“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 21 de agosto de 2012

Como un juego de niños

“… acabad lo comenzado en las nubes”.
Johann W. Goethe, Sobre la arquitectura alemana, 1772

No sé por qué en los últimos años les ha dado a los pintores y a los escultores, y no digo ya a los arquitectos y a los diseñadores, por llamar estudios a los lugares en que trabajan para ir dando forma a esa “cierta idea que me viene a la mente” a la que se refería Rafael con una modestia que a aquellos les falta, como si esos estudios en que pretenden atrapar y materializar tal idea otorgaran a su trabajo una dignidad que deben de pensar que no tiene probablemente porque se hace con las manos. Algunos hay que llaman templo a su estudio como si fuera el lugar —sagrado, claro— en que se manifiesta la idea y a veces incluso se encarna; supongo yo que ellos se considerarán, por lógica, los sacerdotes de su arte, que crean y a su vez administran porque a la humanidad se lo deben. También sé de algunos de esos que consideran estudios a los lugares en que trabajan que oficialmente los llaman talleres, pero eso debe de ser fruto de su mala conciencia… De modo que me malicio que detrás de tanta pomposidad no puede haber más que un deseo, inconfesado por inconfesable pero también un tanto banal, por alejar su trabajo de lo que siempre fue: un intento por ir dando forma lentamente a la materia, sea esta cual sea, y, lo mejor de todo y a pesar de lo que ellos piensen, con sus propias manos.

Así que prefiero a los pintores, los escultores, los arquitectos y los diseñadores que trabajan en un taller donde, a diferencia de los impecablemente pulcros estudios en que todo parece estar colocado según un mortífero orden geométrico, las pinturas, las esculturas o los dibujos se mezclan en alegre montón con las herramientas de trabajo y con un modesto menaje que hace más llevadera la labor cotidiana: una cafetera, unos platos y unos vasos, unos cuantos cubiertos y un hornillo de gas. Y es que lo que parece claro, o así se le presenta a cualquiera que haya visitado un taller de pintor, de escultor, de arquitecto o de diseñador —dicho esto en el más pleno sentido de sus oficios—, es que en los talleres se manifiesta una prodigiosa discontinuidad que no existe, que no puede existir en los estudios, en los que todo queda ordenado y por tanto jerarquizado según una continuidad letal que permitirá, eso sí, que la idea se manifieste en todo su esplendor abstracto.

En realidad, es la discontinuidad lo que determina el carácter peculiar de los dos talleres de escultor que más me gustan, el de Brancusi y el de Giacometti y que tanto se diferencian, por cierto, de ese estudio que tanto predicamento tuvo y tiene y que perteneció al pintor Francis Bacon: basta con echar un vistazo somero a las fotografías que se conservan o a la reconstrucción que se ha propuesto en la Hugh Lane Gallery de Dublín para darse cuenta de que en medio del caos fingido afloran, acá y allá, las referencias para entender su pintura atormentada como, por ejemplo, la monografía que Jonathan Brown publicó sobre Velázquez o las botellas de whisky, así que me parece que su estudio es tan impostado como sus declaraciones a David Sylvester. En la visita que puede hacerse aún al taller de Brancusi muy cerca del Pompidou de París o en las fotos que Brassaï, Elie Lotar o sobre todo Ernst Scheidegger hicieron del taller de Giacometti, se manifiesta de forma palmaria que es justamente de aquella prodigiosa discontinuidad de los talleres de la que algo puede brotar casi espontáneamente como si de una planta se tratara, así que no me extraña nada que Giuseppe Penone haya dicho que “crear una escultura es un gesto vegetal”[1]. Como se verá, Mar Solís podría suscribir esta frase sin pensárselo dos veces.


La mañana de marzo que fuimos al lugar en que hace sus esculturas ella estaba cándidamente abochornada porque no había podido ni ordenarlo ni limpiarlo. Las disculpas que en otra ocasión me habrían puesto a la defensiva comenzaron a desvanecerse en el momento en que ella se refirió a él como su taller y acabaron por disolverse del todo cuando entramos en una enorme nave industrial de las afueras de Madrid en que las esculturas que ahora se exponen en el IVAM convivían con los martillos, las lijadoras, las cortadoras, los disolventes, las pinturas, los pinceles, los papeles, las maderas, las sillas, los sillones, los cuadernos, los lápices, las hojas de metal, “la prensa, la gubia y el barniz, las herramientas del carpintero” como dice Jorge Drexler en una canción y también el polvo, el mucho polvo y el serrín y las colillas de los cigarrillos que alguna vez fueron. Y todo, como decía, en un alegre montón, en un alborozado desbarajuste. Incluso al fondo del taller había una mesa con unos pocos vasos, unas cucharas, una tetera, una caja con magdalenas y un microondas al amparo de una postal que reproduce la célebre fotografía que Robert Mapplethorpe hizo en 1982 a Louise Bourgeois, como si la escultora fuera la diosa benéfica del lugar. No ha faltado quien ha relacionado las obras de una y otra y la propia Mar Solís reconoce la ascendencia de Bourgeois en su quehacer[2], pero me parece que hay cuestiones esenciales que diferencian las labores de las dos.

