“Todo aquello que bulle y hormiguea y gira, es bueno”.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte

martes, 31 de mayo de 2011

La sonrisa de la línea

De todos los dibujos de Jean-Antoine Watteau (1684-1721) que se mostraron en la estupenda exposición que les dedicó la Royal Academy de Londres durante esta primavera, ninguno me parece más revelador que el que muestra a una mujer con los brazos extendidos hacia la derecha, equilibrando así la dirección de su cabeza y su mirada, mientras a su lado otra termina de ponerse una media. Y me lo parece porque me recuerda aquello que Proust escribió sobre el pintor: “Se ha dicho que Watteau fue el primero en pintar el amor moderno refiriéndose, sin duda, a un amor en el que la charla, la glotonería, el paseo, la tristeza del disfraz, del agua y de la hora que pasan ocupan un lugar más importante que el propio placer”. Proust hallaba en esta suerte de, como él la llamaba, “impotencia adornada” la clave para explicar la naturaleza melancólica del amor y del placer en la obra de Watteau, pero yo dudo de que haya mejores y más gustosos preludios a los afanes amorosos, esos que Watteau pintó como nadie justamente porque creo que supo disfrutarlos incluso más allá de la nostalgia que sabía que indefectiblemente le provocaría su recuerdo. A la postre, cuesta poco figurarse que en realidad dibujó a esas dos jóvenes ensimismadas porque sabía lo efímeros que son los momentos brillantes como esos…



La exposición, que contaba con ochenta dibujos que fueron dispuestos cronológicamente y ello aún a pesar de la dificultad con que se han topado siempre los especialistas para fechar sus obras (pues nunca firmó ni fechó sus folios y solo unos pocos cuadros están datados), ha sido la más grande de todas las retrospectivas que se han realizado en Reino Unido sobre el pintor. En ese sentido, hubo ocasión de mostrar algunos dibujos con los asuntos esenciales que trató a lo largo de su carrera, con una particular atención en las llamadas fêtes galantes: un género que él mismo inventó, que muestra elegantes personajes en animada conversación o escuchando música al amparo de un ameno jardín y que tiene su prototipo más célebre en las múltiples variaciones del Embarque a la isla de Citera. Y es que eso parece ser la pintura de Watteau: una festiva celebración de las gracias del amor, de los placeres del baile o, en definitiva, de los encantos de la vida aunque a sabiendas de que, como tal vez se manifieste en el Gilles del Museo del Louvre más que en cualquiera otra de sus pinturas, esa celebración dejará siempre un densísimo poso de melancolía.


El ejercicio del dibujo fue esencial durante la corta pero intensa carrera de Watteau; como declaran algunos de sus contemporáneos, su dedicación era diaria, continua y casi obsesiva: tomaba apuntes generalmente del natural que iba recopilando en taccuini y que usaba después en la composición definitiva de sus lienzos. De hecho, es probable que Watteau realizara entre dos mil o cuatro mil dibujos de los cuales en la actualidad se conocen en torno a setecientos. No en vano, según su amigo el marchante Edmé-François Gersaint, estaba más orgulloso de sus dibujos que de sus pinturas y encontraba más placer en dibujar que en pintar. Lo cierto es que empleó sus dibujos como instrumento idóneo para estudiar las obras de los maestros antiguos pero, sobre todo, para explorar todas las posibilidades formales que ofrecía la figura humana y, en particular, la femenina en distintas poses y actitudes que después enriquecía a través de la realización de minuciosos estudios de las expresiones y los gestos del rostro. En ese sentido, Watteau recurrió a la práctica del dibujo de una manera muy poco académica, pues no la utilizaba para plantear ambiciosos estudios compositivos; más bien tomaba una gran cantidad de apuntes que utilizaba después y puntualmente en sus obras de caballete, y sobre todo cuando se trataba de figuras que después añadía a los fondos de paisaje que ya había trasladado al lienzo. A la par, en sus dibujos Watteau exprimió al límite las posibilidades de la llamada técnica aux trois crayons, de la que fue un consumado maestro: la sanguina con que tomaba los primeros y rápidos apuntes del natural, convertida casi en una cuestión táctil, era después matizada con clarión o carboncillo a la búsqueda de un efecto fundamentalmente pictórico. Es por ello que los hermanos Jules y Edmond de Goncourt, que contribuyeron quizá más que ningún otro escritor de las cosas del arte a rehabilitar a Watteau tras los excesos rigurosos que se impusieron en la pintura francesa a comienzos del siglo XIX, hablaban de dessins peints o “dibujos pintados” para rematar: “esta es la clave”.

