“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

jueves, 24 de enero de 2013

Instantes de luz



El pasado 27 de septiembre se inauguró en las Scuderie del Quirinale de Roma la exposición Vermeer, el siglo de oro del arte holandés, que permanecerá abierta hasta el 20 de enero de 2013. La muestra es análoga a la que se celebró en el Museo del Prado en 2003 y no solo por el elenco de obras congregadas, sino también porque en Italia, como en España, no se conserva ninguna obra del pintor holandés. Por ello la exposición es un acontecimiento extraordinario, pues se ha conseguido reunir hasta 8 pinturas de Vermeer consideradas hoy casi unánimemente autógrafas a las que se suman más de cincuenta obras de contemporáneos del pintor para intentar reconstruir el ambiente artístico en que creó sus obras.


Desde que en 1579 se firmara la Unión de Utrecht, las Provincias Unidas de los Países Bajos vivieron una peculiar situación determinada, sobre todo, por la lucha política y militar contra la hegemonía hispánica y por un desarrollo económico sostenido entre 1618 y 1672 y basado en un mercantilismo a la par marítimo y agrario que a su vez se beneficiaba de una excelente red de comunicaciones y de las relaciones con las colonias de ultramar, tanto las de Oriente como las de Occidente. Todo ello permitió que las ciudades neerlandesas crecieran a marchas forzadas y que la nueva burguesía se erigiera en el imprescindible motor social. A ello hay que unir un factor cultural más, y es que en las Provincias Unidas se gozaba, en comparación con otros países europeos, de un cierto grado de libertad religiosa, si bien dominada por un calvinismo que marcó el modo en que los pintores y sus clientes comprendieron la pintura: si, como había propuesto Calvino, la obra de Dios se manifiesta en el mundo, todo había de ser exaltado y representado como obra de Dios e interpretado en una clave alegórica que, sin embargo, debía mantenerse apegada a la vida cotidiana. 

De hecho, una de las características más interesantes del arte holandés de la época es que en él apenas hay menciones a los sucesos contemporáneos, probablemente porque tampoco existió una corte en el más estricto sentido del término que promoviera un arte propagandístico unido al poder político. Por decirlo de algún modo, fue la burguesía la que constituyó la principal clientela de los pintores, y no en vano sus miembros acabaron por convertirse en protagonistas de muchas de sus pinturas, ambientadas sobre todo en esos interiores domésticos que progresivamente se convirtieron en el lugar en que se manifestaban los valores de la floreciente clase social y, en particular, de una intimidad que sería incomprensible sin contar con el carácter privado que los protestantes concedieron siempre a la experiencia religiosa. Esta circunstancia es la que explica que los asuntos religiosos, mitológicos e históricos se representaran en interiores domésticos que, eso sí, en la representación se cargaban de mensajes simbólicos o moralizantes. Según avanzó el siglo se produjo una paulatina secularización de los temas representados en las pinturas, que acabaron convirtiéndose en pinturas modernas en el sentido etimológico del término, es decir, en pinturas realizadas al modo de entonces y con temas propios de la vida diaria.

Delft, la ciudad en que Johannes Vermeer (1632-1675) nació y trabajó, contaba con unas 22.000 almas dedicadas a una muy próspera actividad comercial relacionada con los tejidos, la cerámica y la cerveza que animó a su vez el mercado de arte. En ese sentido, los pintores tuvieron la necesidad de crear un estilo reconocible que diferenciara sus obras de las de sus contemporáneos para poder competir en esa pujante y competitiva situación. ¿Qué fue lo que distinguió a la pintura de Vermeer de las de sus colegas? 


Es muy poco lo que sabemos sobre su trayectoria y apenas se le atribuyen hoy unas 35 o 37 pinturas de entre las 40 a 60 que debió de pintar a lo largo de su vida. Las cifras no son banales puesto que manifiestan, junto con las propias características de sus pinturas, la meticulosidad con que Vermeer afrontaba sus obras, obras que fueron muy bien valoradas ya en su época. Teniendo en cuenta que no debió de salir de su ciudad natal con asiduidad y, en todo caso, a las localidades vecinas, el contexto artístico de la ciudad de Delft sería el principal acicate creativo de su carrera. 


Los especialistas han diferenciado varias etapas en su trayectoria. En la primera, entre 1653 y 1656, Vermeer llevó a cabo cuadros de asunto mitológico o religioso inspirados en las pinturas de los llamados caravaggistas de Utrecht. Son obras que manifiestan la influencia que tuvo sobre él la pintura italiana inmediatamente anterior y que pudo conocer a través de otros pintores como Leonaert Bramer o Carel Fabritius; gracias a la actividad de su padre como marchante; por sus tratos con los pintores de Utrecht; por su suegra, Maria Thins, que era coleccionista de arte y la más que probable responsable de la conversión de Vermeer al catolicismo inmediatamente antes de casarse con su hija en 1653; o por los viajes del propio pintor de los que, no obstante, no hay constancia documental. Tres son las obras conocidas de esa época: Cristo en casa de Marta y María, Diana en el baño y Santa Práxedes, que se expone en Roma con el cuadro del mismo asunto de Felice Ficherelli en que se basó Vermeer. 