Así que, como no podía ser de otra manera, Mar Solís trabaja en un taller. Ella siempre se refiere a la construcción de sus esculturas y lo hace como si se tratara de un trabajo artesanal —¿qué, si no? — y a las seis manos que usa para ir dándoles la forma definitiva, las suyas y las de sus dos colaboradores. Evidentemente, eso solo puede hacerse en un taller y no en un estudio, entre otras cosas porque el carácter del espacio en que uno trabaja puede condicionar y de hecho condiciona su labor. Bien lo sabe la propia Mar, quien cuando anduvo de becaria por Londres únicamente consiguió alquilar un minúsculo apartamento que la obligó a dedicarse a dibujar porque el espacio ínfimo no daba para más. Después, los trazos de esos dibujos que iba haciendo en sus cuadernos fueron convirtiéndose, progresivamente, en recortes que hacía con las tijeras o con el cúter y que iban modificando el aspecto de las hojas de los cuadernos, y en un estadio posterior esos recortes fueron uniéndose unos con otros, intersecándose y entremezclándose para crear volúmenes de papel que solo en muy pocas ocasiones requirieron añadir otros materiales ajenos al cuaderno en que en esos momentos trabajaba. Fue como dar rienda suelta a la vocación escultórica y espacial que hay en todo dibujo, o lo que es lo mismo: a través de un mero proceso de investigación formal y sin explicitar esas neuras tan propias de los artistas contemporáneos que acaban tiñendo sus obras de intensísimas vivencias personales —que, dicho sea de paso, solo interesan al propio artista—, Mar Solís consiguió que el dibujo de sus cuadernos se hiciera escultura por una doble razón: la vocación espacial que hay, como digo, en todo dibujo, y que es análoga a la que ha impelido a Mar en su trabajo escultórico desde el comienzo.

Como en esto del arte de lo que se trata es de no tener las manos quietas, tal vez lo más prodigioso de sus cuadernos es que los recortes que van conformando esas pequeñas esculturas de papel pueden ser montadas y desmontadas a placer introduciendo unos recortes en otros, moviendo las manos y los papeles todos a una para que el que tiene el cuaderno en su poder, o sea entre sus manos, se convierta, jugando y jugando, en un escultor propiamente dicho mientras reitera el juego que antes, mucho antes quizá, Mar Solís llevó a cabo para ir dando forma a sus cuadernos-escultura. Cuando estábamos trasteando con esos preciosos cuadernos, Mar dijo que aquello era “como un juego de niños”[3] y yo recordé entonces aquello que Schiller dijo en su Epístola XIV a propósito de la producción de las formas artísticas: que eran originadas por el impulso congénito de los hombres a jugar, y que es lo que parece que hace Mar Solís cuando está en su taller. Efectivamente, parece indudable la relación ancestral y primigenia entre el arte y el juego; Huizinga ha escrito cosas maravillosas sobre ello:

“Cualquiera que haya concurrido a una sesión aburrida con un lápiz en la mano sabe de esto. En ese juego despreocupado, apenas consciente, que consiste en trazar líneas y llenar planos, surgen fantásticos motivos ornamentales, a veces enlazados con formas humanas o animales, igualmente caprichosas. Prescindiendo de la cuestión de a qué impulsos subconscientes pretende atribuir la psicología este arte del aburrimiento, sin preocupación alguna podemos denominar juego a esta función, aunque, sin duda, del grado más bajo, a la par del juego de un nene, ya que le falta, por completo, la estructura superior del juego social organizado”[4].