No debe extrañarnos, por tanto, que sus modestos folios despertaran mayor admiración incluso que sus pinturas, por otra parte bastante apreciadas ya por los coleccionistas desde el primer momento, y es esta una de las razones que explican que la mayor parte de ellos estén hoy dispersos por los más destacados gabinetes de dibujo del mundo. El propio Gersaint hablaba de “la finura, la gracia, la ligereza, la corrección, la facilidad y la expresión” que encontraba en los dibujos de Watteau, y seguramente fueron esas mismas características las que los Goncourt resumieron así: “La gracia de Watteau es la gracia (…). Es esta cosa sutil que parece la sonrisa de la línea, el alma de la forma, el aspecto espiritual de la materia”, así que no debería sorprendernos que terminaran afirmando que, “decididamente, Watteau fue mucho mejor maestro en el dibujo que en la pintura”.

La exposición de la Royal Academy coincidió con la que abrió la Wallace Collection con motivo de la reubicación de los ocho cuadros que posee del pintor. En ella se hacía especial hincapié en la importante colección que tenía Jean de Jullienne, amigo y protector del artista, y para ello se han congregado pinturas de, entre otros, Rubens, Rembrandt, Greuze o Philips Wouwermans. Jullienne es conocido, sobre todo, como editor de las Figures de différents caractères (1726-28), libro de estampas inspiradas en algunos de los dibujos de Watteau; y del llamado Recueil Jullienne (1735), un conjunto de grabados que reproducen las obras de Watteau con el que pretendía difundir, a su costa, las obras de su camarada prematuramente fallecido.


Tanto las pinturas como los dibujos que pudieron verse en ambas sedes londinenses revelan esa melancólica alegría de vivir que Watteau siempre manifestó en sus obras y que tanto molesta a los que piensan que el arte debe tratar de cosas trascendentes para ostentar, en todo su esplendor, su propia trascendencia. ¡Como si hiciera falta! Me pregunto si la importancia que las obras de Watteau tienen aún hoy para nosotros no radicará precisamente ahí, en su ausencia de rigor, ese rigor que, por otra parte, tanto gusta a Évariste Gamelin, el modesto artista que protagoniza la portentosa novela de Anatole France Los dioses tienen sed. Gamelin comenzó pintando el tipo de escenas galantes que Watteau concibió y puso de moda para después renegar de ellas en los años duros de la Revolución Francesa, los años que enmarcan el transcurso de la novela. Gamelin mismo se acusa de haber cultivado, en su juventud, ese género supuestamente despreciable en que se manifestaban según él “la depravación monárquica y las consecuencias vergonzosas de la corrupción cortesana”. Por ello, y tras la senda de su maestro David, había decidido lanzarse a dibujar y pintar “Libertades, Derechos del Hombre, Constituciones francesas, Virtudes republicanas, Hércules populares que aplastaban la hidra del absolutismo, y ponía en estas composiciones todo su ardor patriótico”. Pero seguro que ya sabéis en qué acabó todo ese riguroso ardor… A la vista de estos estupendos dibujos y estas maravillosas pinturas de Watteau, me ha dado por pensar si acaso recurrir a una cierta gozosa frivolidad, como hiciera él, no será la manera más seria de dar la respuesta más cabal a las cosas serias de la vida.

jueves, 12 de mayo de 2011

De la alegría, y de la tristeza


Si algo tiene la historia del arte de atractivo es que está llena de historias como ésa en que se recoge que el duque Luis de Orleans, quizá poco después de perder a su esposa en 1726 y desde luego antes de ingresar en un convento en 1731, se abalanzó cuchillo en mano sobre una de las pinturas más bellas de la colección de su padre, la Leda de Correggio que hoy se conserva en Berlín. No fue la primera de las agresiones que, en general, las pinturas han sufrido a lo largo de la historia y desde luego tampoco sería la última, pero lo que tiene de especial este caso es que el afligido y enajenado Luis no se arrojó sobre los mórbidos cuerpos desnudos que habitan la pintura sino sobre el rostro satisfecho de Leda. Lo que sin duda no podía soportar no era tanto la imposibilidad de rozar una piel tersa y cálida sino el rostro pleno de gozo de la muchacha, o lo que es lo mismo su inefable alegría de vivir.


