“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 11 de marzo de 2014

War | Photography



[Publicado en Descubrir el Arte, Año XIV, n.º 175 (septiembre de 2013), pp. 79-85

Mis primeros recuerdos asociados a la “experiencia” de una guerra son probablemente los mismos que tiene buena parte de los que pertenecen a mi generación y adoptan la forma de unos fogonazos verdosos que atravesaban de extremo a extremo la pantalla del televisor una mañana de enero de 1991 mientras el locutor narraba los primeros escarceos de la primera guerra del Golfo; claro está que esos fogonazos eran los destellos de luz que dejaban los misiles estadounidenses en las cámaras de visión nocturna. Recuerdo también mi fascinación por la silueta geométrica del F-117 Nighthawk, el avión invisible a los radares diseñado por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Recuerdo también ahora que pensé con candidez que mi abuelo, quien entonces acababa de fallecer, al menos no tendría que ver las masacres que se cometerían todos los días, cada día, hasta que acabara la contienda. Al menos, digo, porque murió repentina e inmediatamente después de las comidas y las cenas de aquellas navidades. Lo que no pude pensar entonces es que mi abuelo ya había vivido una guerra y de forma harto diferente, pues había sido uno de los muchos niños que, durante la guerra civil, fueron trasladados a Barcelona desde Madrid. ¿Habría recordado algo de aquella huída obligada al ver las imágenes de los niños iraquíes o kuwaitíes en los campos de refugiados que aparecieron en la televisión y en los periódicos? Y, en caso de que sí, ¿cómo habría sido su nueva “experiencia mediatizada”?


Pocos días antes de que la primera guerra entre Estados Unidos y Sadam Hussein estallara, el filósofo francés Jean Baudrillard publicó en Liberation un artículo titulado “La Guerra del Golfo no tendrá lugar” que fue seguido por otros dos, uno sobre las cualidades específicas de aquel enfrentamiento y un tercero y último en que confirmaba su hipótesis de partida: para él, la guerra del Golfo no había tenido lugar. La que fue considerada “la madre de todas las batallas” enfrentaba a enemigos descompensados en lo que a fuerza militar se refería y además, como Baudrillard decía en el segundo de sus artículos, se trataba de una guerra “publicitaria, especulativa, virtual; de hecho esta guerra ya no responde a la fórmula de Clausewitz de la prolongación de la política por otros medios; resultaría más bien de la carencia de política prolongada por otros medios”. ¿Por qué era así? Seguía: “Todo lo que abunda en el sentido de la guerra, la escalada de fuerzas, el juego de la tensión, la concentración de armas, tal vez incluso la luz verde de la ONU, todo resulta ambiguo y, lejos de fortalecer la probabilidad de la confrontación, funciona como acumulación preventiva, como sustituto y diversión del paso a la guerra”.


En efecto, la guerra acabó siendo sustituida por su representación en la pantalla de los televisores que la retransmitían en directo aunque, en realidad, la supuesta objetividad de ese “tiempo real” subrayaba un aspecto crucial: la conversión de la guerra en un simulacro y, para más señas, en un simulacro espectacular que, radicalmente mediatizado, podía ser contemplado como un mero espectáculo por un espectador distanciado. Han sido muchos los conflictos bélicos que se han sucedido hasta entonces que no han hecho más que confirmar, al menos en parte y para una parte muy determinada del mundo (la nuestra), la diagnosis de Baudrillard, y sobre todo después de que la espectacularización de la guerra se multiplicara exponencialmente tras el 11S, cuando las cabeceras de informativos de aquel día de septiembre y de los siguientes se montaron y mostraron como si se tratara de tráileres cinematográficos.