Como decía, no por casualidad nuestra visita al taller comenzó, por el propio deseo de la escultora, con los cuadernos de dibujo que ha ido haciendo durante los últimos años. No podía ser de otro modo porque en ellos ya está, in nuce, la escultura que será. En la obra de Mar Solís el dibujo es inherente al proceso escultórico o, mejor dicho, dibujo y escultura no son dos fases del proceso creativo, sino la misma. De hecho, tampoco es casual que algunas de las esculturas que ahora expone hayan, por decirlo de algún modo, vuelto a su origen convirtiéndose en los dibujos que sus sombras proyectan sobre el suelo o sobre las paredes de las salas de la exposición o que se transforman en dibujos propiamente dichos, expandiéndose por el piso y por los muros y rompiendo así los límites impuestos necesariamente a la escultura tanto por la naturaleza del material del que está hecha como por la propia concepción inicial de dicha escultura. Más de una vez Mar Solís ha confesado que está obsesionada con las sombras que arrojan sus obras, el tratamiento que les da la luz natural[5], y es que no en vano es la luz, y no tanto las herramientas o las manos del escultor, las que terminan por hacer la escultura; la luz es, en verdad, la que ahueca, la que ahonda, la que realza, la que hace brillar, la que subraya y acentúa, la que esculpe. De ese modo, los contornos de la escultura se transforman, de nuevo, en dibujo, y por ello dibujo y escultura son una y la misma cosa, una y la misma obra. Mar Solís devuelve a la escultura a su estado primigenio, el del mero dibujo, evidenciando de tal manera esa mutación milagrosa, esa transformación que me pregunto si no será la finalidad de toda producción artística si es que de tal cosa podemos hablar aún.

En todo caso, y por supuesto, las obras de Mar Solís también están impregnadas de sus vivencias, y particularmente sus cuadernos de viaje, que siempre están relacionados con experiencias vividas en Damasco o en Lanzarote por poner solo dos ejemplos entre otros. Pero, como decía, sus esculturas están más allá de esas vivencias porque son, sobre todo, búsqueda formal a partir del material y contra el material. En esta ocasión expone esculturas realizadas con madera de caoba, una madera amable cuyas vetas, muy unidas entre sí, la hacen muy moldeable y maleable y presta a ser de-formada para crear la escultura y, con ella, modificar el espacio que la rodea. Mar Solís va decantando la forma con la materia y en contra de la materia a la búsqueda de esa concepción primigenia que después es modificada durante el proceso de trabajo. Es en esa ejecución donde la escultura cobra vida para no perderla ya y otorga vida a la par al espacio circundante, que la condiciona y que es a su vez poderosamente condicionado por ella. Ello es fruto de esa vocación espacial a la que me refería antes, que parte de los dibujos y que culmina en la sala de exposiciones con un brevísimo ensayo en el taller. Mar Solís materializa así una poética del espacio en la que el interior y el exterior de las esculturas se confunden. Cada una por separado constituye una suma de espacios: los que crea cada escultura y los que crean sus sombras o, en su defecto y todavía a veces ensamblándose y fusionándose a ellas y con ellas, los dibujos que se diseminan por suelos y paredes; todos al unísono dan lugar a la creación de un espacio único que es aún más subyugante en la sala de exposiciones porque se une a los espacios que crean las demás esculturas unidos a sus sombras o a sus dibujos en un continuum. Tan importante es, pues, el espacio que crean las esculturas como el que media entre ellas[6], distanciándolas y enmaridándolas a la vez, pues configuran una suerte de tela de araña en la que el espectador es atrapado; es aquí, quizá, donde mayor conexión encuentro entre las esculturas de Mar Solís con algunas de las obras de Bourgeois. Las obras de Mar Solís son esculturas, sí, pero también son instalaciones puesto que intervienen en el espacio y lo transforman y, por tanto, lo des-cubren o ayudan a re-des-cubrirlo, a re-dibujarlo. A la vocación espacial se une esa vocación escenográfica que tan importante es en la labor de Mar Solís y que ha sido subrayada en más de una ocasión pero, en todo caso, con su trabajo propone no ya solo una modificación escenográfica del espacio, sino también una invitación al espectador a pasear entre sus esculturas y, lo que es más importante aún, a adentrarse en ellas para sentir una paradójica sensación.

Por un lado, el espectador experimenta la tranquilidad acogedora que puede disfrutar al amparo de los árboles; las esculturas de Mar Solís le ofrecen cobijo y el espacio que configuran espera a ser habitado como un rincón gozoso y tranquilizador. De nuevo Penone lo ha expresado mucho mejor de lo que yo pudiera pretender:

“El espacio nos precede. El espacio ha precedido a nuestros antepasados. El espacio continuará después de nosotros. Fosilizar los gestos segura o posiblemente realizados en cierto lugar disminuye el uso potencial del espacio, pero define el propio espacio”[7].