Antonio Allegri se llamaba el pintor que ha pasado a esa historia del arte con el sobrenombre del pequeño villorrio provinciano que lo vio nacer hacia 1489, el mismo que pareció empeñado en trasladar a sus pinturas esa inmersión en el deleite que anuncia su apellido, pues es eso, precisamente, lo que aún hoy define la pintura de Correggio: el júbilo que es capaz de transmitir. Dicho esto y teniendo en cuenta que una de las más perniciosas rémoras que nos legó el Romanticismo fue la de convertir a los que pintaban, esculpían, escribían poemas o se dedicaban a otras felices ocupaciones del mismo tenor en seres atormentados o en amigos del lado oscuro y del abismo, probablemente se revele la causa de que hasta ahora Correggio no hubiera sido protagonista, siendo tan extraordinario pintor como fue, de una exposición monográfica.

En ocasiones me he sentido tentado de juzgar las cosas no tanto por los resultados alcanzados al final sino más bien por la ambición puesta en el empeño y, si así fuera, por esta vez diría que la exposición que organizó la Galleria Borghese de Roma en 2008 fue excepcional, pues sus organizadores no tuvieron reparos en reavivar la cuestión fundamental y más polémica en los últimos años en torno a la obra de Correggio, es decir su hipótetica estancia en Roma hacia 1518 o 1519, de la que no queda rastro documental alguno ni ninguna mención literaria contemporánea.

A diferencia de otros grandes artistas de la época, Correggio no trabajó nunca para una corte determinada ni en uno de los grandes centros artísticos italianos del momento. Ni siquiera en Roma, lo que no quiere decir que no claudicara como tantos otros ante la fascinación que le provocaron la Ciudad Eterna y las obras de arte, antiguas y modernas, que allí se custodiaban. Lo que ocurre es que aún no se había afrontado de forma sistemática ese obstáculo casi insalvable que es la autoridad historiográfica de Giorgio Vasari, quien en sus célebres Vite llegó a escribir que si Correggio “hubiera salido de Lombardía y viajado a Roma, habría hecho milagros y habría preocupado a muchos que en su época fueron considerados grandes. De tal manera que siendo así sus obras sin haber visto cosas antiguas ni las buenas modernas, necesariamente se deduce que si las hubiere visto habría mejorado infinitamente las suyas, y creciendo de bueno a mejor sería venerado como uno de los grandes”. Las palabras de Vasari son tan lapidarias que no necesitan mayor explicación al menos en este contexto, pues largo sería explicar por qué no concedió a Correggio un puesto entre los grandes negando la existencia del viaje del pintor a Roma, que desde luego Vasari entendía como imprescindible. Pero la exposición de la Borghese puso de manifiesto, contrapeando en su recorrido ciertas esculturas antiguas con 25 de las pinturas conservadas de Correggio, que lo que une al pintor con la Antigüedad no es tanto una relación morfológica o formal ¾que, sin embargo, en ocasiones es bien evidente¾ o la fidelidad a los detalles iconográficos, sino algo que trasciende y que se refiere a la morbidez, a la palpitante presencia de la carne profundamente humana, a la evidencia naturalista, a la inocencia incontaminada y a la ternura que respiran las esculturas clásicas pero que, a su vez, han convertido a Correggio en un pintor clásico y que han logrado, por ello, que cada época tenga un Correggio en el que reflexionar y en el que reflejarse: de las grandes decoraciones barrocas al rigor neoclásico y al exacerbado sentimiento romántico.

Precisamente fue otro pintor, el neoclásico Anton Raphäel Mengs, quien daría la contrapartida al testimonio vasariano en la biografía que dedicó a Correggio en 1783. En el pintor, Mengs vio la gracia, la dulzura y el colorido que siempre aparecen en los juicios vertidos a propósito de su obra, pero también el carácter grandioso de su dibujo, la monumentalidad inherente a cada una de sus obras, la complejidad compositiva de muchas de ellas y la dificultad de algunos de sus escorzos. En este sentido, la disposición cronológica de la muestra permitió comprobar el profundo cambio estilístico que Correggio experimentó a raíz del supuesto y cada vez más innegable viaje a Roma. A su retorno a Parma, donde trabajaba con asiduidad desde 1519, su producción muestra una repentina maduración que se revela en una gravedad y una plasticidad completamente inéditas.

