos e incluso, como decía antes, la suya propia cerrando la recopilación. La inclusión de nuevas “vidas” y la voluntad de Vasari de mejorar su estilo se unieron a la privilegiada situación de la que gozaba en 1568 ya como escritor famoso y reconocido y dieron al traste con la naturalidad y la unidad interna de la edición de 1550. En todo caso, tanto en una como en otra aunque más en la torrentina, Vasari deja traslucir su concepción de la historia como magistra vitae (maestra de la vida) o lux veritatis (luz de la verdad). Al fin y al cabo, él pretendía desentrañar los motivos que impelen y estimulan al artista en su vida creativa, y para ello otorgó el mismo valor a la tradición anecdótica que a la documental, una característica de su obra literaria que no siempre ha sido bien entendida por la historiografía posterior.
Más allá del alcance de las anécdotas en sus relatos, y desarrollando una concepción teleológica y orgánica de la Historia que la entiende como un proceso evolutivo con un objetivo final, Vasari dividió la Historia del Arte en tres edades o età que, en general, coinciden con las épocas del Trecento, Quattrocento y Cinquecento, y con tres estilos o maniere bien diferenciados que se suceden en el tiempo cada vez más perfectos en su perpetua búsqueda del dominio espacial (y en este punto la perspectiva era considerada como una herramienta esencial) y en la representación del natural a través de ese instrumento poderoso que es el disegno. En ese sentido, Vasari se muestra en su libro como un espectador privilegiado y como un cronista del renacer artístico italiano desde sus primeras luces, Cimabue y Giotto, convirtiéndose en heredero directo de, entre otros precursores, toda una tradición que enlaza a Dante, Petrarca, Lorenzo Ghiberti y Leon Battista Alberti. Sin embargo, y a diferencia de ellos, con la publicación de su obra Vasari sancionaba de una vez por todas ese renacimiento artístico que culminaba con la figura meteórica, y “divina”, de Miguel Ángel que, al menos en la primera edición de 1550, se erigía en culminación de esa peculiar Historia del Arte que había comenzado en el siglo XIII, que había superado la confusión y la oscuridad propias de lo que entonces se conocía como la Edad Media y que no solo emulaba el arte de los antiguos, sino que lo superaba, como bien había demostrado Miguel Ángel a lo largo de su carrera.
Una de las cuestiones más interesantes que plantea Vasari en su libro, tal vez sobre todo por la repercusión que tendría inmediatamente después, es que en ese recorrido histórico él concedía una importancia fundamental a los artistas florentinos, lo que provocó una decidida reacción antivasariana que tuvo sus más fervientes ejemplos en los tratados de, entre otros, Karel van Mander (1604), que defendió el protagonismo de los artistas del norte de Europa; Carlo Ridolfi (1648), que hizo lo propio con los venecianos; o el conde Carlo Cesare Malvasia (1678), que bregó por justificar la trascendencia de la tradición boloñesa. En España podría considerarse que la respuesta la dio Antonio Palomino (1724) quien, aunque no desafiaba las teorías vasarianas pues ya no era necesario, sí que vindicó la notabilidad de los pintores españoles en una historia de la pintura que para él, como para algunos inmediatos antecedentes y para ciertos contemporáneos, remataba en Velázquez y, particularmente, en Las meninas.
Como decía al comienzo, ese modo de narrar la Historia del Arte recurriendo al relato literario de las “vidas” de los artistas más destacados fue constituido definitivamente con la publicación de las Vidas de Vasari, y así siguió escribiéndose la Historia del Arte (entre otras razones, por la renuencia que las tesis de Vasari suscitaron en otros intelectuales quienes, para rebatirlas, recurrieron al mismo método biográfico) hasta, al menos, finales del siglo XVIII. Fue entonces cuando las diversas aportaciones de Johann Joachim Winckelmann, y en particular la Historia del arte de la Antigüedad (1763), y las propuestas de Luigi Lanzi en su Historia pictórica de Italia (1789), señalaron los nuevos rumbos a seguir para narrar o intentar explicar satisfactoriamente esa Historia. Una Historia que, y no está de más señalarlo, nunca ha podido desprenderse de ese contenido anecdótico que le concedió Vasari y en el que radica, según creo, lo que tiene de más valioso y sugerente: su carácter legendario, su carácter literario.