¿Podría ser casual que Cuadernos de Rincón se titulara aquella exposición que Mar Solís organizó en la Galería Raquel Ponce de Madrid, o que Rincones fuera el título de la muestra que se organizó en el Palacio de Pimentel de Valladolid?

Por otro lado, también existe en las esculturas de Mar Solís una amenaza latente y continua que procede de la ligereza solo aparente del material y de sus contornos vivos, sinuosos en su mayor parte y, no obstante, cortantes y lacerantes siempre. Las maderas que conforman las esculturas se deslizan unas contra otras y engendran las formas que a su vez generan otras formas, pero no se resuelven en una continuidad sino que subrayan, con sus cortes, con sus discontinuidades, su condición de fragmentos. De la unión de esos fragmentos, de esos pecios, nace la escultura y con ella el espacio, modificado por siempre, y de ahí nace también esa amenaza, ese aviso, como ocurre también en los bosques, entre los árboles.

De la misma manera que la escultura vuelve a convertirse en dibujo en algunas de las obras que se exponen en el IVAM, en ocasiones la madera de caoba retorna a su condición arbórea ya que, en efecto y como quería Penone, crear una escultura es un gesto vegetal. Debajo de las formas ojivales que adoptan las esculturas me acordé del célebre panfleto en que Goethe defiende con denuedo los hallazgos de la arquitectura alemana frente a las injurias clasicistas del abate Laugier comparando la catedral de Estrasburgo con

“un árbol enormemente ancho, que con miles de ramas y millones de ramitas y hojas, tantas como los granos de arena que hay junto al mar, anuncia la magnificencia de su maestro, el Señor”[8].

Dejando aparte las veleidades religiosas y espirituales del Goethe joven, ¿acaso no podríamos pensar que las esculturas de Mar Solís presentan esa misma milagrosa ligereza de los árboles de los que sale la madera con que talla sus obras?

Junto con la lucha con el material, en las obras de Mar Solís se evidencia además el enfrentamiento con el peso y con la gravedad que determina la creación escultórica. Al ser recreado en la sala de exposiciones, el desafío que la escultura presenta a la atracción de la tierra, venciéndolo aunque sea momentáneamente con los lábiles apoyos puntuales con los que las esculturas se sostienen en el suelo o en la pared, el espectador se enfrenta a una de las emociones más intensas que pueda tener: la del peso de su propio cuerpo, como ocurre cuando salta sobre una cama elástica o goza por un instante del vuelo ficticio mientras se balancea en un columpio y consigue frenar, transitoriamente, las fuerzas gravitatorias que nos atan, por momentos con demasiada fuerza, al suelo que pisamos.

Y ahora para acabar ya vuelvo al comienzo: el taller donde Mar Solís va dando forma a sus esculturas desde los dibujos que hace sobre el papel artesanal fue en origen una antigua fábrica de hélices destinadas a coronar los modernos molinos de viento, unas hélices que recuerdan la ligereza del viento que las mueve, pero también la portentosa discontinuidad de su soplo. Esa misma discontinuidad es la que hay en el taller de Mar Solís, la que se celebra del mismo modo en la sala de exposiciones y que antes se ha manifestado entre las paredes de su taller donde ella se pone manos a la obra con la alegría que caracteriza a los juegos de los niños. Como si todo lo sólido se desvaneciera en el aire. Y la madera, también.




[1] Citado en Celant, Germano: Giuseppe Penone. Milán-París, Electa-L. & M. Durand-Desseret, 1989, p. 158.
[2] Revuelta, Laura: “Mar Solís. Coreografía escultórica”, en Cuadernos del IVAM, n.º 18 (2012), pp. 48-55.
[3] Lo ha repetido en otras ocasiones; véase, por ejemplo, la entrevista que le hizo Isabel Bugallal y que se publicó en La Opinión Coruña el martes 8 de julio de 2008.
[4] Huizinga, Johan: Homo ludens. Madrid, Alianza, 2011, p. 213
[5] En la entrevista de Braulio Ortiz publicada en El diario de Sevilla el 21 de abril de 2011.
[6] Marín Medina, José: “Mar Solís: escenario de esculturas”, en El Cultural, 13 de febrero de 2009.
[7] Op. cit., p. 116.
[8] Goethe, Johann W.: Escritos de arte. Traducción, edición y notas de Miguel Salmerón. Madrid, Editorial Síntesis, p. 35.

lunes, 20 de agosto de 2012

El museo vacante

De las trece fotografías que José Manuel Ballester dedicó a algunos de los más importantes museos españoles junto a la Neue Nationalgalerie de Berlín y donó en el año 2005 al IVAM, la Avenida de columnas es, por decirlo así, la más esencial. Inspirada en la ampliación que Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa proyectaron para el museo valenciano, en ella todo queda reducido a unas cuantas líneas verticales sólo aparentemente simétricas, a los planos que generan y a la dicotomía bicroma que plantea la confrontación luminosa de las columnas contra un cautivador fondo negro.