Durante ese mismo año de 1519 comenzó a pintar en una de las habitaciones, probablemente el comedor, que Giovanna da Piacenza disfrutaba en el convento de San Paolo del que entonces era abadesa. Primero de los tres grandes ciclos decorativos que Correggio pintó al fresco en Parma, el conjunto es sobre todo una apelación sensorial al espectador a través de una prodigiosa pérgola floral. En ella se abren dieciséis óculos fingidos que niegan, a través de un ingenioso juego ilusionista cuyo antecedente inmediato es la Camera degli Sposi que Andrea Mantegna pintó en el Castel San Giorgio de Mantua, el precedente espacio arquitectónico gótico y por los que asoman unos amorcillos entretenidos en sus juegos ensimismados o forcejeando en busca de fruta. Lo interesante es señalar la relación que estos niños demasiado humanos de Correggio tienen con los que Miguel Ángel pintó en el techo de la Capilla Sixtina y la dependencia de las monocromas lunetas inferiores, con motivos alegóricos, con respecto a las monedas y las medallas antiguas. La influencia de la obra de Miguel Ángel es aún más evidente en la cúpula de la iglesia benedictina de San Giovanni Evangelista; es difícil entender las hercúleas figuras de los apóstoles que acompañan la Visión de san Juan Evangelista sin el precedente de los ignudi miguelangelescos de la Sixtina que Correggio sin duda vio y estudió durante su estancia romana. El éxito obtenido por esta decoración debió de estimular a los responsables de las obras en la catedral de Parma para contratar a Correggio, que pintó en la cúpula entre 1524 y 1530 una extraordinaria Ascensión de la Virgen que, junto al fresco de San Giovanni, fue fundamental para el desarrollo posterior, ya en el siglo XVII, de todo el llamado Barroco decorativo, de Guido Reni a, sobre todo, Giovanni Lanfranco.

En todo caso y según las últimas reflexiones en torno a la obra de Correggio, las pruebas de su viaje a Roma no sólo son éstas de carácter estilístico o iconográfico. De hecho, Correggio trabajó en Mantua al menos desde 1511 hasta 1534, año de su muerte, y son sabidas las profundas relaciones que unían a la corte ducal con Roma. Por otro lado Parma, que era la ciudad que centralizó sus esfuerzos, se convirtió en posesión de los Estados Pontificios desde 1521, luego todo parece señalar que el viaje de Correggio a Roma es algo más que una insoslayable suposición historiográfica.


Durante un tiempo no entendí muy bien la inclusión en aquella exposición de uno de los más excepcionales ―y no sólo por tamaño― retratos de la pintura del Renacimiento y único atribuido con seguridad a Correggio, aunque en algún momento se dudó de su autoría. Me refiero al Retrato de dama que guarda el Ermitage de San Petersburgo que a veces ha sido identificada con Veronica Gambara y otras con Ginevra Rangone, ambas señoras destacadas de la localidad natal del pintor. De lo que no parece dudarse es del estado de viudedad de la dama en cuestión por el hábito oscuro que viste y por lo que ofrece en la taza de plata, que a tenor de lo que reza la inscripción es “nephentés”, una droga que actuaba como lenitivo del dolor según la Odisea (IV, 220-222). ¿Era ella la que tenía que olvidar la pérdida del amado como Luis de Orleans tenía que olvidar a su esposa fallecida? ¿O bien ella tenía que ser olvidada por el apenado marido que había encargado el retrato de su esposa para tornar vivos a los muertos, como dice Alberti en su tratado de pintura, y al que ella ofrece un momentáneo calmante a su desolación? ¿Acaso, de ser así, no era la pintura con su retrato el mejor bálsamo contra el dolor? Y acabé por pensar que no hay ocasión en que la alegría no deje una profunda y amarga sensación de melancolía.