Por fortuna, muchos de nosotros hemos tenido únicamente esta experiencia mediatizada de la guerra y no conocemos otra. Por ceñirnos ahora solo a España, las generaciones que siguieron a la guerra civil y particularmente aquellas que ni siquiera tuvieron que sufrir las consecuencias de la posguerra han conocido la guerra como nunca antes podría haberse imaginado gracias, justamente, a la proliferación de unas imágenes que se supone que la retratan tal y como es. Pero, en verdad, solo se supone pues ese conocimiento está mediatizado por definición. Como en algún lugar ha escrito Susan Sontag, “el conocimiento de la guerra entre gente que no ha experimentado la guerra es producto del impacto de esas imágenes”, luego el modo en que tales imágenes son retransmitidas o publicadas o expuestas o, en caso contrario, manipuladas o escamoteadas o definitivamente destruidas, debería ser objeto de una reflexión que escape de la anestesia que promueve la misma inflación obscena de esas imágenes en los medios de información.


En cierto modo, dos exposiciones que pueden verse en estos días también invitan a reflexionar sobre las relaciones entre la guerra y la fotografía. Photography and the American Civil War, que podrá verse en el Metropolitan Museum de Nueva York hasta el 2 de septiembre, muestra más de 200 fotografías sobre el conflicto con el ánimo de “examinar la evolución del papel desempeñado por la cámara [fotográfica] durante la más sangrienta guerra de la nación”, entre otras cosas porque “después de 150 años, [el conflicto] aún ocupa un lugar preponderante en la imaginación del público americano”. Por su parte, War/Photography: Images of Armed Conflict and Its Aftermath recoge unas 150 fotografías realizadas entre 1855 y nuestros días que han sido expuestas, por decirlo así, temáticamente, recorriendo las fases cronológicas de un conflicto bélico y aunando tanto el punto de vista militar como el civil; en ese sentido, se pasa de los preparativos para la guerra al reclutamiento, el embarque, las rutinas diarias, la guerra propiamente dicha, las atenciones médicas y las repercusiones bélicas, desde el ineludible encuentro con la muerte a los prisioneros, los refugiados, las torturas, las ejecuciones, la posguerra y las huellas que todo ello deja en el imaginario colectivo.


Hoy ya sabemos de la maleabilidad a la que las fotografías y otras formas de persuasión están sometidas y cómo a menudo son difundidas para manipular la opinión pública más que para mantenerla informada, de modo que lo que antes llamé medios de información son en realidad, como gustaba decir Agustín García Calvo, “medios de formación”. Es posible que las imágenes, y en particular las relacionadas con la guerra, no cambien, pero sí varía y de qué manera el modo en que pueden ser y son percibidas por el modo en que pueden ser y son mostradas. Por decirlo de alguna manera, lo que miramos generalmente no es lo que vemos, y eso ocurre con particular intensidad con las imágenes relacionadas con los conflictos bélicos. Sobre nosotros influyen poderosamente las convenciones políticas, religiosas y culturales en un sentido amplio, y por ello lo que vemos depende en buena parte de nuestras expectativas. ¿Cuáles podrían ser tales expectativas si, como decía antes, para la mayoría de nosotros la experiencia de la guerra es una experiencia mediática y mediatizada o si asumimos que, como decía el propio Baudrillard, “a la catástrofe de lo real preferimos el exilio de lo virtual, cuyo espejo universal es la televisión”? ¿Qué ocurre cuando esa virtualidad viene dada por las fotografías? Uno acaba por maliciarse que, en esas imágenes de la guerra, como en otras cualesquiera, no hay mensajes transparentes u objetivos y ni son “verdad” ni pueden serlo.


A toda esta complejidad tendríamos que añadir nuestras dificultades para poder definir qué sea una guerra toda vez que, junto a la progresiva disolución de los estados-nación, hasta hace un par de décadas las guerras enfrentaban a enemigos identificados e identificables, pero ahora los enemigos son ideas o conceptos menos definidos, más abstractos y, en ese sentido, más manejables, como el Mal o el Terror.