Parecía ineludible que Ballester se enfrentara a esos espacios liminales que son los museos y que lo hiciera en el momento previo a serlo, es decir en el proceso mismo de su construcción. En su obra anterior ya había pintado o fotografiado (lo mismo da) lugares sólo aparentemente vacíos en los que, sin embargo, la presencia humana se revela a través de una ausencia elocuente que se manifiesta en los rastros que aquélla deja. La obra de Ballester radica en una poética de la huella en la que la arquitectura siempre ha cumplido un papel cardinal. La arquitectura es el arte de construir, sin duda, pero también y quizá más aún es el arte de habitar o de llenar de sentido un lugar vacante. Los museos son los lugares del sentido por antonomasia, los lugares donde se congregan todas aquellas cosas que compartimos y que, por tanto, más nos acercan a unos y a otros, pero además, tal y como los ha fotografiado Ballester, los museos son los ámbitos donde puede suceder algo en cualquier momento precisamente porque aún no son y están vacíos. Esa congelación que provoca el vacío no es negativa o paralizadora sino que es presentada, con toda su potencial energía, como una promesa.
Desde antiguo los museos son los lugares donde habitan las Musas; otra cosa es que ellas, despavoridas, hoy se hayan escabullido. La serie de fotografías sobre museos de Ballester nos enfrenta a una pregunta perentoria: ¿cómo conseguir que esas mismas Musas retornen al lugar de donde nunca debieron huir?

miércoles, 8 de agosto de 2012

El último Rafael

Durante los últimos años el Museo del Prado ha organizado una serie de exposiciones temporales que han intentado identificar y delimitar la producción artística de algunos de los más destacados pintores europeos respecto a alguna etapa concreta de su trayectoria artística o en relación con el desarrollo completo de su carrera. Fue lo que ocurrió con las recientes muestras consagradas a Juan Bautista Maíno o a la primera época de Ribera y lo que sucederá en un futuro inmediato con la dedicada al joven Anton van Dyck. Esas iniciativas promueven un conocimiento más apurado de la propia colección permanente del Prado y, a su vez, cumplen con dos de las funciones esenciales de los museos contemporáneos: por un lado, la investigación de sus propias colecciones y, por otro, la divulgación de los nuevos hallazgos de esa investigación a los expertos pero también al público general. Lo mismo ocurrirá a partir del 12 de junio con la exposición El último Rafael que, abierta hasta el próximo 16 de septiembre, no solo tiene el atractivo de explorar la obra postrera de uno de los artistas más notables y decisivos de la Historia del Arte, sino que además será la primera dedicada a los años finales de Rafael (1483-1520), es decir desde el comienzo del pontificado de León X en 1513 y fundamentalmente, aunque no solo, hasta la muerte repentina e inesperada del artista el 6 de abril de 1520. Fueron siete años de una intensidad creativa que tal vez no tenga precedentes en el arte europeo y que tuvo unas extraordinarias repercusiones posteriores. Coorganizada con el Musée du Louvre de París, pues no en vano Louvre y Prado poseen las mejores colecciones de las últimas obras de Rafael, la exposición ha supuesto un esfuerzo logístico, material y humano ingente, pues reúne un conjunto sorprendente de obras tanto por su calidad como por su cantidad: más de 40 pinturas, entre ellas algunas de las obras maestras indiscutibles del artista; poco menos de 30 dibujos, un tapiz portentoso y el llamado Candelabro Borghese. Ha sido comisariada por Paul Joannides, de la Universidad de Cambridge, y Tom Henry, investigador independiente, ambos reconocidos especialistas en la pintura del Renacimiento y en particular en la obra de Rafael, quienes han contado con el apoyo de Miguel Falomir por parte del Prado y Vincent Delieuvin, del Louvre.