martes, 10 de mayo de 2011

Camino del Prado

Cualquiera que haya paseado alguna vez por sus alrededores sabe que lo natural sería que el Museo del Prado mantuviera perpetuamente sus puertas abiertas, de manera que, en su vago caminar, uno pudiera entrar y deambular por sus salas con franqueza y sin necesidad de sufrir ningún sobresalto, como atraído por ese sutil magnetismo que según Thoreau existe en la naturaleza y que nos conducirá correctamente si por él nos dejamos llevar. Algo así debía de rondarle en la cabeza a Juan de Villanueva cuando lo planeó, porque el principal acierto de su construcción estriba precisamente en la naturalidad con la que surge del suelo, tan espontánea que ni siquiera el monumental orden dórico de “la más decorosa entrada del edificio”, como el propio arquitecto calificó a la Puerta de Velázquez, requirió escalinata o estilóbatos, como si el propósito inicial hubiera sido hacer más cómoda la entrada al que era, en el proyecto originario, el templo de la ciencia. Es más, no me extraña nada que el destino primero del edificio de Villanueva fuera el de albergar una academia de Historia Natural que, además de una inmensa sala de conferencias, hubiera contado con escuelas de botánica y química, aulas, biblioteca, laboratorio y museo, pues a mí esto del arte me parece la cosa más natural del mundo, como parece demostrar que el hombre lleve haciéndolo desde hace tanto tiempo e incluso en épocas de tanta carencia como la nuestra. Y, dicho sea de paso, tampoco me sorprende que el Museo del Prado recibiera su nombre del lugar donde se construyó el edificio que finalmente acabaría albergando las colecciones reales, por deseo de Fernando VII bajo probable inspiración de algunos allegados y en especial de su esposa Isabel de Braganza, a partir del 19 de noviembre de 1819, día de su prosaica apertura al público.


Al fin y al cabo, el Prado de San Jerónimo fue siempre un sitio de agreste feracidad, como todavía hoy muestran la generosísima altura de los árboles del paseo y la abundancia de sus hojas, pues era lugar de encuentro de varios arroyos y corrientes subterráneas de agua, y siempre he tenido la sensación, subiendo desde la plaza de Atocha hacia la de Neptuno, que lo que podía ver a través de la verja del Jardín Botánico hallaría una prodigiosa continuidad un poco más arriba, pero ya dentro de las salas del museo. Por ello uno tendría que entrar en sus galerías casi sin darse cuenta, como si prolongara un poco más su deambular por el Botánico o, incluso mejor, por el parque del Retiro si de aquella parte viniera, entre otras cosas porque si uno pudiera convivir natural y cotidianamente con las pinturas y las esculturas que se guardan en el Prado o en otros sitios similares, no habría necesidad de recurrir a complicadas explicaciones históricas, sociológicas o, lo que es peor, iconológicas para justificar su existencia y su supervivencia, sino que éstas quedarían excusadas por su mero existir o, lo que es mejor, porque sí.

Quizá de esta manera en el Prado se sintiera como en casa y podría demorar su paseo por las salas de igual modo que si estuviera en un prolífico y familiar jardín. Podría entonces felicitarse de que, por una vez, los monarcas hispanos hubieran tenido el arrojo de comprender que, salvo destacadísimas excepciones, España nunca fue un país de grandes pintores, y que por ello hubieran echado su mirada y ‘sus’ dineros más allá de las circunstanciales fronteras españolas para contratar los servicios de los más afamados artistas foráneos o para adquirir las mejores de sus obras. En definitiva, eso fue a la larga lo que hizo del Prado la excepcional morada de la pintura que hoy es, pues el grueso de sus colecciones provienen de las que en su día pertenecieron a los reyes españoles, a las que después se sumaron las procedentes del Museo de la Trinidad ―y, por tanto, de las desamortizaciones de bienes eclesiásticos― que tan bien conocía el malhadado José Álvarez Lopera o de destacados legados como los de Pablo Bosch, Pedro Fernández Durán o Francisco Cambó entre otros. Justamente ese origen fue el que confirió al Prado su genuino carácter, nacido de la pasión que Isabel la Católica heredó de su padre Juan II por la pintura flamenca, la que aun con finalidades distintas compartieron Carlos V y Felipe II por la pintura de Tiziano y la del segundo por las chucherías del Bosco, la que Felipe IV tuvo por Rubens y por Velázquez, la de Isabel de Farnesio por la pintura de su Italia natal o por la de Murillo, la de su esposo Felipe V por la de Francia y la de Carlos IV por Goya. Y ahora que lo pienso, si las mejores entre las más de ocho mil pinturas que se conservan en el Prado se expusieran no en alegre montón como en tiempos del grafoscopio de Laurent o como aún puede verse en algunas galerías romanas, cuyo tedio radica en la misma acumulación caótica en que radica también su encanto, sino obviando ese lastre romántico que hace que se sigan mostrando según el arbitrario orden de las escuelas nacionales y siguiendo otro dictado por una mirada perspicaz, se conseguiría lo que la Gaceta de Madrid esperaba del nuevo museo en la víspera de su inauguración: que suministrara “a los aficionados ocasión del más honesto placer”.