Aún cabe añadir un par de dificultades más: por un lado, la multiplicación ingobernable de imágenes que todos los días se publican en Internet hace que sea imposible decidir cuáles de ellas son las significativas y cuáles podrán quedar en la memoria colectiva; por otro, cabría preguntarse quién hace la foto y con qué fines. En War/Photography las hay realizadas por fotógrafos reconocidos internacionalmente, fotorreporteros, fotógrafos militares, amateurs y también artistas que de vez en cuando toman la cámara fotográfica, luego son muy diversas las motivaciones de aquellos que han realizado las fotografías de la exposición, a las que se añaden (o deberían añadirse) las motivaciones de aquellos quienes encargan los reportajes y que repercuten ineludiblemente en lo que llamaré el “control de la imagen”. ¿Qué suele ocurrir en casi todas ellas, y sobre todo cuando se muestran una detrás de otra en exposiciones como estas? Que tendemos a olvidar las circunstancias peculiares y particulares en que determinada imagen fue tomada y, lo que es peor, que tendemos a olvidar también las circunstancias peculiares y particulares de aquellos que, casi siempre de forma involuntaria, las protagonizan. Lo que me parece más relevante es que este podría ser el material que conformara no una determinada Historia de la Guerra pero sí su memoria o, mejor, la memoria de todas las guerras, porque al fin y al cabo son, en palabras de George Didi-Huberman, “imágenes pese a todo”.


Sin duda, la proliferación de imágenes atroces nos ha anestesiado hasta tal punto que uno podría considerarlas, en el contexto de una exposición, con una demasiado poco humana distancia estética que no considerara, que no podría considerar, el dolor de los otros. En el mejor de los casos, las imágenes deberían ser instrumentos para llegar a comprender ese dolor y, sobre todo, para ponerle remedio. Sin embargo, y desde este punto de vista, no podría preocupar más del estado de las cosas que Freedom Graffiti, el fotomontaje con que el artista sirio Tamman Azzamen consiguió acoplar una reproducción de El beso de Gustav Klimt a las paredes de un edificio derruido por las bombas durante el conflicto actual, tuviera más repercusión mediática que cualquiera de las fotografías que aparecen en los periódicos todos los días mostrando descarnadamente a los muertos, a los montones de muertos.


Dicho esto, lo que más me sorprende de War/Photography es que, desde el Museum of Fine Arts de Houston, la exposición itinerará por Los Ángeles, Washington y Nueva York, tres de las ciudades más importantes de unos Estados Unidos que, como no se ha cansado de reiterar Josep Fontana, fundamentan su hegemonía económica en su hegemonía militar. Quizá sea aquí donde radique que, pese a su extraordinaria exhaustividad y a la trascendencia que tiene todo el material expuesto, los comisarios no hayan podido soslayar la proyección de una determinada imagen de la guerra. Por ejemplo, en el catálogo de la exposición solo hay un par de referencias al mayor alegato que se hizo nunca contra la guerra y que, para ello, empleaba fotografías que mostraban los estragos que dejaba en los cuerpos de los soldados, el libro Krieg dem Kriege (La guerra contra la guerra; 1922) de Ernst Friedrich. Además, no hay ni un testimonio de las escandalosas vejaciones que algunos soldados estadounidenses perpetraron en Abu Ghraib en 2006. En definitiva, lo que quiero decir es que en un asunto como este es tan importante lo que se muestra como lo que se escamotea; o lo que es lo mismo: frente al ahorcamiento de Sadam o el linchamiento de Gaddafi, la ocultación del supuesto fin de un Bin Laden cuyos supuestos vecinos en Abbottabad, el lugar en que habría sido abatido, siguen dudando de que en realidad fuera su vecino.


De hecho, de todas las reflexiones que Baudrillard hizo sobre la primera guerra del Golfo ninguna me parece tan escalofriante como que para él aquélla fuera a ser una guerra interminable “puesto que jamás se habrá iniciado”. ¿No sería ahora demasiado fácil decir que la guerra actual contra el Terror comenzó un día de septiembre de 2001?