Como explican sus responsables en el extenso ensayo introductorio publicado en el catálogo de la muestra, los objetivos esenciales de la exposición son “colocar las pinturas muebles de Rafael en el orden [cronológico] más preciso posible, explicar la variedad de sus estilos e investigar el papel del taller rafaelesco en el diseño y la producción de sus cuadros”. A su vez, se intentan definir las contribuciones de Giulio Pippi, llamado Giulio Romano (h. 1492/99-1546), y Giovanni Francesco Penni (h. 1496-1528), los más cercanos discípulos de Rafael durante sus últimos años, a la producción del artista. En definitiva, se pretende delimitar su modo de trabajar y su relación con Rafael, y también su libertad a la hora de abordar los encargos particulares que recibían independientemente de su participación en los proyectos encarados por el taller en su conjunto bajo la égida del maestro, aunque trabajaran a la vez, y con mucho protagonismo, para él. La exposición trata, pues, del último Rafael, pero también de estos otros dos artistas cruciales para conocer la producción última de aquél; es por ello que los límites cronológicos de la muestra se extienden en realidad hasta 1524 y 1525, años de la partida de Giulio y Penni desde Roma a Mantua y Nápoles respectivamente.

La escasez de documentos detallados sobre la actividad última de Rafael y sus discípulos plantea un problema casi irresoluble, ya que son muy pocos los datos concretos que se conocen del modo de trabajar del taller, del papel desempeñado por cada uno de los muchos ayudantes (Vasari dice que fueron unos 50, y seguramente hubo más) que tuvo Rafael y entre los que destacan Giulio y Penni, y de las obras que se podrían atribuir irrefutablemente a cada uno de ellos. Así las cosas y tal como declaran los propios comisarios, “el procedimiento adoptado en busca de esos objetivos por fuerza ha tenido que ser esencialmente visual”.

Esta metodología atribucionista ya fue empleada en otras exposiciones como las ya citadas, por ejemplo, sobre Maíno y Ribera. En ella es fundamental el estudio de la forma o las formas de las obras de arte como definitorias de un determinado estilo que es peculiar y distintivo de unos maestros respecto a otros o de estos en relación con sus discípulos. El atribucionista recurre a un análisis metódico y minucioso de las obras para intentar definir esos rasgos estilísticos, que son externos, por decirlo así, y que caracterizan a tal o cual pintor, según un método que alcanzó sus mayores éxitos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX aunque hunde sus raíces en las postrimerías del siglo XVIII. Fue, pues, característica de connaisseurs como el médico Giovanni Morelli, que desarrolló una peculiar técnica indiciaria, o de historiadores clásicos como Bernard Berenson, Max Friedländer, Roberto Longhi o Federico Zeri, entre otros. En todo caso, a la vista está que sigue siendo una metodología recurrente en nuestros días, pues el intento de reconstruir los catálogos razonados de los artistas más significativos y de otros secundarios es una de las facetas más importantes de la labor de los historiadores del arte. Ahora bien, dicha metodología tiene, cuando menos, un doble riesgo: por una parte, la atención exhaustiva a esos rasgos externos a la búsqueda ansiosa del autor de la obra podría limitar el juicio para desarrollar otros aspectos de mayor calado o para establecer unas ideas globales que permitan construir un discurso historiográfico más articulado con la cultura o el pensamiento de la época en que se realizaron las obras; además, tiene una deriva comercial que en ocasiones puede ser temeraria. A esas limitaciones se une, todavía, otra más evidente: que la pericia para diferenciar la producción de determinados artistas depende esencialmente del talento y la perspicacia del “ojo del experto” que, por lo demás, es subjetivo por definición. Por fortuna, aunque no siempre, tales peligros se han ido esquivando en los últimos años y los análisis formales han ido acompañados, en general, por el propósito de incardinar esas conclusiones con un discurso más ambicioso. En buena medida es lo que se ha logrado ahora al explicar la última fase de la carrera de Rafael, a pesar de las dificultades que entraña por la tendencia del propio artista a experimentar y a buscar nuevas vías de expresión y de adecuación a los asuntos tratados en sus obras, y aunque ello pudiera tener más atractivo e interés para los especialistas, no faltarán acicates para los demás. Por si fuera poco, habrá ocasión de ver la Santa Cecilia de la Pinacoteca Nazionale de Bolonia y la Sagrada Familia de Francisco I del Louvre o los retratos de Bindo Altoviti o Baldassare Castiglione.