Un aspecto esencial de la obra del holandés y que aún no ha sido resuelto satisfactoriamente es el cambio temático y estilístico que se produjo en su obra a partir de 1657, cuando comenzó a dedicarse a la pintura de interiores domésticos. Es una etapa que comienza con la célebre Lechera del Rijksmuseum de Ámsterdam. En ocasiones, este giro radical se ha explicado como un requerimiento de su clientela y, en particular, del coleccionista Pieter Claesz van Ruijven, que llegó a poseer más de una veintena de vermeers, aunque el razonamiento no satisface a todos los estudiosos. Lo que sí está claro es que, con la nueva temática y el nuevo estilo, Vermeer establecía un fructífero diálogo con pintores contemporáneos de la talla del fascinante Pieter de Hooch, Jan Steen, Gerard ter Borch, Nicolas Maes o Frans van Mieris, de quienes se muestran algunas obras en la exposición de Roma. 


Con respecto a las pinturas de esos contemporáneos, Vermeer llevó a cabo una profunda transformación de las convenciones a las que aquéllos habían recurrido para representar las vistas de la ciudad de Delft y los interiores domésticos, a la vez que promovía una innovación muy personal de la técnica pictórica. Respecto a las primeras, son célebres su Vista de Delft y La callejuela, que se expone en Roma. Por su parte, los interiores de Vermeer contienen casi siempre los mismos objetos, comparten un espacio semejante y parecidas composiciones, están habitados por uno o pocos personajes más, presentan un formato vertical y tienen, por lo general, un tamaño reducido, tal y como demuestran Dama con dos caballeros, La laudista, Dama sentada al virginal o Dama al virginal, que se muestran en la exposición. Como no podría ser de otro modo, la protagonista de las pinturas suele ser una mujer, entre otras cuestiones porque el espacio doméstico era su lugar por antonomasia según los valores dominantes de la época. 


En la trayectoria de Vermeer, el espacio será progresivamente más relevante, junto con la luz y el color, en unas obras que se pueden atribuir a un estilo, el suyo, muy reconocible, aunque extraordinariamente difícil de describir. De hecho, el estilo de Vermeer se escapa a cualquier intento cabal de descripción. Desde mi punto de vista, y más allá de las explicaciones simbólicas y complicadas que se les ha intentado dar, las obras de Vermeer suponen fundamentalmente un desafío artístico y, de hecho, es muy relevante una circunstancia que ha sido pasada por alto en numerosas ocasiones: tras visitar a Vermeer, un contemporáneo denominó sus pinturas sencillamente como “perspectivas”, es decir como meros retos estrictamente pictóricos. Las referencias simbólicas solo me parecen evidentes en dos obras: La alegoría de la Pintura, que es toda una declaración de la conciencia artística del propio Vermeer; y La alegoría de la Fe, que se expone en Roma. En esta última es probable que el pintor se atuviera a los deseos del comitente desconocido de la obra, pues en ella proliferan los objetos con un tradicional y subrayado contenido alegórico: el globo terráqueo, la serpiente, el crucifijo, una mesa a modo de altar, el cuadro con la Crucifixión al fondo, el cáliz, etc. 


Como decía antes, es palmaria la progresiva esencialización de los asuntos representados en la pintura de Vermeer, que llevó a cabo una suerte de despojamiento de sus composiciones y por ello son muy pocos los elementos que pueden sustentar las lecturas simbólicas de sus cuadros, cuyo potencial reside en otra circunstancia. En palabras de Arthur Wheelock, “lo que diferencia a Vermeer de los otros, y lo convierte en único, es la capacidad de otorgar una cualidad atemporal a las escenas de la vida cotidiana”. 


Más allá de que sus pinturas de interiores hagan referencia a la esfera privada (en particular de la mujer), a la vida doméstica e incluso al amor (en relación casi siempre con la música), en las obras de Vermeer en realidad no se narra nada o, dicho más lapidariamente, no pasa nada. En todo caso, destaca en ellas la concentración psicológica de sus protagonistas y que todos hemos experimentado alguna vez: ese provechoso y feliz momento en que todo queda suspendido a nuestro alrededor y que permite que nos sumerjamos en un estado de ensimismamiento fructífero. En realidad, lo prodigioso es que fuera capaz de representar con tanta verosimilitud esas escenas de interior con tal instantaneidad y a través de un artificio portentoso: su técnica pictórica.



Mucho se ha discutido a propósito de si empleó la cámara oscura para realizar sus obras. Lo relevante es que ese instrumento fue solo una herramienta más para elaborar sus pinturas, que después modificaba según los requerimientos de la pura pintura y a través de una pincelada que me atrevería a llamar evanescente. Esa pincelada contribuye a establecer la tensión constitutiva de sus pinturas: por un lado, las escenas parecen suspendidas en un instante concreto y detenido por siempre; por otro, en ellas se manifiesta su perpetua transformación a través de la pincelada. Además, se establece una divergencia no resuelta entre el momento representado y la historia más amplia en el que ese instante se inscribe y sobre la que, sin embargo, Vermeer apenas da información, y tampoco lo hace sobre las emociones de los personajes representados, muy lejanas, por cierto, de esa melancolía que algunos especialistas han atisbado en sus cuadros acaso sugestionados por la muerte de Bergotte en la gran novela de Marcel Proust. A ello se une la preocupación por el paso del tiempo propia de la época que convenimos en llamar Barroco y la capacidad o la incapacidad de la pintura para atrapar la vida y frenar el flujo imparable del tiempo. Creo que esto es lo que explica, solo en parte, el protagonismo de la luz en los cuadros de Vermeer, porque al fin y al cabo la luz y sus cambios son la única manifestación natural y sensible del paso del tiempo. Así se revela en los mejores cuadros de Vermeer. Tengo para mí que lo que en realidad anuncian las cartas que leen las mujeres de sus pinturas es su prodigioso acontecer.