Yo no sé si honesto o no, pero creo que nadie puede discutir que la organización nacional de las colecciones, que haría las delicias de Taine, tenía su lógica cuando al amparo de los ideales de la Ilustración los museos debían ofrecer al vulgo un ordenado y en ocasiones avieso discurso que lo instruyese, pero ahora ¿a quién puede interesar la secuencia vagamente geográfica o, peor aún, cronológica de unas cuantas maravillosas pinturas más que a unos pocos incondicionales de la erudición histórica que, como decía Valéry, “aclara justo aquello que no es lo más delicado, y ahonda en lo trivial”? Estos últimos me parecen a mí muy próximos a aquellas autoridades desconsideradas que ordenaron abrir el Prado desde aquel día de noviembre durante ocho días consecutivos y después todos los miércoles exceptuando los lluviosos, y me lo parecen porque, como nos ha desvelado Ángel González ―que es quien me enseñó a ver el Prado―, esos días son los mejores para visitar los museos. Él se ha extendido admirablemente bien y no diré más ni mucho menos mejor al respecto, pero no me sorprendería nada que el visitante que sigue con afán el recorrido fastidioso que se le brinda en casi todos los museos del mundo, e igualmente en el Prado, acabara sintiendo esa soledad de la que habla Thomas Bernhard en su también desoladora novela Maestros antiguos. Por ello prefiero pensar que si el Prado mantiene todavía esa antigua ordenación es por no destacarse para mal entre los museos de pintura antigua o acaso porque se deja llevar por una cómoda inercia histórica. Me consta, de hecho, que el Prado tiene conservadores cualificados para llevar a cabo esa nueva y muy placentera ordenación, la que exhiba el retrato de Endymion Porter de Van Dyck junto al duque de Pastrana de Carreño, el Lavatorio de Tintoretto al lado de Las meninas de Velázquez, una fiesta de Watteu cercana a una kermesse de Rubens o una galería completa de esos “desvíos de la naturaleza”, como se los conocía en el Siglo de Oro, que eran los bufones de palacio, desde el que pintó Van der Hamen a la monstrua del propio Carreño. A lo mejor alguno caería en la cuenta de que los enanos de Velázquez no se diferencian mucho, más bien nada, de sus inmediatos contemporáneos…

Pero me temo que este estupendo y deseoso plan no va a ser secundado por nadie, así que fue una suerte que hace algo más de un par de años se publicara, por fin, la que es la primera guía oficial del Prado, de modo que desde entonces uno ha podido llevarse a casa lo mejor de la colección y quién sabe si ensayar en su sofá preferido, triscando entre ficticias escuelas y de pintor en pintor, el recorrido que podrá hacer cualquier otro día por las salas del museo. Con un poco de fortuna, el lector descubrirá las afinidades electivas que hay entre los narcisos que mi amigo Antonio González ve entre las hierbas de la Bacanal de los Andrios de Tiziano y los que tal vez hayamos visto un poco antes o veremos después en el Botánico o entre la fría nieve del invierno de Brueghel y el cubito de hielo que yo he alcanzado alguna vez a mi pequeña sobrina para que vaya enterándose de qué va la pintura.

Porque “reconoced, amigos míos, lo que son los cuadros: un emerger en otro lugar”, como dejó dicho Franz Marc en el más bello y no por casualidad más rebosante de agua de sus aforismos, y en ningún lugar se revela esto de forma más meridiana que en el Museo del Prado, pues brotó en el fértil Prado de San Jerónimo y acabó por convertirse en prado él mismo. Mirad si no las florecillas que tapizan parte de la Anunciación de Fra Angelico o la hiedra que trepa en la deliciosa Virgen con el Niño y san Juanito de Correggio; entonces y sólo entonces, al tomar conciencia de esa maravillosa continuidad a la que me refería al comienzo, nuestro vagar atribulado hallará un poco de sentido y por ello tal vez, pese a todo, el Prado será siempre un buen lugar al que dirigir nuestro camino.

Cave of the forgotten dreams

Si llamas aquí entrarás al lugar donde comenzó todo.