Como decía antes, la llegada al solio pontificio de León X en marzo de 1513 coincidió aproximadamente con una intensificación de la actividad de Rafael que ya no frenó hasta su muerte. Basta, de hecho, con enumerar los encargos que abordó desde entonces: la decoración al fresco de las Estancias Vaticanas, que había comenzado a finales de 1508 en tiempos del papa Julio II con la Estancia de la Signatura, que fue progresivamente delegando en sus discípulos y que dejó inacabada al morir; los cartones preparatorios para la serie de diez tapices con episodios de la vida de san Pedro y san Pablo destinados a la parte inferior de la Capilla Sixtina; la decoración al fresco de la galería y el baño o stufetta del cardenal Bibbiena, de la Sala de los Palafreneros y de las Logias Vaticanas, además de la llamada Galería de Psique de la Villa Farnesina, propiedad del banquero Agostino Chigi; y la ejecución de retratos oficiales como el de León X con Giulio de Medici y Luigi dei Rossi o los de Lorenzo y Giuliano de Medici. A todo ello ha de sumarse su dedicación cada vez más concentrada a la arquitectura: tras la muerte de Bramante en 1514, Rafael fue nombrado arquitecto de la basílica de San Pedro; recibió el encargo de construir una villa all’antica en el Monte Mario que se conoce como Villa Madama; diseñó un palacio en Florencia y tres en Roma, amén del proyecto para su propia casa; diseñó todos los elementos, arquitectónicos y decorativos, de la Capilla Chigi en la iglesia de Santa Maria del Popolo; y en 1515 fue nombrado una suerte de superintendente de las antigüedades de Roma, cargo con el que han de relacionarse tanto su proyecto de traducción y potencial publicación del tratado de arquitectura de Vitruvio como el de la reconstrucción arqueológica de la Roma antigua. Finalmente, habría que sumar las obras que hizo por propia iniciativa y entre las que habría que contar, por ejemplo y nada menos, con el retrato de Castiglione, el de la Velata y el doble de Andrea Navagero y Agostino Beazzano.

Esta actividad frenética y polifacética desbordó las capacidades, de por sí muy destacables, de Rafael quien, sin embargo y movido por una ambición artística ilimitada y un carácter inquieto, no se dejó amilanar por la trascendencia de todos esos proyectos que, eso sí, le obligaron a organizar un grupo de ayudantes estable sobre el que ejerció un liderazgo alentador y desprendido que, a su vez, le ganó la admiración, el respeto y el afecto de los que trabajaron con él. Dicho taller seguía unos métodos ya establecidos en la Italia del Quattrocento, pero que Rafael llevaría a un grado de eficacia suprema debida, también, a su talante. Podría esto generar cierta extrañeza entre nosotros, deudores de una cierta idea romántica del genio, pero entonces no ocurría como pudiéramos pensar. De hecho, Rafael fue progresivamente delegando la ejecución de los proyectos, lo que le acarreó algunas críticas ya en la época y sobre todo de sus competidores, Miguel Ángel y Sebastiano del Piombo, pero no la ideación de los mismos, de la que él fue siempre el principal responsable. De esa manera, las singularidades de los miembros del taller se diluían en la obra colectiva consumada siempre bajo auspicios del maestro, lo que confería a los proyectos una uniformidad identificable.

Desde este punto de vista es reconocible la necesidad expresada por los comisarios de saber “qué es del maestro y qué no, y a través de esa indagación tratar de comprender qué era lo que intentaba lograr Rafael, y el cómo y por qué”. Las dificultades no son banales por varias razones. La labor pictórica fundamental de Rafael en Roma fue la ejecución al fresco de grandes proyectos decorativos que necesariamente influyeron en el funcionamiento del taller pero, por razones obvias, la exposición se reduce a las pinturas muebles que, en primer lugar, no tienen una relación estilística estrecha con los frescos, y en segundo, representan la tercera actividad en importancia tras los proyectos arquitectónicos y las grandes decoraciones al fresco, aunque Rafael se implicó mucho más en ellas pues no en vano promovían su prestigio y su fama más allá de Roma, para lo que contribuyó indeciblemente su difusión a través de la estampa. A ello habría que añadir la variedad estilística del propio Rafael, cuyas primeras obras de juventud apenas se relacionan con las últimas que pintó, y su capacidad para maridar el estilo empleado en sus obras y el asunto del que trataran. Finalmente, la contribución de los discípulos suma una dificultad inherente al estudio de su última etapa.

El elenco de asuntos abordado por Rafael en sus pinturas muebles de la etapa romana es más reducido que en periodos anteriores, y casi todo tiene un carácter religioso. De algún modo es esta la causa principal de que la narración expositiva pudiera examinarse a través de cuatro grandes grupos temáticos: los cuadros de altar; las variaciones sobre la Sagrada Familia, que ya le había interesado antes; la pintura de historia, si entendemos por tal el Ezequiel de Galleria Palatina de Florencia y la copia de la Transfiguración; y los retratos.
Los cuadros de altar pintados en Roma estuvieron destinados a la exportación a varias ciudades italianas y a Francia. Salvo los cuadros enviados a Francia y datados en 1518 (la Sagrada Familia de Francisco I, el San Miguel y la Santa Margarita, las tres del Louvre), no se pueden fechar con exactitud y es probable que su ejecución se prolongara en el tiempo. La participación de discípulos es incuestionable en la Virgen del pez, el Pasmo de Sicilia o la Visitación del Prado. Esta última es un ejemplo perfecto de las dificultades a las que me refiero: se atribuye a Penni, pero las figuras de las mujeres deben de ser de Giulio Romano; el paisaje, a su vez, es más propio de Penni, aunque, como dicen los comisarios, “Giulio también sabía evocar distintos estados de la atmósfera”.

Además de estas cuestiones habría que contar con las influencias que Rafael pudo tener de otros artistas como Sebastiano del Piombo o Leonardo, y particularmente durante la llamada “fase oscura”, que se inicia hacia 1516 y 1517 y que tal vez se manifiesta mejor en tres de las Sagradas Familias: la Virgen del Divino Amor del Museo de Capodimonte de Nápoles, la Sagrada Familia del roble y la Perla, estas dos últimas del Prado. Parece que Rafael se centró más en la gama cromática, las texturas, la expresión de los personajes y la iluminación de los paisajes del fondo y las escenas principales marcando así un nuevo rumbo en su trayectoria pero, eso sí, ninguna está documentada y no hay unanimidad en las fechas ni en los ayudantes que pudieron contribuir en la ejecución.

Como decía al comienzo, uno de los asuntos cardinales de la exposición es dilucidar la intervención de los discípulos de Rafael, y, en particular, de Penni y Giulio, sus colaboradores más destacados en general y los más importantes en el grupo de pinturas muebles. En ese sentido, se han incluido pinturas atribuidas a uno y otro para compararlas con las que Rafael pudo realizar con su ayuda. De Penni se muestran la Natividad de la abadía de la Santísima Trinidad de Cava dei Tirreni, la Virgen con el niño y san Juanito de Kingston Lacy y la Sagrada Familia pequeña del Louvre, y a través de ellas Henry y Joannides han determinado su colaboración en la Virgen del pez o en la Virgen del Divino Amor. De Giulio Romano se exponen la Madonna Hertz, la Madonnina del Louvre, la Sagrada Familia Borghese, la Madonna Wellington y la Sagrada Familia Spínola, que ayudan a identificar sus intervenciones en la Sagrada Familia de Francisco I, la Santa Margarita y la Sagrada Familia del roble. Por cierto que no entiendo muy bien por qué en una exposición atribucionista como esta se ha añadido el Candelabro Borghese, por muy bello que sea y aunque fuera representado en la última. Una sala desgajada del conjunto por los problemas que podría haber acarreado trasladar la obra está consagrada a la copia de la Transfiguración que se conserva en el Prado y que revela la importancia que los dibujos, que por otra parte jalonan toda la muestra, tienen en esta convocatoria.

Al final quedan los retratos, tanto oficiales como “de amistad”. Entre los primeros destacan los del cardenal Bibbiena, Giuliano de Medici y Lorenzo de Medici, y delatan, en conjunto, que Rafael recurrió en ellos más a sus ayudantes que en los retratos de sus íntimos. Lo demuestra también el de Isabel de Requesens, que se asigna casi en su totalidad a Giulio Romano. Sin embargo, en los llamados retratos “de amistad” hubo una mayor implicación del maestro por razones evidentes. En ellos, liberado de la tiranía de la innovación compositiva que afectaba a los oficiales, Rafael pudo centrarse en la mera ejecución que, unida a las gamas oscuras que realzan el rostro y por tanto al retratado como tal, conceden a las efigies una mayor energía psicológica. Acaso el colofón ideal a esta exposición podría ser el Autorretrato con Giulio Romano del Louvre, pues no solo ofrece el aspecto último que tuvo el último Rafael sino que, de aceptarse la identidad de su acompañante, brinda la posibilidad de asomarse, siquiera por un instante, al ambiente de camaradería y mutua confianza que debió de existir en aquel prodigioso taller.